Para James Knight y George Szirtes
Y vuestro temor y vuestro pavor será sobre todo animal de la tierra.
Génesis, 9:2
Los animales salen de noche. Abandonan sus escondites cuando la luna es una uña amarillenta presta para arañar el cielo cernido sobre la ciudad que jadea, exhausta, al borde del colapso. Nadie sabe a ciencia cierta qué aspecto tienen, ya que se especializan en cambiar de forma entre las sombras densas de los callejones. Unos dicen que vienen de un zoológico abandonado en una tierra umbría y lejana, sacudida por una ambigua catástrofe que ocurrió en una era de la que ya no quedan registros. Otros dicen que son pesadillas olvidadas, sueños que han ido pudriéndose y tomando la forma de recuerdos que no se concretan y solo dejan un mal sabor de boca al despertar.
A la hora de ir a la cama a los niños se les cuentan historias en que los animales los miran sin parpadear. Inquietos, los pequeños caen dormidos pensando en ojos carmesí que brillan como ascuas de un incendio en un vacío sin fondo donde se enredan formas sin forma. Los ancianos evocan los viejos tiempos en que los animales eran mantenidos a raya.
—Épocas doradas —suspiran—, épocas de armonía, inocencia y paz. Épocas sin la sensación de enemigos que acechan justo a la vuelta de la esquina. Épocas en que hombres y bestias eran capaces de convivir e incluso se comunicaban en un mismo idioma.
Las familias religiosas pintan señales rojas en sus puertas con el arribo del anochecer: creen que los animales podrían ser los auténticos ángeles exterminadores, embozados bajo capas de un pelambre hirsuto. Los indigentes han aprendido a buscar refugio en cuanto la oscuridad comienza a espesarse igual que la brea: los animales, se ha demostrado sin lugar a equivocaciones, suelen alimentarse de ellos hasta dejar únicamente los huesos. El hambre que mueve a los animales nunca se satisface. Su apetito se remonta a varios siglos atrás, mucho antes de que las ciudades nacieran, cuando todo lo que había eran campos calcinados por el sol y estepas infinitas que se extendían hasta un horizonte virgen. Algunos ciudadanos hacen sacrificios para proteger a sus seres queridos: complacen a los animales al cerrar la puerta a sus mascotas, gatos y perros que se quedan maullando y gimoteando en el umbral de sus hogares.
Cuando los animales empiezan a recorrer la ciudad, el alumbrado público parpadea como para negarles visibilidad y un aroma a cosas salvajes, indomables, se alza con la calma de una bruma pestilente. El sonido que producen al salir de sus madrigueras es un gruñido ronco y suave, similar al de una pesada maquinaria antigua. Los artistas callejeros han intentado plasmar incontables veces los rasgos de los animales en los muros de la noche, pero siempre son interrumpidos por el gruñido.
En una ocasión se localizó un montículo de manos mutiladas en una callejuela. Al cabo de una somera investigación, la policía concluyó que pertenecían a personas impulsadas por un coraje ingenuo que habían tratado de acercarse a los animales para acariciarlos y domarlos. Varios mendigos sobrevivientes han testificado que hay alguien que acostumbra acompañar a los animales.
—Algo humano —dicen—, puede ser hombre o mujer. O quizá —añaden mojándose con la lengua los labios resecos— es otro animal. Más grande. Más malo. Más desalmado.
El gruñido se desvanece poco a poco. Las lámparas tartamudean: clic clic clic. La gente sabe que esa es la señal para cerrar puertas y ventanas a piedra y lodo. Cuidado con los animales. Mucho, muchísimo cuidado. Las leyendas urbanas son una realidad insaciable.
Aunque las autoridades han decretado un toque de queda en la ciudad debido a los animales, hay quienes se rehúsan a obedecer. Piensan que todo es una argucia para ejercer mayor control sobre la población. Es la raza de los noctámbulos: prostitutas, alcohólicos, heroinómanos, solitarios en busca de emociones baratas o bien de una compañía que los ilumine. Todos viven y batallan día tras día con su implacable fauna íntima y por ende están habituados a la brutalidad.
