Libre de humo

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

Vilipendiado y perseguido, el tabaco encarna al forajido predilecto de los prohibicionistas.

El 31 de mayo se decretó una buena parte del centro de la Ciudad de México como sitio exento de cigarros. (Foto: Araceli López | MILENIO)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Cuando eran invadidos por la satisfacción, Bouvard fumaba una pipa y Pécuchet aspiraba una pulgarada de rapé. Al menos eso hicieron al percibir el flechazo amistoso en el bulevar Bourdon, porque, explica Gustave Flaubert, “al escuchar al otro, cada uno encontraba partes olvidadas de sí mismo. Y aun cuando habían pasado ya la edad de las emociones ingenuas, sentían un placer nuevo, una suerte de plenitud, el encanto de los afectos incipientes”.

La pipa de Bouvard y la pulgarada de rapé de Pécuchet vuelven a aparecer en la finca de Chavignolles, donde, una vez liberados de sus fastidiosos empleos y del barullo parisino, se instalan para comenzar formalmente su idilio fraternal, y seguirán apareciendo en los siguientes episodios de la novela ya que, para ellos, el tabaco era el broche de oro de un buen día, un logro o una experiencia milagrosa. Y claro, a veces también fue el compañero o el consuelo de los descalabros que vivieron.

En “Solo para fumadores”, la voz con que Julio Ramón Ribeyro narra sus dichas y desventuras con los Derby, Chesterfield, Lucky, Pall Mall, Dunhill y Marlboro, rinde homenaje lo mismo a los dientes percudidos y los bigotes amarillos de Flaubert, que al humo como esperanza que mantiene activo a Hans Castorp en La montaña mágica de Thomas Mann, la sentencia de Molière en su Don Juan (“Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable con el tabaco. Quien vive sin tabaco, no merece vivir”) o la analogía que André Gide traza entre el cigarro y el gozo de escribir. El alter ego de Ribeyro es un entusiasta del suicidio lento, pero gustoso, que le provee cada espiración, aunque quizá decir suicidio es un error. Quien habla en el relato, más bien se consume como la pavesa de sus pitillos, esos tubos de lumbre que lo colman por serles tan devoto.

Quién, si no un perfecto feligrés, podría referir así su dulce tormento: “Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos primordiales de la naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el fuego. Todos ellos están vinculados al origen de la vida y a la supervivencia de nuestra especie. Con el aire estamos permanentemente en contacto, pues lo respiramos, lo expelemos, lo acondicionamos. Con el agua también, pues la bebemos, nos lavamos con ella, la gozamos en ejercicios natatorios o submarinos. Con la tierra igualmente, pues caminamos sobre ella, la cultivamos, la modelamos con nuestras manos. Pero con el fuego no podemos tener relación directa. El fuego es el único de los cuatro elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su contacto nos hace daño. La sola manera de vincularnos con él es gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo. El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él. El fuego está en un extremo del cigarrillo y nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a este invento completamos nuestra necesidad ancestral de religarnos con los cuatro elementos originales de la vida”.

El tabaco es el chivo expiatorio de los vicios menores. Vilipendiado y perseguido, encarna al forajido predilecto de los prohibicionistas, esos para los que un fumador es un ser siniestro que lleva a la enfermedad y la muerte en el bolsillo, no solo de sí, sino de quienes huelen su humareda. Siendo enemigo (y coartada) de los cancerberos de la salud pública, las regencias lanzan cruzadas contra los tabaquillos, cancelando el derecho de prenderlos incluso al aire libre, e imponiendo multas u otras penas para el que mancille los espacios con sus apestosas bocanadas: el 31 de mayo se decretó una buena parte del centro de la Ciudad de México como sitio exento de cigarros. Idea genial para una urbe (y un país) en el que la contaminación es imbatible, y durante los picos más altos de la pandemia de covid-19, el gobierno rechazó, tajante, el uso del cubrebocas.

AQ

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