—Señora… Me permite llamarla simple y sencillamente señora, ¿verdad?
Después de Edoardo, Faruk y Constantino; luego de las tantas Marías, Margaritas y Anas que reanimaran, entre tanta tristeza, las crónicas; hasta a mis lacayos les prohibiré que me llamen majestad.
—Puedo adivinar que usted ya no desea sentirse reina, creo que por el hecho de que ya desde hace casi treinta años Italia es una república.
Pues se equivoca. Todavía me siento reina, y la república me es indiferente… Verá usted, yo he sido educada en un significado de la república como sinónimo de desorden; que, además, es el mismo significado que le daban a la palabra, y acaso todavía se lo dan, en las poblaciones de la Italia meridional. En este sentido, Italia siempre ha sido una república, incluso bajo la monarquía.
—¿Hace alusión a la monarquía de los Saboya?
No solamente, también a la nuestra. La monarquía de los borbones de Nápoles no era menos república que la de los Saboya. Es más, para decirlo con franqueza, incluso lo era más.
—Imagino que, con esta paradoja, de una Italia que siempre ha sido república porque siempre está en el desorden, usted se explica el hecho de que precisamente después de la proclamación de la república, después que Italia —por lo menos formalmente, según su punto de vista— pasó de monarquía a república, haya aflorado una cierta nostalgia y revaloración de los Borbones de Nápoles.
Exactamente. República por república, es decir, desorden por desorden, mejor el antiguo que el nuevo: se había ajustado de tal parece para parecerse al orden. Además, era tan pintoresco, tan festivo, tan espléndido. Todo era espectáculo, incluso la horca, inclusive la carestía…
—A propósito de horca: Usted habrá leído La fine di un regno de Raffaele de Cesare.
He leído todos los libros que tienen que ver con la dinastía de los Borbones de Nápoles, especialmente, con más cuidado, los que narran su fin.
—Entonces recordará, del libro de Raffaele de Cesare, la descripción de la última jornada napolitana, la suya y la de su esposo…
La recuerdo: pero de la mía supo muy poco. En resumen, tratando de evocarla, estuvo cerca su insoportable D’Annunzio.
—¿También insoportable para usted?
Sobre todo para mí. Usted no puede imaginarse lo insoportable que pueden ser para las reinas, los escritores que aman a las reinas, el eterno femenino real, y así por el estilo…
—Pero usted sabe que el poeta del eterno femenino real, fue caro a una reina.
Usted dice: una reina, un poeta. Pero él era un poeta tanto como ella era una reina.
—Por consiguiente, ni él era poeta ni ella era una reina…
Precisamente así: de nombre, de insignias. La realeza y la poesía van más allá, son igualmente inefables…Pero usted me preguntaba acerca del libro de Raffaele de Cesare.
—Sí, así es: De Cesare describe el último homenaje que los ministros le rindieron a Francesco II, registra las palabras que el rey le dirige a cada uno de ellos y se detiene sobre las que le dirige a Liborio Romano, ministro del interior…
¡Ah, don Liborio!…
—Don Liborio… Veo que el recuerdo de don Liborio la divierte.
Muchísimo. Y con malevolencia… Sí, me acuerdo de las palabras que De Cesare refiere, también me acuerdo de ellas porque mi esposo, al regresar de esta última ceremonia, me las refirió: Don Libò, guardat’ u cuollo.
—Esta frase, más bien ambigua, De Cesare tenía la duda sobre lo que quería dar a entender, si quería decir, te mando a ahorcar. Mientras que don Liborio la interpretó como afectuosa recomendación a cuidarse de Garibaldi y del nuevo curso de los acontecimientos.
Tiene razón De Cesare. Francisco II se proponía, al regresar, mandarlo a la horca… Pobrecito, creía en verdad en esto, que recuperaría su reino… Pero en cuanto a mandar a ahorcar a don Liborio, nunca hubiera tenido el valor de hacerlo. Es más, nuevamente lo hubiera nombrado ministro. Don Liborio era muy divertido… Más que divertido, irresistible… En Italia los traidores, los asaltantes a mano armada y los ladrones de cuello blanco, incluso los asesinos, todos son divertidos, todos son irresistibles…Pasa una república, llega otra, y ellos siempre siguen en su lugar. “¡Roba, pero es que es tan divertido!”. “¡Mandó matar a fulano, pero es que es tan simpático!”. “¡Sé lo que es, a lo mejor me traiciona, pero es que es tan irresistible!”. La conversación de los italianos pudientes y poderosos está toda entretejida con frases semejantes. Y a las frases les corresponden personajes, hechos.
