Los “poemundos” de José Ángel Leyva

Literatura

El FCE publicó recientemente Anacrónicas, 19 textos inscritos en el periodismo narrativo. Con autorización de su autora, publicamos el prólogo de la obra, donde aparecen personajes como Juan Gelman, Nicanor Parra y Edmundo Valadez.

José Ángel Leyva, escritor mexicano, autor de 'Anacrónicas'. (Foto: Claudia Guadarrama)
Cathy Fourez
Ciudad de México /

Tanto las salidas ociosas y laborales de José Ángel Leyva por el ex DF como sus viajes profesionales por México o América del Sur, a primera vista, resultan comunes y corrientes para el escritor y editor que es: una entrevista por aquí, una feria del libro por acá, un taller de escritura en el lugar más recóndito del planeta, unas lecturas de poesía programadas a la hora de la siesta, una noche de tequila con los compadres de Coyoacán, otra noche, pero esta vez de vino tinto, con los cuates chilenos, y por fin una con pura agua bonafont pero, eso sí, a la fuerza (¡Salud!). Una vida, me dirán, “normalita”, “cuadradita” para un autor y promotor de Literatura que cumple con sus chambitas rigurosamente trascendentales e intrépidamente carnales porque las Bellas Letras buscan la vida con los donaires del Quijote y la gula de Sancho Panza.

Si lo cotidiano de José Ángel Leyva suena a “tareas” y “formalidad” durante la semana y a “pachanga” al acercarse el descanso dominical como les tocaría a ella, a él, a ustedes (¡Ándale… a todo el país!), si la cadencia de sus escenas de trabajo y de su cosmos doméstico es igual que la del fulanito de la esquina (¡Híjole, o sea la de todos nosotros!), pues ¿Por qué deberíamos leer su libro Anacrónicas? ¿Por qué sumirse en una antología de “cuentos reales” [1] que narran sucesos ambientados en las Humanidades de los que Leyva fue testigo y/o protagonista mientras que su rutina de emisario del Arte de la Palabra no puede aparentemente competir, desde el ángulo novelesco, dramático y sensacional, con las tragicomedias de los políticos o la detención hollywoodiense de un capo sinaloense? ¿Por qué deberíamos, para entender lo que es hoy lo mejor y lo peor de México, dar crédito, según Anacrónicas, a un santero cubano que habla de Pancho Villa como si el Centauro del Norte hubiese hecho migas con un discípulo orisha, creer en la libertad creativa de un matusalénico poeta que reivindica únicamente a Shakespeare, fiarnos de un taxista chilango que catapulta a Juan Gelman en un cuento de espionaje, o leer a un muy (pero MUY) respetable escritor (de cuyo nombre se van a acordar, ¡Ya verán!) a quien, pasado de copas, le tocó el premio gordo de un recreo en El Torito? ¿Por qué deberíamos, para desmenuzar la ficcionalización de la información, trocar la sonrisa “a todo dar” de las Supercanallas del cuarto poder televisual por los pectorales flácidos de Superbarrio del cero poder callejero a quien José Ángel Leyva dedica un relato? ¿Por qué deberíamos, al regresar del curro, suspender el episodio 567 de nuestra telenovela favorita, afrontar las cacas y las coladeras de las banquetas, apapacharse con agrios aromas del atardecer en un metro a punto de reventar, sufrir las ofensas vespertinas de unos peseros, como “babosa culera”, por cruzar con elegancia el paso de peatones que nos conduce al umbral de la librería para alcanzar Anacrónicas? A ver, ¿Por qué?

