Un día fuimos dos
¿Por dónde ha de empezar uno el relato? Por donde más le duele, si es posible. Esas horas de llanto mal tragado que le echaron de bruces a la edad adulta.
Uno escribe siempre contra la muerte.
Rosa Montero, La loca de la casa
Tengo veinte años y a mi mayor aliada tendida en una cama de hospital. Es el día de mi santo, de modo que nos toca ir a comer porque también es santo de mi padre y jamás perdonamos el ritual. Hace ya varios días que mi mamá no duerme con nosotros, desde que Celia salió de la casa entre dos camilleros, habituados a oír sin escuchar las quejas de un paciente adolorido. Entiendo que es el fin y soy cobarde. Sé que Celia no volverá a la casa, pero finjo ante el mundo que no me he dado cuenta porque ella todavía me llama “niño” y yo he encontrado asilo en su candor. Alguna vez me dijo que no quería morirse en nuestra casa, para ahorrarme la pena y la impresión, y ahora que estoy delante de esta cama no encuentro qué decirle, ni sé si podrá oírme, de lo enferma que está. Cuando llega el momento de irnos a comer, la tomo de una mano y siento su respuesta. La aprieto ya, me aprieta, y es como si nos diéramos un abrazo secreto porque los dos sabemos que estamos despidiéndonos y entiendo sus palabras sin palabras, ya me voy, muchachito, pórtate bien y acuérdate de mí. Ella, que siempre me lo perdonó todo, me está diciendo con este apretón que otra vez me perdona por no estar a la altura del momento y correr a esconderme de su adiós. Por una vez me dice, nos decimos, sin que nos hagan falta las palabras, cuán importantes somos en la vida del otro, por más que yo sea un nieto sacatón y me esmere en negar el abismo que está a punto de abrirse.
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Alguien dentro de mí quiere que esto suceda de una vez, con tal de no tener el tiempo suficiente para asumir entera la aflicción. Me niego a ver el miedo, el desamparo, la nada que se acerca, y entonces me comporto como si el hombre lobo no estuviera asomado a la ventana de mi cuarto de niño. Me digo que ya es hora de mostrar la madurez que jamás he tenido, que estas cosas suceden todo el tiempo y ya Celia me dio lo que podía darme, pero no profundizo para no echar por tierra un autoengaño que en los próximos días me hará sentir tan fuerte como ingrato. Me gustaría desear que se mejore, pero me he abandonado a un derrotismo que de alguna manera me consuela, o mejor: me anestesia. Voy y vengo con el humor de siempre, traigo la música a todo meter y busco a mis amigos por teléfono con la frecuencia de todos los días. Hay tantas cosas nuevas en mi vida reciente que no me queda tiempo para poner en duda el porvenir glorioso que según yo me espera, porque hace ya dos meses que soy coordinador de un suplemento cultural y de aquí a unas semanas empezaré a estudiar una nueva carrera.
Esto último, por cierto, sólo Celia lo sabe, pues nadie más se cree ese disparate de que espero algún día vivir de hacer novelas. ¿Quién más, si no mi abuela, sería capaz de permitirse el lujo de entusiasmarse con semejante proyecto, cuyos primeros trámites han consistido en botar la carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública? Nada más de nombrarla me acalambro. Después de un par de años de resignarme a medias a un futuro que al fin encuentro inaceptable, preferiría ir a dar a un hospital psiquiátrico antes que formar parte de un partido político. Ahora sólo me falta figurarme cómo le voy a hacer para evitarme el drama familiar. ¿No dije acaso que soy un cobarde? ¿Y qué tal si empezara por las buenas noticias? “¿Qué les parece que a partir de enero voy a ser yo quien pague mi colegiatura?”
