Rostro y cautiverio

Opinión | Los paisajes invisibles

Hoy que la mascarilla es parte del atuendo, vale la pena pensar la condición que ha adquirido la apariencia: ya no hay feos ni atractivos, sólo seres embozados.

Olivia Hainaut, diseñadora belga de joyería, porta una mascarilla decorada con gemas. (Foto: Francois Lenoir | Reuters)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

A fuerza de usar cubrebocas, me ha dado por recordar a Benjamin Tholon, el antihéroe de la novela Los ladrones de belleza, de Pascal Bruckner, cuyo distintivo eran un gorro y una mascarilla que nunca se quitaba, como si con ellos encubriera la huella de un accidente o una deformidad.

En la época en que transcurre la novela (apenas al final del siglo XX), cuando no era imperioso resguardar nariz y boca, semejante accesorio señalaba una extravagancia propia de monstruos o dementes, así pensaba Mathilde Ayachi, la psiquiatra del Hospital Dieu, adonde Tholon acudía para contarle una historia disparatada en la que tres individuos se dedicaban a raptar beldades en París para extirparles la hermosura en una mansión de las afueras, un relato aterrador por raro e inverosímil (no las desfiguraban ni las asesinaban, sino que las recluían en oscuros calabozos donde a falta de miradas se marchitaban irremisiblemente) pero lejano a la auténtica razón por la que siempre llevaba mascarilla: contrario a lo que intuía la joven terapeuta, Benjamin Tholon ocultaba la mitad de su semblante para que no lo descifraran pues “un rostro puede ofrecer perspectivas insospechadas al observador que sepa leerlo”.

El personaje de Pascal Bruckner, un individuo insulso que no tenía ningún estrago físico salvo la decrepitud que acusa el tiempo, se sentía seguro con el cubrebocas porque aparte de velar su lado oscuro (que no era maldad sino la marca inconfundible del cobarde, el mediocre, el fanfarrón), le permitía abandonar la cara y su aburrido cautiverio.

“Hay personas que viven demasiado pronto su rostro, se encierran en él y no vuelven a salir”, dice Francesca Steiner, otro de los personajes clave de Los ladrones de belleza, y hoy que la mascarilla es parte integral de los atuendos, valdría la pena meditar en la inquietante condición que ha adquirido la apariencia.

El cubrebocas, en efecto, nos resguarda de intercambios indeseables entre personas y medio ambiente (partículas de saliva u otros fluidos, sahumerios bucales, unos cuantos alérgenos de temporada), y nos dispensa de mantener ciertos protocolos de intemperie, como afeitarse o usar lápiz labial, sonreír a quien no se quiere hacerlo o cuidar de que nos vean hablando solos. También sirve para difuminarse puesto que, a la distancia, nadie es alguien sino simplemente uno o una con mascarilla; la uniformidad que establece el cubrebocas es, al fin, una especie de democracia del aspecto: ya no hay feos ni atractivos, sólo seres embozados.

Y es que, si al principio de la pandemia, cuando la noción de que la mascarilla es auxiliar en el freno de los contagios y muchos optamos por usarla a pesar de que desde el púlpito del poder se decretó su ineficacia, la curiosidad por esclarecer lo que había debajo de las telas fue un impulso irresistible, ahora comienza a perderse el interés por ensamblar imaginariamente una fisonomía. El cubrebocas, como escudo ante lo irrespirable o complemento entre el exterior y las aberturas más sensibles de la cara, quizá podría expoliarnos el apego al semblante propio.

“Nuestro rostro se nos va de las manos; cuando lo olvidamos, de pronto surge como una aurora; cuando creemos tenerlo controlado, se contrae, se arruga”, medita la psiquiatra Mathilde Ayachi mientras aguarda en su consultorio a Benjamin Tholon, el hombre con gorro y mascarilla que, como muchos de nosotros, se libró (o desperdició, según como se vea) de la responsabilidad de sus facciones.

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