Anacrónicas se inscribe en la vertiente literaria llamada “periodismo narrativo”. Al respecto la argentina Leila Guerriero, experta en el tema, explica que “es muchas cosas pero es, ante todo, una mirada —ver, en lo que todos miran, algo que no todos ven— y una certeza: la certeza de creer que no da igual contar la historia de cualquier manera”[2] … Y en efecto “no da igual” cuando un escritor destila su poética gramática en sus reportajes de largo aliento para captar este ordinario que nos está escapando. El sustantivo Anacrónicas se manifiesta como el epatante barbarismo del proyecto de escritura de José Ángel Leyva. El prefijo griego “ana” presagia una vuelta atrás y más precisamente, por su eco con “anacrónico / anacronismo”, algo que no es propio de su época, que se halla fuera y parece entrar en colisión con el propósito de la “crónica” caracterizada por “narrar sobre temas de actualidad” y por hacerlo a partir del “orden consecutivo de los sucesos”. Sin embargo, es al jugar con los disturbios temporales, la desempolvadura de lo remoto, el rescate de voces que muchos ya sepultaron o de voces a quienes les importa un carajo como Leyva disecciona el México de hoy, a la altura de nuestra alegría y de nuestro desasosiego. Que sea la narración del audaz y valeroso amor de Ángela Acevedo con uno de los difuntos maestros de la música clásica mexicana, la descripción de la surrealista sastrería del irreverente duranguense don Escalante cuyo hijo, Evodio, encarna la excelencia de la Institución Universitaria, o las temerarias migraciones en plenas guerras mundiales de un pintor ruso que podría impartir clases de lucidez a los diputados y senadores mexicas con las novelas de Dostoievski, pues todos estos relatos, de otro tiempo y como prácticas personales de vida, rezuman legibilidad y exégesis de nuestro presente. La fuerza de Anacrónicas también radica en el sentir y resentir de lo ordinario, en saber atrapar su faceta “extra”, “asombrosa” e “increíble”, verdadera enciclopedia de nuestro antinómico mundo maravilloso, patas arriba y espantoso. Trabaja lo real, Leyva, hasta le da estructura: como testigo ocular recopila todos los indicios de la banalidad (vestuario, comida, clima) a fin de inocular densidad a las cosas de lo cotidiano, de inyectar espesor y presencia a la gente; regula las expectativas del lector y yuxtapone las peripecias empujándolas hacia un incongruente clímax; instaura en sus relatos un patrón circular sin confinar el desenlace en una conclusión unívoca porque al final todo sigue vivo, movedizo, sin acabar; hundido permanentemente en el meollo mismo de su “investigación”, se escenografía de manera proteica y su implicación nos incita a participar en la intriga enunciada. Todas estas técnicas proceden de la literatura que Leyva pone al servicio de las realidades que él se dispuso a contarnos —porque eso es el radiante destino de la Literatura: contarnos con placer una historia—, con los recursos de la ficción pero sin la ficción.

Las diferentes secciones de Anacrónicas plasman, por otra parte, la pluralidad de la voz narrativa, la cual, como una salamandra, reviste el acento, el ritmo, el color de la persona de quien emana la historia que sustenta la crónica. El movimiento inicial del libro abarca tres rostros dibujados y estampados por el caos y el bullicio de la primera parte del siglo XX. Ahí, José Ángel Leyva, a través de tenues introducciones que sirven, al estilo de la didascalia, para plantear el decoro y el decorado, se anuncia como el sencillo recolector de datos, el receptor de confesiones y el artesano de sus transcripciones hacia el papel. A continuación, su voz se esfuma, o más bien, se muestra oyente, atenta, espectadora, y convierte la entrevista en un monólogo llevado íntegramente por el sujeto “visitado”, el cual va desgranando la intimidad, hasta ahora callada, de hechos o personalidades conocidos. La labia de los entrevistados, que se expresan en un flujo casi constante, da la sensación de que cada uno se está entregando, a oscuras y en la familiaridad del hogar, a su diario íntimo. La voz de Leyva cobra entonces la forma de un palimpsesto que borró toda la tecnicidad de la interviú para hacer brotar en la reescritura de estas voces sus secretos de casa cuyos interiores permiten aprehender, con otros anteojos, tanto a hombre y mujeres ilustres como su época. En la segunda sección de Anacrónicas, el narrador Leyva afirma una presencia más relevante dado que aquí no luce solamente como investigador, observador y transmisor sino también como amigo (y admirador) de las personas que ocupan el corazón del texto escrito. Estos lazos privados o cercanos no adulteran en absoluto el propósito científico de los retratos expuestos, a saber los de poetas y novelistas latinoamericanos que cruzaron hasta compartieron intensas etapas de la vida de Leyva. Éste, nunca descarta su papel de pescador de lo inédito y de arquitecto de imprevisibles revelaciones. No obstante, es cierto que la proximidad de la relación facilita la captación de espontáneos estados de ánimo, la recuperación de historias ocultas, la expulsión de inesperadas palabras que posibilitaron una fresca interpretación sobre la obra de todos estos escritores. Convivir con ellos y adentrarse en sus bastidores personales le brindaron a Leyva claves que enriquecieron, desde la conmoción de la cercanía, la comprensión del imaginario de cada uno y el sentido de lo humano de sus respectivas producciones literarias. En la tercera parte, Leyva aparece más activo en el actuar y experimentar de los hechos contados. A través de sus estancias colombianas —que disfrutó como profesor y poeta invitado—, trae a la crónica miradas, discursos, experiencias que él no buscaba ni investigaba sino que atravesaron sin avisar la suya. Estos encuentros fortuitos perturban la estadía muy lineal y académica de Leyva; la agrietan. Las fisuras que germinan componen paulatinamente un sólido material para desenmascarar la frondosa quietud de los paisajes del Guaviare, sacudir el cómodo protocolo de los eventos literarios, y recordar, al extranjero que es Leyva, que Colombia no ha interrumpido su ciclo de violencia nutrida por la guerrilla, el paramilitarismo y el narcotráfico con su cohorte de desapariciones y desplazamientos de población. Así, versos de la biblioteca literaria nacional acompañan, en la huella escrita que nos lega Leyva, los silencios, los murmullos, las protestas de ciudadanos colombianos que tuercen el programa normativo del narrador y cuestionan el ilusorio proceso pacífico vendido por el Gobierno y los medios de comunicación. Semejante realidad propulsa a Leyva hacia la horrenda y dolorosa situación de su tierra natal cual si la actualidad colombiana fuese el siniestro prólogo del “peorvenir” [3] de México. Así lo ilustra el cuento que abre la última parte de Anacrónicas y despedaza la inestabilidad descontrolada de Ciudad Juárez, receptáculo de la desmedida brutalidad que saquea ahora una gran parte del territorio mexicano: contrabando, trata, secuestros, decapitaciones, torturas, homicidios y feminicidios a tope… y la lista no se acaba … y la lista se va acrecentando… Es el terror… Vuelvan a leer, sugiere Leyva: ES EL TERROR… En esta parte-epílogo del libro, José Ángel Leyva ya no cuenta a los otros, ya no cuenta afuera, se cuenta a sí mismo adentro de este TERROR, ya es él el centro de atención y de exploración; desnuda su inquietud para plantearse preguntas a la vez tan obvias y tan complejas: “¿Qué estoy viviendo?” “¿Cómo lo vivo?” “¿Cómo puedo aceptar vivir esto?” “Hasta qué punto soy responsable de esa auto-destrucción? Que escuchen y entiendan bien, estimados lectores, dice Leyva, “YO”, pero al decirLES que esta crueldad y furia, más allá de animar las noticias bombas del canal depredador de Televisa, de contribuir al farsante pésame lacrimógeno de la telepolítica, de engrosar las cifras necrológicas de los/as asesinados/as del mes (¡Del mes!), LES dice que esta crueldad y furia son lo de él y… de ustedes, son lo que es hoy en día México, es decir “SU PAÍS”. Leyva, para no abismarse en la desesperanza, se voltea hacia la calle y fíjense, al deslizarse por las venas de la Ciudad de México, el realismo trágico saluda al realismo mágico, con risas y carcajadas. Voluntaria o casualmente, se tropieza con justicieros, pícaros, teporochos, cabecillas que tienen fachas de Zorro, Superman, Black Pete, Mortadelo y Filemón… Héroes o antihéroes de lo ordinario que no deciden el mundo, pero, sí, lo conocen, lo sufren, y una escritura, como la de José Ángel Leyva, tiene el deber a decirlo, decírselo y repetirles, a ustedes lectores, que el verdadero heroísmo es lo cotidiano.

