El festival de Cannes termina este sábado. Tomemos un respiro para zambullirnos en una de esas obras que dicen cosas que hemos soñado mil veces. Los que se quedan (The Holdovers, en inglés; disponible en Claro Video) tuvo su minuto de fama. Fue nominada al Oscar como mejor película y a la gente le fascinó. Se olvidó de ella con igual rapidez. Pero saquémosla del baúl.
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Si uno necesita un guión en tres actos, buenas actuaciones y factura hollywoodense, Los que se quedan es buena opción. El estilo de continuidad nos saca de la realidad y nos mete en un mundo mejor. Alexander Payne, el director, ha hecho todo lo posible por imitar la imagen de los años de 1970.
La verdad es que, para mí, el contenido visual de Los que se quedan es lo de menos. lo encuentro, incluso, pasado de moda, nada más, con todo y que para los críticos es lo más rescatable. Tal vez es que a mí el vintage, simplemente, no me va.
Otra cosa que se ha dicho es que la trama recuerda El club de los cinco, de 1985, dirigida por John Hughes, o La sociedad de los poetas muertos, de Peter Weir, estrenada en 1989. Tal vez se pudieran rastrear influencias de todo el cine de amistad intergeneracional; un muchacho con necesidad de imagen paterna termina por hacerse amigo de la autoridad que solía odiar. Muy En busca del destino, que estrenó en 1997 Gus Van Sant.
Yo quisiera, más bien, señalar continuidad con películas de aquellos tiempos que pocos han apuntado: cine de madres malas. Desde que Robert Redford estrenó Gente como uno en 1980, no recuerdo haber odiado tanto a una madre hollywoodense como a la del muchacho que, en Los que se quedan, es recluido en la escuela en tiempos navideños al cuidado de las personas que cree que aborrece. El trayecto consiste, claro, en darse cuenta de que toda la culpa es de mamá.
Ahora, en esta clase de cine, uno nunca terminará pensando en torno a lo malévola que puede ser una madre. Para ello, el cine de autor francés y belga (no sé por qué) sí que tiene madres realmente terroríficas. Marion Hänsel con Les noces barbares de 1987 o Mi hijo, de Martial Fougeron, estrenada en 2006, sí que nos introduce en la vida real de mujeres con ánimo de filicidio. Los que se quedan, no. Y tal vez el problema no sea tanto lo poco que aparece la madre (en Kramer contra Kramer un par de escenas sirven para golpear de frente al mito de la maternidad) sino que el muchacho es, como en las peores películas hollywoodenses, un chico mucho mayor a la edad que debería tener.
No se me malinterprete, Dominic Sessa, el muchacho que se hace amigo del profesor interpretado por Paul Giamatti es un actor extraordinario. No es su culpa que no resulte tierno ver a un chico mal portado que tiene veintiún años patinar sobre hielo como si fuera la primera vez o que no se de cuenta de que una drogadicta en la calle no es un buen match para su querido maestro. Más bien parece como tonto, pero —repito— el problema es totalmente del director, quien desperdició la oportunidad de lanzar aquí a un nuevo Leonardo di Caprio o a un River Phoenix. Si el amiguito del profesor odioso, el que se bebe por primera vez una cerveza, el que extraña a papá, el que necesita que la cocinera le tome la mano antes de entrar a ver al director de la escuela hubiese tenido cuando mucho quince años y con una de las actuaciones que alcanzaron Di Caprio, Phoenix o algunos otros que ya se han olvidado, Los que se quedan hubiera sido una de esas películas que resultan excepcionales por más de que todo lo que diga ya haya sido soñado.
Los que se quedan
Alexander Payne | Estados Unidos | 2023
AQ