Se llamaba León Felipe Camino, una manera de presentarse ante el mundo, con hábito de peregrino o de pastor de ovejas e incluso de lobos. Pero así lo hicieron nacer sus padres sin saber que se haría un poeta del viento, del exilio y de los caminantes. Lo conocí en el café Sorrento a un costado del cine Trans Lux Prado (en Avenida Juárez, frente a la Alameda), y él asentaba su corpachón barbado y calvo como una montaña lisa más una mirada que siempre parecía ser penetrante. En ese café tenía su tertulia en la que destacaban los seres más impensables en torno de él: toreros, médicos, poetas, ensayistas y un profesor del arte de tocar las castañuelas, que tenía un nombre aparentemente científico como cocatología, o algo así. Era esperable y lógico que la figura del poeta central tomara un aire de reunión patriarcal. Ahí, León, al que siempre vi sentado, se instituía en padre apóstol y con una voz admirable de grueso tono y de alto vuelo decía su poema silabeando: “Nadie fue ayer,/ ni va hoy,/ ni irá mañana/ hacia Dios/ por este mismo camino/ que yo voy./ Para cada hombre guarda/ un rayo nuevo de luz el sol…/ y un camino virgen/ Dios”.
Sin embargo, en su apellido mismo, no sé si paterno o materno, pues Felipe podría ser apellido, creaba alrededor suyo una muestra de evidencia pastoral y patriarcal, pero con una soberanía indudable. Durante muchos años hubo en un rincón del café (hoy desaparecido con el cine mismo) una placa que fijaba la presencia fantasmal del poeta: “El lagarto/ se mece con el columpio del cangilón y pasa por la luz y el subterráneo/ con un tiempo y ritmo poemáticos.../ ¡Eh! ¡Alto!/ El poema también es un lagarto,/ y el poeta, el gran emperador de los lagartos./ Y yo digo ahora, aquí, colgado/ del péndulo que oscila entre los mundos que separan la rendija entreabierta de mis párpados/ aquí y ahora —sacad el reloj— a las tres, con el pico rojinegro del gallo”.
Y de pronto surgía una palabrota que estallaba como una granada de mano dentro de un aura poética, “y si nos equivocáramos y dijéramos del coro al caño y exclamáramos: ‘¡coño, si nos hemos equivocado!’ ”. Así, León, sentado al pie de un viejo olmo y acentuando su figura bíblica, ponía esa grosería como un contradictorio estallido de luz que elevaba todo el largo poema a una altura casi alucinante.
Lo traté en el Sorrento durante años participando de la admiración, la casi adoración que lo circundaba como una luz otoñal a la vera de un camino junto a una iglesia en ruinas que repentinamente estallaría en llamas. Y le oí la confesión inesperada de que su carrera de poeta había comenzado en una prisión de Santander, por causa de un robo pequeño en una farmacia, de lo cual derivó que para combatir el aburrimiento hubiera empezado a escribir los versos que se le ocurrían sin ilación pero que iban formando poco a poco un poema entero. Mi santandinidez le agradecía esa manera de inscribirse en mi mundo adolescente, pues yo creo que si hubiera vivido mucho en mi lugar de nacimiento me hubiera sentido emocionado y orgulloso de estar junto a un pequeño dios de los caminos.