Lo “impropio” y lo “descolocado” de las crónicas de Anacrónicas son también aquel ímpetu a adaptar el texto a cualquier discurso. De la biografía de Leyva o del árbol genealógico de sus diferentes interlocutores crecerá, por ejemplo y a la manera de cajas chinas, una aventura de la cual nacerá un texto analítico sobre la sociedad que caerá, a su vez, en un ensayo sobre la Literatura, y particularmente sobre la poesía, ampliamente convocada y homenajeada. Las crónicas dialogan con el panteón de las Letras Españolas: astillas de El llano en llamas, pedazos epistolares de Silvestre Revueltas dirigidos a su esposa, cuentos en vivo de Edmundo Valadés, estrofas del brasileño Lêdo Ivo, rimas de Juan Gelman, encabalgamientos de la poética del colombiano Juan Manuel Roca se pasean por las rutas rocosas de Zacatecas, el aula monacal de una escuela, el oído de un taxista defeño, en fin por todas partes porque lo poético goza de aquel prodigio de hablar y comprender todas las lenguas y todos los lenguajes:

"De qué otra cosa habla la poesía si no es de la memoria de las emociones, de aquello que la historia no registra porque es algo subjetivo y a la vez universal, ese algo que se repite de manera incesante pero siempre se revela como novedoso, emergente, invisible […]" [4]

De trotamundos, Leyva se hace, diría yo, “trotaletras” para fabricar “poemundos”; de ahí el “anacronismo”, porque escribe sus crónicas como poeta, es decir un cronista no del instante, sino de lo eterno. Perturbar, impresionar la mirada que tenemos sobre las cosas es un poco, nos canta Anacrónicas, el papel del arte y por consiguiente el de la poesía que se mancha del lenguaje banal de la realidad para nombrar lo que todavía no tiene nombre.

Cathy Fourez, Lille, Francia, enero de 2016

[1] Expresión de la reportera Marcela Turati.

[2] Leila Guerriero, 'Zona de obras', Editorial Anagrama, Barcelona, 2015, p. 31.

[3] Neologismo creado por el escritor Heriberto Yépez.

[4] José Ángel Leyva, en “Juan Manuel Roca. Uno que no fue a la guerra, ni falta que le hace”.

AQ

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