El toque de queda inicia a las diez de la noche en punto. Qué fabulosa vista ofrece entonces la gran ciudad, a medida que se vacía como un desierto en preparación de la presencia de los animales.
Los taxistas se hallan entre los noctámbulos que se resisten a acatar el toque de queda. Patrullan la ciudad sin amedrentarse ante la amenaza animal. Integran un clan especialmente incrédulo que intercambia bromas y mofas sobre el miedo de la gente.
—Que vengan los animales —dicen entre las nubes de humo de sus cigarros—, los arrollaremos y los aplastaremos. Pintaremos el asfalto con sus tripas. O por lo menos los transportaremos de regreso al círculo del infierno de donde se escaparon.
Nacido en un pueblo de la Cuba profunda, Rico lleva cinco años conduciendo un taxi pintado de amarillo canario. Su escepticismo con respecto a los animales es imbatible: una pared de acero contra la que chocan todas las supersticiones de las que se entera.
—En mi país —le gusta decir con aire jactancioso— hay diferentes clases de bestias, de esas que se paran en dos pies y ladran órdenes. Nos quieren doblar a todos pero no lo consiguen. Porque nuestros antepasados hablaban cara a cara con los animales en la madrugada.
Cuando le preguntan por su nombre, tuerce los labios en una mueca irónica:
—Por fuera soy pobre —dice—, pero por dentro soy millonario. —Su risa es una rebanada de blancura en medio de su piel achocolatada.
Rico llegó a la ciudad cuando era apenas adolescente y los animales comenzaban a fincar su imperio de terror. Ahora tiene casi treinta años. Vive en un departamento pequeño y atestado de trebejos con su madre enferma y extremadamente fetichista, que jura y perjura haber visto a los animales.
—¿Cómo son, mamacita? —le pregunta Rico, condescendiente.
—Como nosotros —replica ella en un murmullo receloso—, pero un poquito distintos y extraños. Como ilusiones. Como ensueños que arrojan una especie de luz oscura.
La madre de Rico también declara soñar con los animales:
—A veces llegan conmigo —dice— solo para lamerme los dedos con la punta de sus lenguas grandes y hediondas y filosas. Cuando despierto —agrega, extendiendo las manos nudosas— tengo heridas aquí y acá.
Pese a lo que afirma su madre, a quien asegura adorar más que a nada en el mundo, Rico mantiene incólume su escepticismo. En cinco años de conducir su taxi de noche no ha visto a los animales. Ha oído historias, por supuesto, una ingente cantidad de historias. Ha tenido que soportar a pasajeros que refieren encuentros breves pero espeluznantes con figuras que parecen fantasías creadas por una mente trastornada, espectros extraídos del abismo de una imaginación rota. Él se limita a observarlos en silencio por el espejo retrovisor.
Ver para creer, se dice Rico. Y con esa idea en la cabeza deambula a bordo de su auto por las calles desoladas mientras la luna roñosa rasguña el cielo y algunas estrellas dispersas por la negrura hacen pensar en granos de un azúcar espolvoreada sobre un manjar que nadie nunca podrá saborear.
Es una noche particularmente húmeda cuando Rico cae en cuenta de que se le ha acabado el tabaco.
—Coño —rezonga, y golpea el volante con la palma de la mano.
Los relojes marcan las once en punto: hace una hora que el toque de queda se implantó y la ciudad semeja un libro herméticamente cerrado.
Pese a las diversas protestas ciudadanas, el toque de queda sigue moviendo al déjà vu: sirenas estridentes, como de bombardeo aéreo, que erizan el vello del cuerpo. Cuando comenzaron los ataques de los animales, y en cuanto escuchaban las sirenas, los ancianos miraban aterrados el cielo en busca de aviones de guerra. Ahora, sin embargo, el único cielo que en verdad interesa a Rico es el que aparece dibujado sobre el desierto que domina la imagen de la cajetilla vacía de cigarros que arroja al suelo del taxi con enojo y frustración.
