Dirigido bajo el claro liderazgo de Menni, el eteronef siguió su marcha sin nuevas aventuras hacia su objetivo lejano. Yo ya había conseguido habituarme por completo a las condiciones de ingravidez, y también había vencido las principales dificultades del idioma de los marcianos, cuando Menni nos anunció a todos que ya llevábamos la mitad del camino y que habíamos alcanzado el máximo límite de velocidad, que a partir de ahora disminuiría.
En el momento exacto indicado por Menni, la nave giró rápida y suavemente. La Tierra, que hacía mucho había pasado de ser una gran hoz clara a una pequeña y finalmente diminuta estrella verdosa, pareció moverse de la parte inferior del globo oscuro del firmamento al hemisferio superior, y la estrella roja de Marte, que brillaba radiante sobre nuestras cabezas, se encontraba abajo.
Pasaron todavía decenas y centenares de horas, para que la estrella de Marte se convirtiera en un disco pequeño y claro, y pronto se hicieran visibles los dos pequeños luceros de sus satélites, Deimos y Fobos, inocentes y minúsculos astros, que para nada se merecen estos nombres terribles que en griego significan “horror” y “miedo”. Los circunspectos marcianos se animaron y cada vez llegaban con más frecuencia al observatorio de Enno a contemplar su planeta. Yo también miraba, pero entendía mal lo que veía, a pesar de las pacientes explicaciones de Enno. En realidad allí había mucho de extraño para mí.
Se observaban manchas rojas que resultaron ser bosques y prados, y las más oscuras eran campos preparados para la cosecha. Las ciudades se presentaban en forma de manchas azulinas, y solo el agua y la nieve tenían un matiz claro para mí. El alegre Enno a veces me hacía adivinar lo que yo veía en el campo del telescopio, y mis errores ingenuos lo hacían reír fuerte a él y a Netti; a su vez yo les correspondía con bromas, llamando a su planeta reino de palabras agudas y de colores enmarañados.
Las dimensiones del disco rojo crecían cada vez más, pronto ya superaba en muchas veces el círculo visiblemente disminuido del Sol y era parecido a un mapa astronómico sin inscripciones. La fuerza de gravedad también empezaba a aumentar visiblemente, lo que para mí era en extremo agradable. Deimos y Fobos de puntos claros se convirtieron en minúsculos, pero diáfanos circulitos bien perfilados.
Al cabo de quince o veinte horas ya Marte estaba muy cerca, como un globo plano desplegado bajo nosotros, y podía ver con mis propios ojos más de lo que conocía de las cartas astronómicas de nuestros científicos. El disco de Deimos se deslizaba sobre dicho mapa circular, pero Fobos no era visible para nosotros porque se encontraba ahora al otro lado del planeta.
Todos daban muestras de alegría a mi alrededor, solo yo no podía superar una cierta expectativa de preocupación e inquietud.
Más cerca cada vez, más cerca... Nadie era capaz de ocuparse de otra cosa, que de mirar hacia abajo, donde se desplegaba otro mundo, para ellos natal, para mí lleno de misterio y enigmas. Solo Menni no estaba con nosotros, permanecía al cuidado de la nave: las últimas horas del viaje eran las más peligrosas, y debía comprobar la distancia y regular la velocidad de la nave.
¿Por qué sería que yo, Colón inesperado de este mundo, no sentía ni alegría, ni orgullo, ni incluso aquella calma, que debería traer el avistamiento de tierra firme después de un largo viaje por el océano intangible? Era como si los acontecimientos futuros nublasen ya al presente...
Quedaban solo dos horas. Pronto entraríamos a los límites de la atmósfera. Mi corazón comenzó a latir con ansiedad; yo no pude mirar más y me fui a mi habitación. Netti me acompañó. Comenzó a hablarme, no sobre el presente, sino sobre el pasado, sobre la Tierra lejana, allá arriba en el firmamento.
—Usted deberá volver allá, cuando cumpla su tarea —dijo, y sus palabras sonaron como un delicado recordatorio de que debía comportarme con valor.
Hablamos sobre esa tarea, sobre la necesidad de realizarla y sus dificultades. El tiempo para mí pasaba imperceptible.
Netti miró el cronómetro.
—¡Hemos llegado, vamos con los demás! —dijo.
El eteronef se detuvo, se movieron unas anchas placas metálicas, un aire fresco irrumpió al interior. El cielo limpio se veía verde azuloso, y una multitud de gente estaba alrededor nuestro.
Menni y Sterni salieron primero, cargaban el féretro transparente, donde estaba el cuerpo congelado del compañero muerto: Letta.
Detrás salieron otros. Netti y yo salimos de últimos y juntos, tomados de la mano, caminamos a través de una multitud de miles de personas parecidas a él...
Fragmento publicado con autorización de la UANL y la UACM, coeditoras de Estrella Roja, novela del médico, político y escritor bielorruso Alexandr Bogdánov, traducida por Jorge Bustamante García.
*El título de esta publicación es de la redacción-
G.O.