Los poemas eran malos

Toscanadas | Nuestros columnistas

Ojalá tuviésemos hoy un público que diferencia el trigo de la paja, aunque le decoren la paja con abalorios.

La obra de Michel de Montaigne es para masticarse lentamente y digerir el resto del día o de la vida.
David Toscana
Ciudad de México /

Hace tres meses resolví hacer algo que nunca había hecho: leer los ensayos de Montaigne ordenadamente de pe a pa. Antes los había leído a partir del índice, a lo largo de los años, eligiendo por título el que me interesara en cada momento. Le sacaba la vuelta al larguísimo “Apología de Ramón Sibiuda”.

Así las cosas, había algunos que ya llevaba leídos varias veces y otros que, por pecado de omisión, no conocía. Comienzo cada mañana con Montaigne. Avanzo las páginas sólo mientras me tomo el café. Voy en la página 969 de la hiperbuena edición de Acantilado, apenas pasando la mitad del libro. Más o menos diez páginas al día.

Es una obra para masticar lentamente y digerir el resto del día o de la vida. Para leer las notas y buscar los textos originales. O bien para recordar los textos originales, pues quien haya leído los clásicos de Gredos, hallará el grueso de las referencias de Montaigne.

Hoy avancé el ensayo titulado “La presunción”. Podría escribir varios artículos sobre lo que me hizo pensar. Habla sobre el emperador Constancio, un tipo tan estirado que no osaba escupir ni sonarse la nariz delante de la gente. Con la libertad que entonces se gozaba, menciona los problemas de ser feo o bajo de estatura. No sé con cuánta sinceridad escribe que “me considero del tipo común, salvo por considerarme así”. Dice que en la poesía no hay lugar para los mediocres; y en esto todos están de acuerdo, ante todo los poetas mediocres que no perciben su mediocridad.

Hoy me ocuparé de una historia sabrosa que narra en su ensayo, pero que viene de otras fuentes.

Es sobre el tirano Dionisio de Siracusa, que se creía gran poeta y procuraba la compañía de gente como Platón. El historiador Diódoro de Sicilia es quien lo cuenta. En la antigüedad parte importante de los Juegos Olímpicos eran los certámenes de poesía. Así es que el tirano envía todo un aparato de carruajes, declamadores y músicos para que reciten sus poemas.

“Al principio acudió una gran multitud, atraída por la bella dicción de los intérpretes, y todo el mundo estaba extasiado; pero después se dieron cuenta de que los poemas eran malos, por lo que Dionisio fue objeto de burlas, y lo despreciaron hasta tal punto que algunos se atrevieron a destrozar sus tiendas”.

Ojalá tuviésemos hoy un público así, que diferencia el trigo de la paja, aunque le decoren la paja con abalorios.

En lo que no hemos cambiado, es en el final de la historia: “Cuando Dionisio se enteró de que sus versos eran objeto de escarnio, los aduladores le dijeron que todas las obras maestras sufrían el ataque de los envidiosos antes de ser admiradas”.

Eso me hizo pensar en… Caray, se me acabó el espacio.

AQ

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