Entre los noctámbulos que repudian el toque de queda también hay vendedores que mantienen abiertos sus establecimientos. Uno de esos vendedores es un migrante haitiano con quien Rico ha hecho buenas migas, un hombre con el rostro convertido en una suerte de mapa estelar debido al acné.
Ansioso por sentir la mordedura del humo en el pecho, Rico apunta su vehículo hacia el negocio de Christophe mientras el verano tiembla igual que una membrana. En la soledad urbana estallan de vez en vez risotadas que estremecen el aire. Noche y locura, se sabe, han sido desde la antigüedad los mejores amantes.
Rico ve su taxi como un cuchillo que cruza el vapor de las alcantarillas. Bajo la ciudad, piensa, siempre hay algo que hierve. El establecimiento de Christophe, por su parte, es un navajazo de neón verde en el telón nocturno. Rico suelta un suspiro prolongado. “Licores”, reza el anuncio en el que tres letras titubean a punto de apagarse, como si no estuvieran enteramente seguras de lo que publicitan. El titubeo se extiende a las luces de la estación de metro cercana al establecimiento: clic clic clic.
Rico detiene el auto frente a la licorería. Baja y va a la puerta de cristal curiosamente cerrada. Lo aturde el zumbido de abejorro enloquecido del neón. El golpeteo de una moneda de cincuenta centavos en el vidrio secunda el llamado a Christophe. El silencio es la respuesta.
Enfadado, Rico pega la cara al cristal y otea el interior del negocio. Tarda unos cuantos segundos en reconocer en el piso el reguero de sangre, que luce escandalosamente roja contra los mosaicos blancos: señal de que la violencia se acaba de consumar o se está consumando.
Rico advierte un sabor metálico que le inunda de golpe el paladar: el miedo, se dice, parece venir siempre de una fuente inorgánica. Con el corazón galopante, busca un mejor ángulo de visión hacia dentro de la licorería. El reguero de sangre, descubre, es inmenso. Coño, piensa, pero cuánto líquido corre por las venas. El rastro carmesí dobla a la izquierda y desaparece tras un anaquel. Algo llama la atención en el punto donde el rastro se tuerce: unos dedos agarrotados. Una mano que intenta asirse con desesperación a la vida.
Rico modifica su posición y aguza la vista. La mano está unida a un antebrazo mutilado: el antebrazo moreno de Christophe con un burdo tatuaje carcelario. Atrás, muy atrás de sus propios latidos que lo aturden, Rico comienza a captar un rumor inquietante. Sonido de masticación.
Algo se está alimentando de Christophe entre las estanterías llenas de botellas que brillan con colores ligeramente malévolos. La incredulidad marea a Rico, que recuerda la voz de su madre: “Los animales son como nosotros pero un poquito distintos y extraños. Como ilusiones”.
Las lámparas fluorescentes que iluminan el interior de la licorería se lanzan a parpadear, vacilantes: clic clic clic. La luz también percibe la amenaza. El sonido de masticación se interrumpe con brusquedad. En el silencio que sobreviene se escuchan unas palabras débiles, cuyo sentido en un principio se pierde como una voluta de niebla entre el miedo. Pero luego se oye con claridad:
—Ayuda. Ayuda.
Rico siente un escalofrío al identificar la voz de Christophe. Instintivamente empuja la puerta de la licorería, que no cede a su hombro.
—Ayuda. Ayuda.
Repentinamente, la petición de auxilio es ahogada por otra voz:
—No hay ayuda. No hay nada. No hay nadie. Solo hay hambre. Hambre y carne.
No se alcanza a distinguir si la segunda voz es de hombre o mujer: solo se discierne una ira profunda, perfecta, ancestral.
—Ayuda —insiste Christophe con un hilo sonoro que es cortado violentamente por un rugido al que sigue un sobrecogedor crujir de huesos.
Mientras el ruido húmedo de la masticación se reanuda, la voz asexuada se oye de nuevo:
—Solo hay hambre —dice—, tenemos hambre. Mucha hambre.
