Los libros de la buena memoria

Marca de fuego

A veces llegamos a la lectura de la manera más inesperada.

"No entré a la lectura por una puerta honorable ni reputada", escribe el autor de este texto. (Imagen generada con DALL E)
Ricardo Sigala
Ciudad de México /

Tal vez le confiaré

que eras el vestigio del futuro.

Luis Alberto Spinetta

I

Estoy en un encuentro de escritores. La dinámica es la siguiente: cada participante lee un breve texto de creación y, además, cuenta cómo se inició en el mundo de la escritura y de la lectura. Todos tuvieron infancias que los proveyeron de libros, fueron niños lectores porque sus padres lo eran, sus hermanos, algún pariente o amigo. Mi caso es distinto. Crecí en una casa en la que no había libros. A diferencia de la mayoría de mis amigos y conocidos que escriben o enseñan literatura o que simplemente son lectores, en mi infancia no los hubo, ni los libros ni los lectores. No hubo nada parecido al culto del libro ni de la lectura. Esos hallazgos vendrían en la adolescencia, de manera azarosa, circunstancial.

Sin embargo, el acto más puro de leer me llegó muy pronto. Debo decir de leer y escribir, porque vinieron juntos. No sé si lo recuerdo porque mi madre lo contaba divertida en aquellos remotos años o si mi memoria del acontecimiento ha estado ahí desde siempre. Lo escribo hoy por primera vez.

II

Corre 1973, yo tengo 4 años. Vivimos en el barrio de El Retiro en Guadalajara, justo en la frontera con la colonia Alcalde Barranquitas, la calle es Sevilla, el número 1065, entre Ruperto Maldonado y Gonzalo Curiel. Los tiempos no son buenos, somos cuatro hermanos y el mayor tiene 6 años. Mis padres son jóvenes y no tienen solvencia económica, así que mi madre contribuye al ingreso familiar, ella trabaja desde casa en todo lo que se puede. La recuerdo vendiendo diversos productos por catálogo; también hace flores de papel, las encera, después diseña creativos arreglos florales y los vende entre los vecinos y los parientes. La recuerdo en el ramo del calzado: como pespuntadora, forradora de plantas y tacones, adornando zapatos. Mientras mi madre trabaja yo hago mi vida de infante a nivel del suelo. Juego en el piso a lo que juegan los niños de entonces, a cualquier cosa, con lo primero que se encuentra a la mano, no es la época de tener juguetes, ni las condiciones familiares lo favorecen.

Mi terreno de acción es inferior, no alcanzo aún el metro de estatura y ese es mi reino. La anécdota se centra en una de esas tardes en que yo juego en el suelo a los pies de mi madre, mientras ella trabajaba en casa haciendo encomiendas de alguna pequeña fábrica de zapatos del barrio. Ella cose cortes de calzado, lo que se llama pespuntar. Suelo estar junto a sus pies, mientras ella pedalea la máquina de coser. Ella ensimismada en su labor, yo en la mía. En alguno de esos momentos exclamo:

     —¡Mamá, ya sé escribir!

Mi madre seguro sigue en sus menesteres y no le da importancia al despropósito, es probable que ni siquiera hubiera escuchado, ensimismada en su labor. Piensa en la precisión de la costura y en el ensamble exacto de los cortes, unidos en el canto previamente rebajado, quizás se centra en el doblez que estiliza las junturas o el borde del zapato. Es probable que pensara solamente en las urgencias económicas. No tiene oídos para el pequeño que vuelve a alzar la voz en demanda de atención.

     —¡Mira, mamá, ya sé escribir!

Por fin el rostro se dirige al niño, quiero imaginar que sonríe, que sabe dividirse entre las tareas por la subsistencia y las de la atención materna.

     —Cómo que sabes escribir, si todavía no vas a la escuela.

     —De veras, ya sé escribir, mira —y levanto ante mis ojos un trozo de papel, mientras leo marcando las sílabas.

