Los relámpagos de Enrique Serna

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

El autor de Lealtad al fantasma es el explorador más puntilloso del alma nacional.

Enrique Serna, escritor mexicano. (Foto: Isaac Esquivel | EFE)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Como el temperamento del extraño Jean–Marie de su cuento “Lealtad al fantasma”, la prosa de Enrique Serna tiene el don de “cabalgar relámpagos”. En su escritura abundan centellas de ironía. Meteoros que tuercen las tramas para llevar a los lectores a geografías insospechadas, de las que uno sale no más sabio pero sí más competente para eludir los mordiscos de la realidad.

Sus ficciones están sobradas de rayos de humor negro. Son descensos delirantes a los pozos de lo humano, aunque en esos agujeros las pulsiones o complejos más grotescos se transmutan en un catálogo de bestias que dan más pena que espanto, más risa que compasión: hombres y mujeres ofuscados por mantenerse a flote en las tempestades pasionales; individuos flagelados por el apoltronamiento que aniquila lenta, pero eficaz, al orgullo viril; tipos que se aferran con dientes y uñas a la impostura, con tal de no perder puntos en sus harapientas trayectorias de atletas sexuales; seres hastiados de una monotonía que solo les devuelve su propia imagen, deformada por las inclemencias del tiempo transcurrido que solo estropea por fuera, pero mantiene, indemnes, las peores lacras del ego.

Como narrador, Serna es un tozudo maratonista: Uno soñaba que era rey, Señorita México, El miedo a los animales, El seductor de la patria, Ángeles del abismo, Fruta verde, La sangre erguida, La doble vida de Jesús, El vendedor de silencio (novela), y un hábil corredor de fondo que dosifica la energía para aturdir con el sprint final: Amores de segunda mano, El orgasmógrafo, La ternura caníbal, Lealtad al fantasma (cuento), aunque también ha mezclado esas aptitudes en el ensayo, como Las caricaturas me hacen llorar o Genealogía de la soberbia intelectual. A lo largo de su obra, ha ensamblado su muy particular versión del laberinto, o de la solitaria ralea del mexicano, y lo mismo ha sido un crítico feroz de las élites políticas y culturales, que de la infamias del poder o de la enajenación mediática que han hecho del país una inmensa olla de energúmenos.

No hay lugar a dudas. Serna es el explorador más puntilloso del alma nacional, que primero recorrió todas las cordilleras, las llanuras y esteros de la cáscara que la contiene, para de ahí extraer dicha sustancia y hacerle varios tajos con el fin de examinarla sin solemnidad ni ceremonia, con sarcasmo: sus personajes primero pasan por las crisis corticales, luego las genitales (o al revés), y terminan lacerados pero nunca se rinden. Al contrario. Vuelven al ataque, todo sea por conjurar, digamos, esa horrible decadencia con la que se ve a sí mismo un tal Fidel Ramírez, del cuento “El anillo maléfico”, el primer relato de Lealtad al fantasma: “un tigre desdentado de circo pobre, que volvía cada tarde por su propio pie a la jaula de la monogamia”.

Sean Jorge Osuna, alias El Tunas (Uno soñaba que era rey) o Selene Sepúlveda (Señorita México), Bulmaro Díaz, Ferrán Miralles o Juan Luis Kerlow (La sangre erguida), Carlos Denegri (El vendedor de silencio) o cualquiera de sus muchos personajes, hay en ellos un instinto de supervivencia que puede tornarse vital o deletéreo, ridículo o glorioso, pero al fin componen un impecable cuadro de esperpentos en el que, probablemente, nos veamos a nosotros mismos.

La picaresca de Enrique Serna se sostiene en la agria, virulenta desmitificación de los apetitos más elementales. De la carne, en mayor medida; emocional en segundo plano. Su narrativa es una marcha subyugante con prosa que cabalga sobre rayos y centellas.

AQ

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