Libró batallas verdaderas: formó parte de la tropa americana en el día D, mejor conocido como el Desembarco de Normandía, en la Segunda Guerra Mundial. Su poesía fue una declaración de principios frente a la tendencia apocalíptica del mundo, y militó contra el capitalismo, los vicios de la falsa democracia y la perversidad de los sectores mojigatos y de la policía del pensamiento, aunque vivió en carne propia la malignidad de los censores que lo encarcelaron en 1957 por publicar Howl, de Allen Ginsberg. No obstante, Lawrence Ferlinghetti llegó a los 101 años de edad. Resistió mucho más que sus colegas, digamos Jack Kerouac, que partió a los 47; Neal Cassady a los 41; Ginsberg a los 70 y William S. Burroughs a los 83 (por cierto, éstos dos murieron el mismo año, en 1997); y también superó a Gregory Corso, que feneció a los 70, Herbert Huncke a los 81, Kenneth Rexroth a los 76 y Philip Whalen a los 78. Sólo Gary Snyder, el poeta más admirado y puro, héroe de Los vagabundos del Dharma, de Jack Kerouac, aún ronda en California a sus 90.
Pintor y escritor con doctorado en La Sorbonne, pionero de la bohemia de San Francisco y editor y promotor literario, Lawrence Ferlinghetti fue también un activista incansable en asuntos políticos y ecológicos desde la década de los 1960, sea por combatir el totalitarismo y cancelar las guerras, por promover una filosofía libertaria, estimular la espiritualidad poética, rechazar el imperio de los automóviles y la destrucción de las ciudades. Su obra, lírica y narrativa (publicó las novelas Ella y Amor en días de furia), cuestionaban los defectos del inicuo y desproporcionado contrato social en las naciones.
Relacionado con la generación beat, Ferlinghetti nunca formó parte de dicho movimiento. Al contrario. Él siempre rechazó esa consideración. Se decía un poeta insubordinado, anárquico tal vez. El error de apreciación radica en que su sello City Lights publicó a los autores beat en la serie Pocket Poets, todos por recomendación de Ginsberg y de Kerouac, sus más cercanos de ese grupo. Tanto, que gracias a Ferlinghetti, Kerouac se desintoxicó por un breve periodo de 1960 en su cabaña de Bixby Canyon y escribió Big Sur.
Su emblemático A Coney Island of the Mind (1958), abre con una mirada a las pinturas de Goya, y establece un paralelo con el sufrimiento y la imaginación del desastre en la sociedad contemporánea y su ilusión imbécil de felicidad, gente que se desplaza en autos de colores sobre continentes de concreto, sin mayor sentido existencial que ir más lejos de sus casas con los motores devorando los paisajes. En ese libro, cuyo título tomó de Henry Miller, Ferlinghetti hizo de la nostalgia un viaje al interior de sí mismo, con ecos de La tierra baldía de T.S. Eliot y de Paterson de William Carlos Williams.
101 años no suena nada mal en comparación con la edad en que partieron sus colegas. Recorrió Nagasaki semanas después del ataque con la bomba atómica y vio con ojos propios el horror. Protestó por la absurda y criminal aventura bélica de Vietnam: en 1968 exhortó a escritores y editores a no pagar impuestos para hacer visible su rechazo. Criticó la política exterior de Washington. Atestiguó pandemias, consolidó a City Lights (primero revista y librería, luego una editorial) como espacio alternativo sin filias ni fobias, diverso y plural. Basta revisar los títulos y colecciones que aún sigue imprimiendo, libros congruentes con su idea de que a través de la palabra, es posible conquistar a los conquistadores. Y es que, como Joseph Conrad anotó en El corazón de las tinieblas, “la mente del hombre es capaz de todo, porque todo está en ella, tanto el pasado como el futuro”. Ferlinghetti siempre estuvo ahí. Volvió al pasado, imaginó el futuro, el círculo perfecto de la imaginación.
AQ