Es viernes, muy temprano, y ya suena el teléfono. Mi papá debe de estar en el baño, pero antes saldrá él enjabonado a que yo deje de hacerme el dormido. ¿Quién, que no sea mi madre con las peores noticias, va a llamar a la casa a estas malditas horas? Por supuesto, es la peor de las noticias, y mi padre-tocayo no la disimula. Me quedo tieso, helado, hueco, impávido. No abro los ojos para no tener que ir hasta el teléfono y decirle no sé qué cosa a Alicia, hija de Celia y hermana de Alfredo: mi mamá, que a partir de este día y a lo largo de demasiados meses llorará como niña desamparada. Nadie que yo conozca sabe entregarse como ella al dolor, mientras que yo lo niego y ando por ahí chiflando canciones pegajosas, igual que un carterista principiante. Oigo venir los pasos de Xavier y abrigo la esperanza inoperante de que espere a más tarde para “despertarme”.
—Tu mamita se acaba de morir —me lo suelta de lejos, sin dar un paso dentro de la recámara, y yo sólo sepulto la jeta en la almohada, escupo unos murmullos ininteligibles, me revuelvo debajo de las sábanas porque no me imagino qué debería hacer y por más que me esfuerzo no consigo llorar. ¿Y cómo, si he logrado convencerme de que no es a mí a quien le pasa esto?
Vista así, desde afuera, la muerte de mi abuela parecería un mensaje de los tiempos. Tengo al fin un trabajo y una nueva carrera, nada va a ser igual de aquí al próximo mes. Pienso en eso a intervalos, en el camino de la casa al hospital, mientras mantengo viva una conversación insulsa con Xavier. No sé por qué me esfuerzo en que parezca que éste es un día como cualquier otro y me siento perfectamente bien. O tal vez sí lo sepa: no soporto la compasión de nadie. Prefiero que me odien a que me tengan lástima y estoy haciendo todo lo que puedo por no tenérmela en estos momentos. Nada que sea muy fácil, una vez que la he visto tendida en la camilla y me he negado a descubrirle la cara. Nunca quiso que yo la viera muerta y tampoco yo quiero recordarla así. Tanto que se arreglaba, dudo que me dejara mirarla en esa facha.
Mi mamá sí que llora. No solamente acaba de perder a su madre, también le tocó ver a los médicos salir del cuarto y abandonar su cuerpo sin molestarse al menos en recomponer su última postura. La orfandad de mi madre se inaugura delante del cadáver de la suya, cuya cabeza cuelga de la orilla derecha de la cama. No deja de contarlo, tiene el espanto impreso en la mirada y un dolor que no logro compartir porque estoy ocupado en demostrar que no me pasa nada. Si pudiera, estaría de regreso en la casa. Solo, de preferencia, con la música puesta. Intuyo que lo saben y por eso deciden que sea yo quien vaya a casa de mi Celita y le traiga un vestido color negro. Uno muy elegante, ilustra Alicia, búscalo en el armario de la recámara.