     —Aquí dice “la-va-do-ra”, y acá “má-qui-na de co-ser” —y enseguida le extiendo el trabajado papel.

Cuando lo toma y lo lee, la sonrisa de mi madre se convierte en carcajada. Yo no entiendo la razón de esa risa. Yo había estado ensayando esas letras durante mucho tiempo, una y otra vez había escrito con trazo tembloroso, indeciso, inexperto, había pasado una buena cantidad de tiempo sentado en el suelo frente a la lavadora, primero, y frente a la máquina de coser, después, pero estaba seguro de que había logrado escribir las palabras correctamente. El papel tenía escrito las palabras: “Hoover” y “Singer”.

III

Muchos años después entendí que esta anécdota estaba relacionada muy claramente con mi iniciación y mi práctica de la lectura y de la escritura, que sucedió por cierto ya entrada la adolescencia.

Yo tenía 11 años, estudiaba en una secundaria en el extremo sur de la ciudad y mi vida seguía sucediendo muy cerca del suelo. Hasta entonces mi literatura había sido la música popular, las historias de los viejos en la cotidiana costumbre del alcohol, el albur y las rutas heroicas de realización a las que aspiraban los jóvenes en los barrios pobres de aquellas épocas: ser boxeador o futbolista profesional. Pero algo ocurrió en esos años de la adolescencia temprana: la aparición del rock, pero una modalidad distinta del rock que aún escuchaban con nostalgia nuestros padres y seguía apareciendo en las películas de la televisión; era un rock and roll que se conectaba mejor con la sonoridad de su nombre, nada que ver con la época del rock de Televisa y compañía.

Alguien había puesto un casete en una grabadora —sí, los jóvenes de principios de los ochenta llevaban grabadoras de pilas a la escuela—, y sonó un ritmo contundente, una voz provocativamente rasposa que decía frases como:

Si ya estás cansado de ir a la escuela
y tienes problemas por no tener cartilla,
olvídate de todo por un momento y que viva el rock and roll.

También:

Si tienes ganas de hacerte guerrillero
porque el sindicato se queda con tu dinero…

O bien:

Tengo que vagar por la gran ciudad,
la gente se espanta al verme pasar.
Tengo que rodar y rodar y rodar y rodar,
no tengo conciencia ni tengo edad.

Escuchar esa música y esas palabras me hizo ver el mundo de otra forma, como cuando uno se enamora y anda ligero por el mundo, como cuando el telón de la realidad se abre ante los ojos. De ahí pasé, muy pronto, al rock en inglés: The Doors, Led Zeppelin, Janis Joplin, The Rolling Stones. Por supuesto que yo no entendía las letras, sin embargo, estaba seguro de comprender el sentido de esas canciones: su vocación de rebeldía, su condición contestataria, su reivindicación de la cultura juvenil frente a las rancias generaciones anteriores y, sobre todo, la conformación de una identidad, que, efervescente, se manifestaba en mí. Esas canciones en una lengua extraña eran palabras como Hoover o Singer que mi ignorancia del idioma no me impedía decodificar. Esas canciones se estaban convirtiendo en mi literatura.

IV

Por esos días, la mañana del 9 de diciembre de 1980, una noticia corrió como pólvora, la noche anterior había muerto asesinado John Lennon. En la secundaria fue el principal tema de conversación, aunque la mayoría escuchaba este nombre por primera vez. Por la noche, en 24 horas, el noticiero de la televisión, se habló del tema, mientras mis parientes decían cosas del estilo: “se lo merecía, era un drogadicto”, “era ateo, lo castigó Dios”, “un comunista nunca acaba bien”, “eso le pasa a los hippies, por huevones”, entre otras joyas prejuiciosas. Yo seguía la transmisión en la que Jacobo Zabludovsky continuaba hablando del exbeatle, y en algún momento sonó Imagine, la emblemática canción de Lennon, entonces el periodista leyó una traducción de la letra, que al mismo tiempo aparecía en la pantalla:

Imagina que no hay paraíso,
es fácil si lo intentas.
No hay infierno debajo nuestro,
arriba nuestro, solo cielo.
(...)
Imagina que no hay países,
no es difícil hacerlo.
Nada por lo cual matar o morir,
y tampoco ninguna religión.
Imagina a toda la gente
viviendo la vida en paz.