—¡Exagera usted!
Le aseguro que no. Quizá yo conozca Italia mejor que usted.
—Si acaso la Italia del sur; y cuando era reino de Nápoles.
No existe otra Italia más que la del sur, y me maravilla que precisamente usted no lo sepa. Y no sólo en la noción en la que el napolitano y el siciliano anulan al piamontés y al lombardo, al grado que no quedaría huella de ellos si Stendhal no se hubiese declarado milanés y la condesa de Castiglione no hubiese terminado en la alcoba de Napoleón III, pero, en concreto, efectivamente… Yo me he hecho esta imagen de Italia: una pequeña e inofensiva serpiente de agua que en las revueltas de 1860 se hizo un nudo. Trata de desenredarse, y el resultado es que ella sola se muerde, sin lograrlo. Ese nudo es el sur. Desenrédenlo y tendrán a Italia. Pero creo que nadie lo desenredará jamás.
—¿Y antes de las revueltas de 1860?
Una pequeña e inofensiva serpiente de agua. Si le complace, también puedo agregar: una anguila. Y no solamente por ser escurridiza, por saberse escabullir, por sus letargos, sino también por los cursos y retornos misteriosos de su civilización, de sus inútiles esplendores… Pero estábamos hablando de don Liborio …
—Me parece entender que usted, una vez que hubiera regresado a reinar, habría hecho lo imposible para que su esposo lo mandara colgar.
Por supuesto que no, don Liborio también me divertía a mi… O a lo mejor sí, lo habría mandado colgar… Es un problema que nunca me he planteado, el de lo que hubiera sido necesario hacer si hubiéramos regresado a Nápoles, si hubiéramos regresado a reinar. Por el simple hecho que nunca creí que se pudiese regresar… Recuerdo nítidamente el episodio que me dio la certeza y la conciencia también, de que nunca regresaríamos que no valía la pena regresar. Fue el día anterior a nuestra partida de Nápoles por Gaeta; habíamos salido de palacio en una carroza descubierta, por el paseo, como todos los días, para demostrar que no pasaba nada, que el avance de Garibaldi no nos preocupaba… Pero usted habrá leído este episodio en De Cesare.
—Sí, y lo transcribí en mis apuntes…Aquí está…Lo transcribí porque quería preguntarle cuáles eran sus sentimientos realmente, más allá de las apariencias…
Léame su apunte.
—“… el rey salió del palacio en un carro descubierto, junto con la reina y dos caballeros. No parecía preocupado; es más, María Sofía casi iba alegre, discurría con vivacidad ora con él ora con los dos caballeros… En una de las primeras tiendas bajo la hospedería, hoy prefectura, se encontraba entonces la botica real Ignone, la cual, sobre el emblema ostentaba las flores de lis borbónicas, ya que el propietario había sido un furioso reaccionario. Una escalera, apoyada sobre el emblema, impedía el tránsito de los carruajes. El rey se detuvo y vio que algunos operarios, trepados en una escalera, arrancaban de la tabla las flores de lis; le señaló con la mano a María Sofía la prudente operación del boticario, y ninguno de los dos se mostró contrariado por esto, es más, hasta se rieron juntos”.
Muy cierto. Pero el rey fingía que se divertía. Estaba sufriendo muchísimo por dentro. En cambio, yo dejé de sufrir precisamente en ese momento, como si hubiese caído el telón sobre una lacrimógena obra de teatro y de inmediato se hubiese levantado sobre una farsa. Realmente me reí, hasta con cierta vulgaridad; imprevistamente libre, ligera, sin responsabilidad, sin deberes… Ya nada valía la pena, nuestra pena. Todo cambiaría para que nada cambiara, con nosotros o sin nosotros, contra nosotros o contra los Saboya que estaban por sucedernos a nosotros. Las verdaderas dinastías eran las de los boticarios Ignone, las de los don Liborio. Las dinastías de dos almas: una reaccionaria y una progresista, una fascista y una anarquista, una maximalista y una reformista, una que se confiesa y una que blasfema, una que asiste a la misa del mediodía y otra que frecuenta las reuniones masónicas de medianoche, una fiel y una que traiciona…
—Una frase que acaba de decir me hace pensar que ha leído El gatopardo.