Al fin solo, enciendo el autoestéreo y echo dentro el cassette que sin mucho pensarlo supe que me hacía falta. Eberhard Schoener, Video Magic. Si estuviera escribiendo uno de mis artículos para el suplemento diría que es un idilio romántico-electrónico, salpicado de dulces tonalidades tétrico-vampíricas que elevan el espíritu aun en casos de grave frigidez, pero yo sé que es música de funeral. Llego al departamento de mi abuela, le doy vuelta a la llave y la puerta no se deja empujar. Algo la está trabando desde el piso. Empujo con más fuerza y logro abrirme paso por la rendija que he podido agrandar unas cuantas pulgadas. Miro entonces al suelo, todavía sin prender la luz del hall, y descubro una alfombra de periódicos bloqueando el movimiento de la puerta. “Ya no los va a leer”, me repito, atontado, y esa pura certeza me encoge las entrañas. A veces lo que duele no es lo que sucedió, sino lo que ya no va a suceder, y de eso está repleto este departamento. El único lugar en el planeta donde yo, cuando niño, era invencible. Mi reino desde siempre. El comedor, la sala, las jaulas de los pájaros (hace ya años sin pájaros), la cómoda en cuyo primer cajón guardaba la baraja española, el parkasé, la tabla que de un lado era La Oca y del otro Serpientes y Escaleras. Llego hasta la recámara dando pasos de autómata y me siento en el lado derecho de la cama, junto al buró, que es donde ella dormía. Prendo la lámpara, miro hacia el tocador y salta mi retrato, escoltado por dos muñecas de porcelana. Nada más despertar, se topaba de frente conmigo cada día. ¿Adónde se va el orden de las cosas, una vez que se ha ido quien las ordenaba? ¿Qué sentido ya tiene que una figura esté aquí y dos más allá, quién sabría explicarme por qué estos frascos estaban afuera y esos otros guardados en el cajón, a quién le importa ahora que ella fuera la dueña de todas estas cosas que acaban de perder su lugar en el mundo? ¿Me habría imaginado mi Celita, mi Mana, mi Mamita, llorando como un huérfano junto a su buró? ¿Alguien sabe la cantidad de duendes que se me están muriendo aquí y ahora, los cientos de secretos que compartí con ella en este cuarto, las historias, las risas, el privilegio de mirar al mundo desde una inmensa cima donde ningún peligro podría haberme alcanzado? “No te tardes”, me han dicho allá en el hospital, pero me quedan varias lágrimas más y no pienso guardármelas, no ahora. Las muñecas, las fotos, la lámpara, el cajón, todos estos objetos que mi Celia ya nunca volverá a tocar, ¿quién va a llorar por ellos si me voy?
Me digo que me espera un día espantoso, pero regreso al coche y siento que la máscara recobra su dureza. Para mejor probármelo, seré yo quien avise a parientes y amigos, de modo que estaré colgado del teléfono en las horas que vienen. En lugar de informarles que Celia se murió, hablaré de complicaciones médicas y concluiré que “ya no se pudo hacer nada”, sin siquiera un amago de nudo en la garganta, llegada la noche procuraré escaparme al carro cuanto pueda, encender el estéreo y oír la voz de Sting cuando aún no era famoso y trabajaba al lado de Andy Summers, acólitos los dos de Eberhard Schoener. “Rézale a mi mamá”, suplica Alicia, que nunca escucha música cuando está así de triste, pero a mí eso se me da tan poco que mañana, en la misa de cuerpo presente, no habrá quien me convenza de comulgar.
—¿Ni por ella? —me orillará Xavier, con la vista en la caja.
—¿Ser hipócrita? Claro que ni por ella —me entercaré, jugando al tipo duro.
Necesito estar solo. Me canso de poner esta cara de business-as-usual y tener que lidiar con tanta gente amable, comprensiva y católica que haría mejor largándose a la mierda. Por lo pronto, aprovecho para informar a Alicia y a Xavier, que están por un momento solos en un rincón, que Celia y yo teníamos un secreto. Mucha astucia, la mía. Tendría que darme un poco de vergüenza venir a aprovecharme de estas horas tan negras para soltar la sopa de la nueva carrera. “Una buena noticia y una mala”, les ofrecí y empecé por la buena. A partir del mes que entra, yo pago mis estudios. La otra noticia es que me cambio de carrera. No quiero ser político, decidí estudiar Letras. Puesto en otras palabras, desde enero me voy a mandar solo. “Mamita lo sabía”, les recalco, y lo aceptan con tanta mansedumbre que de vuelta me siento un abusivo. Necesito salir, digo que voy al baño y me esfumo hasta el coche. Me hace falta mi música de funeral. Volver a hablar con ella, sin rezos ni sollozos. Regresar a esas madrugadas largas, tenderme al lado izquierdo de la cama y escuchar otra de esas historias que Celia me contaba cada viernes, como si desde entonces supiera cuál sería mi vocación y abriera el cofre lleno de mi herencia.
—Celita… —le confieso, sin más testigo que la voz cantante—, lo logramos. Voy a ser novelista.
G.O.