Esa noche lloré, yo que no sabía lo que era llorar la muerte de nadie, pariente o amigo, yo vivía en esa felicidad en la que nadie ha muerto aún, lloré esa noche y las que le siguieron. Durante mucho tiempo pensé que ese había sido mi primer duelo, y nunca dejó de sorprenderme ese hecho. Tuvieron que pasar muchos años para poder comprender que lo que en realidad me había pasado esa vez era que había recibido el golpe de la belleza, un golpe que redirigió mi vida de manera definitiva.

V

Han pasado tres o cuatro años, no estoy muy seguro. Ya soy estudiante de preparatoria y es fin de año. He caído enfermo, paso varios días en cama y un amigo del barrio me presta un libro para que pueda hacer más llevadera la convalecencia; se trata de Nadie sale vivo de aquí de Danny Sugerman y Jerry Hopkins, una biografía de Jim Morrison.

Fue el segundo libro que leí en mi vida y fue el que me la cambió, porque a partir de ese momento los libros formaron parte de mi ritual cotidiano de existencia. Desde entonces no ha habido un día en que los libros no estén presentes.

Yo sabía que Jim Morrison había sido el cantante de The Doors, y por ese libro supe que además era el letrista de la banda, que era lector de literatura y de filosofía, y que, por si fuera poco, había publicado libros de poesía. Él era también el artífice del nombre del grupo: The Doors era una referencia a un verso de Las bodas del cielo y el infierno de William Blake, que también había sido usado por Aldous Huxley para nombrar su libro Las puertas de la percepción, en el que registraba su experiencia en el consumo de alucinógenos. El verso de Blake dice: “Si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al hombre como es, infinito”. El libro abrió la primera de una serie infinita de puertas, es decir, de libros, de ideas, de cosmovisiones, de constantes etcéteras.

Jim Morrison se declaraba heredero de autores como Arthur Rimbaud y Friedrich Nietzsche, y había sido un lector incesante: los nombres de Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Aldous Huxley, Wallace Stevens y Louis Ferdinand Céline, constituyen la base de su formación y representan importantes influencias en su obra. Morrison también fue un conocedor de dramaturgos clásicos, además de que realizó estudios de cine.

Lo que sucedió entonces es que comencé a buscar los libros de esos autores, que me fueron llevando a otros y a otros. Gracias a Jim Morrison yo arribé a los poetas malditos, a la generación beat, a la filosofía existencialista, pero también a los músicos poetas como Leonard Cohen y Bob Dylan, quien en 2016 obtuvo el Premio Nobel de Literatura, como un guiño del destino para la historia que cuento.

De alguna manera mis lecturas llegaron a Fernado Pessoa y Fernando del Paso, más tarde a Jorge Luis Borges e Italo Calvino, esos fueron mis verdaderos autores, sus obras materializaron para mí muchas de las metáforas que se aplican al libro: fueron tabla de salvación, extensión de la memoria y la imaginación, la nave del conocimiento, remanso, evasión, conocimiento, viaje, consuelo. Sus obras fueron mis grandes acontecimientos de lectura, pero esa no es la historia que en esta ocasión quería contar.

Mi puerta de entrada a la literatura fue la música, el rock, no entré por una puerta honorable ni reputada, no subí al Olimpo; por el contrario, mi ingreso fue más bien subterráneo, como el niño que juega a los pies de la madre que trabaja, y descubre la fascinación de las palabras no domesticadas, como quien se apropia de un pequeño universo insumiso.

Texto publicado con autorización de los editores de la antología 'Marca de fuego', publicada por la Universidad de Guadalajara.

AQ

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