Los piojos y el diccionario | Por José de la Colina

Memoria

La vida en el campo de concentración de refugiados españoles en Francia tras la derrota de la República en la Guerra civil, el exilio, la tristeza y la esperanza de volver un día a su país se hilvanan en este relato de un narrador anónimo.

El escritor y periodista José de la Colina en su juventud. (Archivo MILENIO)
José de la Colina
Ciudad de México /

Éramos miles, como un país entero convertido en pueblo de miserables, de parias, y nos comían los piojos y la suciedad y nos vaciábamos en diarreas. No tienes idea de lo que es estar como un pordiosero haciendo fila para el cobarde rancho que nos daban, vivir obsesionado por cuántas alubias o lentejas vendrían en los platos de aquella agua sucia a la que llamaban sopa, y vigilados por guardias y soldados, primero al aire libre, luego en chabolas, luego en barracones. Y además el frío y los piojos y la mierda, porque también contra la mierda teníamos que combatir, y es que no teníamos más que aquellos pocos malditos retretes al borde de las olas y cuyos tablones el mar tiraba abajo, volviendo a echarnos en sus oleadas hacia la playa la mierda que le depositábamos, el correo caqui le llamaban algunos a eso… En fin, que había que procurar ir tirando con tanta maldita hambre, nada te humilla más que el hambre, nada te hace sentirte más como un perro que el ir con la escudilla o el mal plato de lata a solicitar una miserable agua sucia mal llamada sopa a los mismos cabrones que te tienen prisionero y que te dan una cucharada de esa miseria con un gesto de dioses dueños de tu vida y te tratan de cochon d’espagnol y otras lindezas, y, por si fuera poco, venga viento y arena que recibías en la cara, en los ojos, cegándote, y se nos metían en la boca y los pulmones. A mí me hacen maldita la gracia los que andan por los cafés en el exilio diciendo que, bueno, perdimos, pero perdimos con dignidad, y que salimos de España con la cabeza muy en alto, pues qué dignidad ni qué ocho cuartos había en codiciar un poco de lentejas más en el plato, en contar los piojos matados por uno mismo, en ir a descomer, y mientras estabas en esa postura, con el trasero mirando hacia el mar, de pronto veías que venía una ola y el correo caqui te llenaba de aquello los zancajos, de mierda tuya y la de los otros, y claro, cómo no te iban a llamar los franceses Sale Espagnol de Merde, si apestábamos de derrota, de miseria, de mierda. Y nos comían los piojos, los verdaderos compañeros, los verdaderos igualitarios, que te invadían lo mismo si eras señor o raquero, y te ocupaban como un ejército cabeza, sobacos y testículos, y llevaban tanto tiempo en nuestros pellejos que corríamos el riesgo de hasta tomarles cariño, y te diré que más de alguno de allí en adelante no sabría vivir sin ellos, por ejemplo, Muñocico, un camarero de restaurante, un segoviano me parece, que por afición se había puesto en España a estudiar idiomas, habiendo milagrosamente logrado conservar desde el frente y hasta Argelès una pila de diccionarios de nosecuántas lenguas y de diferentes tamaños que los llevaba distribuidos en los bolsillos del abrigo, decía que para estudiar las lenguas de España no requería de libros, pues ese diccionario lo llevaba esparcido por el cuerpo, porque tenía piojos que sabían vascuence, piojos que sabían catalán, piojos que sabían gallego, hasta uno que sabía portugués, y también unos cuantos piojos que sabían inglés, alemán o ruso, según esos piojos se los hubieran pegado a él en la apretura de las barracas los compañeros que hubieran estado con los de las Brigadas Internacionales, y decía: Ahora confío en poder pescar un piojo que sepa esperanto y volapuk, y no sé si lo logró, pero cuando me lo encontré luego en México en un restaurante, pues seguía de camarero (o de mesero, como aquí se dice), y le pregunté qué había sido de sus piojos lingüistas me respondió: Calla, Colina, se me han ido muriendo todos de puñetera tristeza y de esperar que Franco, compadecido de nosotros, la diñe el año que viene.

AQ

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