No, no lo he leído. Parodiando una frase de Disraeli, le diré que cuando quiera leer una novela como El gatopardo, sólo tengo que escribirla. Naturalmente, he escuchado hablar mucho de ella. Dicen que es un buen libro, muy bien escrito. Yo, se entiende, no sería capaz de escribirlo tan bien, ni siquiera en francés.
—¿Por qué no lo ha leído?
Porque nunca he leído una novela. La novela es una incongruencia, una vulgaridad. Y todavía más si es un aristócrata quien la escribe.
—Pero antes me hablaba de D’Annunzio, ese fragmento que tiene que ver con usted se encuentra en una novela.
Ese fragmento me lo leyeron una noche, en París, en una casa de unos burgueses.
—¿En casa de los Verdurin?
No recuerdo cómo se llamaban. Un primo mío, a veces, me lleva a rastras para que conozca gente inverosímil.
—Sabe que, por una noche entre gente, como se dice, inverosímil, usted devino personaje de uno de esos grandes libros…
Lo sé. Pero no he leído ese gran libro. No lo leeré. Ni siquiera quiero hablar del asunto.
—¿Guarda algún recuerdo del autor?
Ninguno. Parece que era un hombre del todo insignificante, aparte de su tremendo esnobismo… Sin embargo, todos parecen tener la idea que yo debo rendir cuenta de toda mi vida sólo sobre este punto: si recuerdo o no a Marcel Proust. Incluso en ciertos lugares eminentes, que usted todavía no conoce, donde yo esperaba que debía responder sobre el amor y el odio, la primera y única pregunta que me han hecho ha sido esta: “¿Se acuerda de Marcel Proust?”. No, no me acuerdo, soy un alma perdida.
—Interesante, la literatura como algo de otro mundo.
Parece que sí, por lo menos en lo que respecta a este señor Proust. Me parece haber entendido que su operación se desarrolló en los límites de un secreto, de un misterio, que haya intentado, no sé, vivir dos veces.
—Acaso eso que usted ha definido tremendo esnobismo es precisamente esto: un querer vivir dos veces, un desdoblamiento de la existencia.
Puede ser, pero no me importa esto. A mí me ha sido suficiente vivir una: demasiadas reglas, demasiado trabajo… Y en cuanto a los escritores; me acuerdo muy bien, en cambio, de Anatole France y de Alfonso Daudet.
—Pero no ha leído los libros de ninguno de los dos.
De France, leí algunos discursos fúnebres. Y de Daudet algunos artículos polémicos en defensa de la monarquía… No, estoy mal: el polemista monárquico era su hijo Leon, aquel que rubricó como estúpido el siglo XIX. ¡Y con cuánta razón!
—Pero por lo menos debe haber escuchado hablar acerca de algún libro del padre…
Claro que sí, de una novela que luego adaptaron para obra teatral: Los reyes en el destierro. Parece que la protagonista, la reina Federica de Iliria, se me asemeja…Estupideces, cosas de novelas.
—Realmente creo que se le asemeja. Si se leyeran a la vez, la novela de Daudet y las páginas de Proust que tienen que ver con usted, no quedaría duda alguna que el personaje es el mismo. Y no puede ser una casualidad: los dos escritores la conocieron a usted, hablan de usted.
Puede ser.
—Lo más interesante, en la novela de Daudet, el amor silencioso, respetuoso hasta el sacrificio, del joven intelectual monárquico hacia la joven reina. ¿Es posible, permítame preguntárselo, que Daudet se haya enterado de un amor semejante, inspirado por usted durante los primeros años de su exilio parisino?
