Hoy se procura que los nombres viajen libremente de una lengua a otra. Si en libros de otra generación encontramos a Guillermo Shakespeare o Renato Descartes, hoy preferimos llamarles William y René. El antiguo Leonardo de Vinci, pasó a Leonardo da Vinci, con la pronunciación italiana; lo mismo ocurrió a Juan Bocacio. Ahora Tolstói se llama Lev y no León. Gogol dejó de ser Nicolás y Pushkin ya no se llama Alejandro.
No ocurre esto con otros personajes clásicos, como Miguel Ángel o Martín Lutero o Tomás Moro o buena parte de los reyes y papas que españolizamos. Enrique VIII, Juan XXIII, Isabel II.
Los nombres bíblicos pasan por una curiosa mutación. Aquel Iákobos en el original griego pasa a ser Santiago en español, Jaume en catalán, James en inglés y Jacques en francés. Jesús, o sea Yeshua, le llamó Cefas a Simón, a quien llamamos Pedro.
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En los bonitos nombres latinos se muda la terminación “us” para convertirla en “o”. Así el imperial Marcus Aurelius se vuelve un plebeyo Marco Aurelio; el imponente Lucius Septimius Severus, pasa a ser un ordinario Lucio Septimio Severo.
Entre los brasileños he hallado mejor inclinación por preservar ciertos nombres clásicos. Tenemos al escritor Euclides da Cunha, al compositor Marcus Vinicius de Moraes, a los futbolistas Amaury Epaminondas y Sócrates.
Para completar la tercia de grandes filósofos griegos, tenemos en México a Platón Sánchez y Aristóteles Sandoval; pero otros pensadores no han sido tan nominadores, como Tales, Pitágoras, Demócrito, Anaxímenes, Empédocles, Teofrasto o Epicuro.
La antigua cultura griega ofreció muchos nombres. Algunos han sido mejor aceptados. Entre los guerreros de la Ilíada, el más popular es Héctor, muy por encima de Aquiles. Áyax sirvió para un equipo de futbol y un detergente. Elena prosperó entre las mujeres más que Hécuba o Andrómaca.
Hay en cambio nombres históricos y muy bellos venidos del mundo griego que no han servido para bautizar niños. Estrombíquides, por ejemplo. O Androclidas o Cefisódoto. Alguno pudo servir para nombrar un aparato de comunicación, como Tisífono; o al amante perfecto, como Pitodoro.
La pareja que esté pensando en un nombre para su hijo, mejor no consulte el santoral, pues ahí hallará los de siempre. En un índice onomástico de la Grecia clásica hay joyas como: Esfodrias, Diopites, Galaxidoro, Sostrátidas, Leucolófides, Caléscro, Lampróteo, Asclepiódoto, Pirróloco y Ranfias.
Yo me llamo David porque era el nombre más popular en el año en que nací. Preferible hubiese sido el azar. Ahora mismo diseñé un generador de nombres griegos aleatorios. Si mi madre lo hubiese utilizado en 1961, yo me llamaría Euticles. Euticles Toscana. Mucho gusto.
AQ