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¿Existirá un público que más allá de la sátira sepa ver una crítica profunda, que pueda captar la ironía de un autor sin que éste deba declararla?

‘Cangrejos monstruosos’, del caricaturista y grabador británico James Gillray. (Wikimedia Commons)
David Toscana
Ciudad de México /

Un escritor publicó un texto titulado Una modesta propuesta para evitar que los hijos de los pobres sean una carga para sus padres o su país, y para hacerlos útiles al público. Habla del triste espectáculo que da la gran cantidad de niños en harapos pidiendo limosna. Considera la posibilidad de vender esos críos, pero él mismo rechaza la idea, ya que “nuestros comerciantes me aseguran que un muchacho o una muchacha menor de doce años no es mercancía vendible”.

Entonces pasa a sugerir algo más categórico. “Un niño sano y bien nutrido es, al año de edad, manjar delicioso, nutritivo y completo, ya se lo haga estofado, asado, al horno o hervido; y no me cabe duda de que igualmente servirá para fricasé o como guisado”. Sugiere dejar veinte mil niños para la crianza y vender cien mil al año, para lo cual “pueden contratarse mataderos con este fin en las partes más convenientes de la ciudad, y puede asegurarse a los carniceros que no habrá escasez; aunque más bien recomiendo comprar los niños vivos y aderezarlos cuando todavía están calientes del cuchillo, como hacemos con los lechones asados”.

Según sus observaciones: “Un niño servirá para dos platos en un convite para amigos, y cuando la familia coma sola, el cuarto delantero o trasero bastará para hacer un plato razonable, y sazonado con un poco de pimienta y sal, y hervido, quedará muy bien al cuarto día”.

Hace notar que instaurar en las mesas de los ricos esta delicadeza culinaria, a la larga reduciría el número de católicos, pues esta gente suele reproducirse con más ahínco.

Cuando leí el texto, supuse que habría una lapidación digital, un linchamiento en redes y el mentado rito de la cancelación. Estaba esperando que la Sedesol se apuntara a la reprimenda: “Reprobamos tajantemente cualquier comentario que agravie a los grupos más vulnerables”. Supuse que su casa editora se deslindaría con eso de “las opiniones del autor no son las nuestras”.

Mas nada de eso ocurrió. El gobierno le respondió que apreciaba el humor y disfrutaba la broma. La crítica lo aplaudió, encontró referencias en literaturas clásicas y dijo que el texto habría de perdurar. Los pobres no se indignaron. Los ricos tampoco. Los lectores supieron ver que más allá de la sátira había una crítica profunda. Y lo más sobresaliente: se captó la ironía sin que el autor la declarara, sin que tuviese que pintar emoticonos ni rematar cada frase con un impertinente jajaja.

A ese autor hay que envidiarle el nivel de sus lectores.

AQ

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