Me han amado muchos, y también menos respetuosamente que el joven monárquico de Daudet. En la historia de la fotografía, acaso usted no lo sepa, sobre mi persona se consumó el innoble experimento de uno de los primeros, y ciertamente de los más reconocidos, fotomontajes. Mi imagen desnuda corrió por toda Europa, tuvo un mercado… La reina desnuda, imagínese los efectos, en un país monárquico y católico…Cierto, no se necesitaba mucho para entender que ese cuerpo no era el mío, sino de una de esas campesinas de la Ciociaria que bajaban a Roma para trabajar de modelos o de nodrizas. Un cuerpo italiano, un cuerpo romano, de esos que rápidamente se deforman… Pero creo que a todos les gustaba creer que era el mío, incluso a los más devotos defensores de nuestra causa, incluso a los párrocos y a los cardenales.
—¿Y a usted qué efecto le provocó la fotografía?
De indignación, naturalmente. Pero también de una cierta satisfacción: nuestros enemigos eran innobles al igual que nuestros amigos, que pensé que eran mejores. Luego, también, una sensación de libertad: porque casi todos creían que ese cuerpo desnudo era mío, que era el mío. En resumen: me sentí libre hasta la desnudez. En esta sensación, en este sentimiento, se insinuaba la tentación de en verdad hacerme fotografiar desnuda; para borrar con mi cuerpo joven, esbelto, ligero, ese cuerpo pleno y a punto de desfigurarse… Pero hablemos de otra cosa, o usted terminará por publicar esta entrevista en una revista para caballeros.
—Hablemos de otra cosa, si quiere. Es decir, una vez más del Reino de las dos Sicilias, de Italia…Eso es: ¿existe algún hecho que la haya impresionado particularmente, en sus breves vicisitudes como reina, en su largo exilio de exreina?
Yo no hablaría de exilio. París no fue el exilio para mí; acaso el exilio lo habría sido el reinar en Nápoles. O, tout court, el reinar… De todas maneras: Algo que me ha impresionado particularmente…Eso es: la masacre de Bronte. Me parece que usted sabe algo de esto.
—Sí, algo…
Nosotros estábamos asediados en Gaeta, cuando nos llegó la noticia de lo que había sucedido en ese pequeño pueblo de Sicilia donde el bisabuelo de mi esposo había nombrado duque al almirante Nelson. La noticia era la siguiente: que las poblaciones leales a nosotros se habían sublevado contra Garibaldi; y Garibaldi había mandado fusilar a su general Bixio. La conmoción de Francisco fue grande, y también la mía. Durante años el nombre de ese pueblo tuvo el esplendor de la fidelidad y del martirio en el corazón del rey.
Además, también lo decían los historiadores y los memorialistas garibaldinos y de la dinastía de los Saboya: en ese pueblo se había encendido, pero de inmediato fue sofocada, la reacción borbónica… Más tarde, leímos la historia de ese pueblo escrita por un padre capuchino: y supimos que los hechos habían tenido un significado totalmente diferente. Esos campesinos habían escuchado que Garibaldi portaba la revolución, y la habían hecho. Sencillamente. Pero por haber hecho la revolución habían sido fusilados por los revolucionarios. ¿No le parece increíble?
—Eh, sí, increíble.
Sin embargo, por otros libros que aparecieron publicados después del que escribiera el padre capuchino, no hay duda. Las cosas fueron efectivamente así. ¿Y entonces?
—¿Y entonces?
Nada. Quiero decir: la horca de Francisco II, si hubiéramos regresado, hubiera sido más revolucionaria. Don Liborio nos hubiera conducido a ella.
Traducción de María Teresa Meneses
Texto tomado de Rai Teche
Las Entrevistas imposibles fueron un experimento único en la historia de la RAI: diálogos fantasiosos y cautivadores con grandes personajes del pasado, ricos en referencias históricas, ideados y realizados por intelectuales prestigiosos y leídos por actores famosos. Fueron transmitidas por radio de 1973 a 1975 con mucho éxito. En 1998 se retransmitieron 50 entrevistas imposibles, entre ellas, un texto inédito de Leonardo Sciascia, en el cual entrevista a María Sofía, última reina de Nápoles. Las voces son la de la actriz Adriana Asti y la del escritor Andrea Camilleri.El texto que presentamos, como sencillo homenaje al escritor siciliano por el centenario de su nacimiento, es un divertimento literario en el que Leonardo Sciascia, como buen escritor de compromiso civil y de cultura laica e iluminista, expone una sucinta panorámica histórica de los males políticos que aquejan a Italia, a través de la voz de la última reina del Reino de las Dos Sicilias.
María Teresa Meneses
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