El miedo se ha trasladado al estómago de Rico en forma de un vacío caliente. La moneda de cincuenta centavos cae despacio de su mano. Bajo la cúpula de quietud depositada sobre la calle desierta, el tintineo de la moneda al golpear la acera resulta atronador.
Rico da un respingo que lo hace chocar contra la puerta de la licorería.
—Coño —musita—, coño hijoeputa.
El cristal resuena y se sacude. Dos cosas ocurren simultáneamente. Aguzados al máximo por el temor, los sentidos del taxista las captan con precisión sobrecogedora. Dentro de la licorería se escuchan cuchicheos y gruñidos que rematan en la sombra que se alarga, imponente y súbita, sobre la sangre de Christophe. Un grito estalla en la noche, proveniente de la estación de metro cuyas luces parpadean al otro lado de la calle:
—Ayuda.
Por un instante Rico cree que se trata otra vez de Christophe, pero pronto se corrige: esta voz es juvenil, femenina. E igualmente femenina parece ser la sombra que está a punto de doblar hacia el pasillo que lleva a la entrada de la licorería. Rico no se demora un segundo más. Se precipita hacia su vehículo, abre la portezuela de un tirón y ocupa su asiento entre jadeos.
—Por favor, ayúdame. Por favor. —El ruego frena los dedos torpes del taxista, que ya han colocado la llave en el contacto del automóvil.
Entre el parpadeo ahora frenético del alumbrado de la estación, Rico logra identificar la silueta de una muchacha delgada. El motor del taxi se enciende con un fragor que fractura el silencio en pequeños pedazos. Rico se asoma por la ventanilla:
—Acá —grita—, ven acá.
Mientras la muchacha se abalanza para cruzar la calle, una especie de aullido que surge de la licorería estremece a Rico. En el aullido la rabia se entremezcla con un elemento más recóndito, más oscuro: una sed de venganza que no conoce límites, abismal como fosa marina.
Por el rabillo del ojo Rico distingue movimiento en la entrada de la estación de metro: un derrame de sombras desaforadas hacia la calle. Hay un forcejeo en la puerta trasera del taxi. Rico desactiva los seguros para que la muchacha se arroje sobre el asiento con un bufido. Un lacerante aroma sexual, de bestia en celo, se derrama incontenible por el interior del auto. Rico siente que le escuecen los párpados.
—Vámonos de aquí, vámonos ya, vámonos, vámonos. —En la voz enronquecida de la muchacha hay más orden que ruego. Aturdido, Rico obedece.
Como cimbrada por el rechinar de las llantas del taxi, la puerta de la licorería revienta en una galaxia de navajas traslúcidas. Sin pensar momentáneamente en nada más, Rico pisa el acelerador a fondo. El auto es una bala amarilla disparada justo al corazón de la noche.
Una agitación desvía la vista de Rico hacia el espejo retrovisor. Algo persigue el taxi. Algo o alguien veloz. Y decidido. Y completamente deforme.
—Sujétate bien —masculla el chofer sin saber si se dirige a la muchacha agazapada en el asiento trasero o más bien a él mismo.
El auto gira con brusquedad en la primera calle transversal. Sentido contrario. Sin prestar atención, Rico acelera otra vez. Los vehículos estacionados a ambos lados de la calle semejan curiosos animales en hibernación. Rico ve, nervioso, cómo se acerca otra transversal. Nuevo giro violento, nuevo rechinar de llantas, nuevo golpe del hombro contra la portezuela. Esta calle es del sentido correcto. Los espejos muestran solo el serpenteo de la noche entre los edificios que van quedando atrás. Una gota de sudor quema un ojo de Rico, que pestañea.
Otro giro en una calle débilmente iluminada por la que se acelera comienza a normalizar la respiración.
—Coño —farfulla Rico—, ¿estás bien?
En respuesta hay una intensificación del aroma feral que reina dentro del taxi. Una mirada gris brota como flor cautelosa en el retrovisor.
AQ