Los relámpagos de mis lecturas

Marca de fuego

Hay un antes y un después de aquel libro que nos hace enamorarnos de la lectura.

"Mi padre era lector de aquellos que no podían dejar pasar un día sin leer el diario". (Generada con DALL E)
David Izazaga
Ciudad de México /

Tengo en mi memoria guardados dos primeros momentos en los que tuve mi primer acercamiento con la lectura. Primero, el que en mi casa todos los días había periódicos y revistas, porque mi padre era lector de aquellos que no podían dejar pasar un día sin leer el diario. A mí no me llamaban la atención los periódicos, principalmente porque me parecían incomodísimos de leer, no entendía a quién se le había ocurrido la idea de imprimir esas sábanas que para mí eran imposible de sostener en las manos, como sí lo hacía mi papá. Lo intenté varias veces, pero todo se me desbarataba y se me desarmaba a la hora de querer dar vuelta a la hoja. En cambio, las revistas sí me llamaban la atención. Recuerdo, entre otras, Siempre!, Impacto, Contenido, Revista de Revistas y Selecciones. Todas llegué a hojearlas en alguna ocasión, unas menos y otras más, aunque mi preferida era Selecciones, porque venía una sección de chistes e incluso recuerdo uno que otro relato corto que me llegó a entusiasmar.

Supongo que por eso mi papá me comenzó a llevar con él al puesto de periódicos y ahí me mostró que también había revistas para niños. No estoy seguro si estaba en segundo o tercer año de primaria cuando comenzó entonces mi voraz carrera como lector de historietas: todas las de Disney, de Porky, Tom y Jerry, La Pequeña Lulú, Periquita, Archie y sus amigos. Pero la que más me gustaba y de la que me convertí incluso en coleccionista fue la de Capulinita.

El segundo momento llegó el día que mi papá compró varias enciclopedias. Recuerdo aquellas cajas y cajas que acarrearon desde el auto de un señor hasta la sala de la casa. Mis primeros conocimientos era la que más me llamaba la atención, pero también llegaron el Nuevo Tesoro de la Juventud, la Nueva Enciclopedia Temática y una que me parecía monumental por el tamaño: México a través de los siglos, todas de Grolier. Ese fue el “internet” de mi infancia, esa mi biblioteca. Todo lo que necesité el resto de la primaria y la secundaria salió de esos libros. Estoy hablando de finales de los setenta.

Ya saliendo de primaria mi madrina comenzó a regalarme, bajo cualquier pretexto, algunos libros que tenían menos dibujos y más letras. Ediciones juveniles de algunos clásicos, como Las mil y una noches. Luego me fue comprando unos libros de colores muy llamativos: la colección de Bruguera llamada Club Joven, ejemplares que aún conservo.

Debo decir que, hasta aquí, todas esas lecturas que hacía navegaban entre la obligación a causa de las tareas y el gusto, pero no recuerdo alguna que me haya “volado la cabeza” o me hubiera hecho desvelarme por seguir leyendo sin poder parar.

Ese libro llegó de las manos de un primo, justo cuando salía de la secundaria. Eran vacaciones y me encontraba de visita en el entonces Distrito Federal, hoy Ciudad de México. Recuerdo perfectamente el momento (porque íbamos en el metro, en la línea 1, a punto de hacer el transbordo en la estación Balderas, a la línea 3) en que mi primo Juan Manuel me regaló ese libro rojo con negro, de título Los relámpagos de agosto, de un tal Jorge Ibargüengoitia. Yo no tenía ni idea de qué se trataba ese libro ni había escuchado nunca nada sobre ese autor. Pero sí recuerdo que cuando lo empecé a leer me atrapó hasta el desvelo. También que me reí y disfruté como nunca me había pasado antes con algún otro libro. Y, pues, lógicamente comencé a buscar más libros del mismo autor, para igualmente devorarlos. En ese camino por supuesto que llegado el momento investigué sobre Ibargüengoitia y supe que ya había muerto. Fue entonces cuando me entró la angustia, porque sabía que iba a llegar el día en que acabaría de leer todo lo que él había escrito en su vida y ya no habría más.

He leído absolutamente todo lo que escribió Ibargüengoitia, no solamente sus libros, que hoy son fáciles de conseguir, sino sus obras de teatro, sus crónicas y artículos que escribió para el diario Excélsior y la revista Vuelta, también sus críticas de teatro. Pero tomé la decisión de dejar un libro sin leer: Los pasos de López. Ese está ahí, como suelen ponerse algunos extinguidores, en una cajita de metal y cristal, a la vista, para cuando ocurra una emergencia. Sé que en algún momento de mi vida necesitaré leer algo que me apasione, me mueva y me reconforte, y estoy seguro de que ese libro me salvará, como el extinguidor en un repentino incendio.

Ya en la preparatoria y con esos antecedentes, llegaron las primeras recomendaciones serias de maestros entrañables y de amigos a los que también les gustaba leer. Llegó Rulfo, Monsiváis, Arreola y, gracias a grandes amistades a las que para mi fortuna conservo hasta hoy, llegaron Paz, Fuentes, Borges, Lizalde, Saramago, Cabrera Infante, Marías y Vila Matas, entre otros.

He pasado —y sigo pasando— muchas horas de mi vida leyendo y estoy convencido de que esto es un gusto que adquirí de manera natural, aunque seguramente un poco influenciado por mi padre, mi madrina, mi primo, amigos y maestros. De lo que estoy absolutamente convencido e incluso estoy en contra, es de todas esas campañas que insisten en “obligar” a leer a las personas. No creo que se le tenga que hacer leer a la gente, como tampoco creo que se le deba hacer comer a la fuerza.

Y lo digo con absoluto convencimiento tanto hablando de mi experiencia de vida, como también de mi experiencia como maestro. Hay que dejar que las personas lean por gusto, porque lo único que uno logra al forzar a leer a alguien, es vacunarlo en contra de ello.

Hay lecturas para todos los gustos y estoy seguro de que cada quien encontrará, a su tiempo, el tipo de lectura que lo deje satisfecho, justo como ocurre en el caso de la comida.

El placer de leer, para mí, es igual o parecido a otros placeres de la vida como dormir, comer, caminar o platicar, que forman parte de mis actividades cotidianas.

Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura', coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares y publicado por la Universidad de Guadalajara.

AQ

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