La cursilería o cursilancia generalmente ha tenido mala prensa entre los intelectuales, pero muchos de ellos, exquisitísimos, extranjerizantes, suelen rendirle culto a lo cursi cuando por ejemplo viene travestido en palabras de otros idiomas y auspicia la práctica de ritos esnobs. Así, aquí en la Ciudad de México, en la Facultad de Filosofía y Letras, en la otrora dizque chic Zona Rosa, en los círculos esnobizantes, etcétera, se pusieron de moda, y de ritual, algunos términos sustitutivos como el inglés camp (pasado de moda y de época, superficial, amanerado: cursi, pues) y el alemán kitsch (amanerado, pretencioso, de mal gusto, baratamente artístico: también cursi, vaya), y aquello que tales voces gabachas o teutonas designaban era a veces adorado muy sinceramente por debajo de una supuesta actitud irónica, o “socapa”, como diría un cursi castizo.
Luego se inventó una palabra “autóctona”: naco, añadida como adjetivo al sustantivo gusto para clasificar a ciertos personajes, ciertas cosas, ciertas características del gusto de las clases bajas o medianas, un gusto frecuentemente considerado como cursilería abominable pero que a veces puede resultar sabroso, y de ahí que algunos de tales intelectuales (por cuales) a veces se paren en una esquina a escuchar la suicidante melodía de un organillero callejero o “cilindrero” (un género de pesadilla sonora), o a comprar el video de alguna película de Juan Orol dedicada a la dulce Madre (la de Orol).
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Pero digamos que todo lo anterior, por mucho que sea entrañable en nombre de la nostalgia (de una nostalgia un tanto fodonga), está en vías de desaparición: ya es cursilería antigua, obsoleta. Habría que empezar a discernir, a calificar, a clasificar la cursilería actual, o el camp actual o el kitsch actual, desde los teléfonos celulares de teclado color magenta o amarillo canario para que los novios ultramodernos se digan dulzuras de un extremo a otro de la misma mesa del Sanborns.
Y es que lo que pasa es que el tiempo pasa (como la ciruela pasa, decía Marco Antonio Montes de Oca), y sucede que algo o alguien que en el principio no era cursi, luego, sobre todo si se ha gastado mucho y ha caído en La Lagunilla del lugar común, deviene barato, fané y decangayado y se cursiliza ipso facto. Recuérdese que Gérard de Nerval decía algo como esto: el primero que a las mejillas femeninas las llamó rosas era un genio; los que han seguido llamándolas así son idiotas (o cursis malos, añadiría quien esto escribe).
También importan los contextos: si usted en la alta noche se asoma a su alta ventana para gritarles a los mariachis que allá bajo celebran el cumpleaños de un vecino o una vecina: “¡Silencio, que están durmiendo los nardos y las azucenas!”, es usted, además de vecino desconsiderado, un deplorable cursi; pero si eso mismo lo oye maravillosamente cantado en un bolero sublime por Omara e Ibrahim, los genios sonoros del Buenavista Social Club, eso acaso es cursi, pero es cursi bonísimo.
ÁSS