Tres poemas de Louise Glück, Premio Nobel de Literatura 2020

Poesía

Con autorización de la editorial Pre-Textos, publicamos estos poemas que pertenecen al libro Una vida de pueblo, traducido por Adalber Salas Hernández.

Louise Glück, ganadora del Premio Nobel de Literatura 2020. (Cortesía: National Book Award)
Laberinto
Madrid /

Crepúsculo

Trabaja todo el día en el molino del primo,

así que al llegar a casa, en la noche, siempre se sienta junto a la ventana,

observa ese momento del día, el crepúsculo.

Debería haber más tiempo así, para sentarse y soñar.

Es como dice su primo:

Vivir-vivir te impide sentarte.


En la ventana, no el mundo, sino un paisaje enmarcado

que representa el mundo. Las estaciones cambian,

cada una visible apenas unas horas al día.

Cosas verdes seguidas por cosas doradas seguidas por blancura,

abstracciones de las que provienen placeres intensos,

como higos en la mesa.


Al atardecer, el sol cae entre dos álamos, en una bruma de fuego rojo.

Cae tarde en el verano, a veces cuesta mantenerse despierto.


Entonces todo se desmorona.

Por un rato más, el mundo

es algo que ver, luego solo algo que escuchar,

grillos, cigarras.

O algo que oler, a veces, aroma de limoneros, de naranjos.

Entonces el sueño también roba esto.


Pero es fácil renunciar a las cosas así, experimentalmente

por una cuestión de horas.


Abro mis dedos,

dejo que todo se vaya.


Mundo visual, lenguaje,

susurro de hojas en la noche

el olor de la hierba alta, de las fogatas.


Lo dejo ir. Entonces enciendo la vela.



Pastoral

El sol se alza sobre la montaña.

A veces hay neblina,

pero el sol siempre está detrás

y la neblina no se le iguala.

El sol quema su camino a través de ella

como la mente venciendo la estupidez.

Cuando se disipa la neblina, ves la pradera.


Nadie entiende realmente

la ferocidad de este lugar,

la manera en que mata gente sin razón,

solo para no perder la práctica.


Así que la gente huye, y, por un rato, lejos de aquí,

son exuberantes, rodeados de tantas opciones.


Pero ninguna señal de la tierra

alcanzará nunca el sol. Si discutes

ese hecho, estás perdido.


Cuando vuelven, están peor.

Creen que fallaron en la ciudad,

no porque la ciudad no cumpliera sus promesas.

Culpan a su crianza: la juventud se acabó y están de vuelta,

silenciosos, como sus padres.

Los domingos, en verano, se apoyan contra la pared de la clínica,

fumando. Cuando se acuerdan,

recogen flores para sus novias,

esto hace felices a las chicas.

Creen que es un lugar bonito, pero extrañan la ciudad, las tardes

llenas de compras y conversaciones, lo que haces

cuando no tienes dinero...


A mi entender, te sale mejor quedarte;

así, los sueños no te hieren.

Durante el atardecer, te sientas junto a la ventana. Donde sea que vivas,

puedes ver los campos, el río, realidades

a las cuales no puedes imponerte;


para mí, es seguro. El sol se alza; la neblina

se disipa para revelar

la montaña inmensa. Puedes ver el pico,

lo blanco que es, incluso en verano. Y el cielo es tan azul,

punteado por pequeños pinos

como lanzas,


cuando te cansaste de caminar,

te echaste en la hierba.

Cuando te levantaste de nuevo, por un momento pudiste ver dónde

habías estado, la hierba estaba resbaladiza ahí, aplanada

con la forma de tu cuerpo. Luego, cuando volviste a mirar,

fue como si nunca hubieras estado allí.


Mediados de la tarde, mediados del verano. Los campos se extienden para siempre,

pacíficos, hermosos.

Como mariposas con sus marcas negras,

las amapolas se abren.



Tributarios

Todos los caminos del pueblo coinciden en la fuente.

Avenida de la Libertad, Avenida de las Acacias,

la fuente se levanta en el centro de la plaza;

en los días soleados, arco iris en la orina del querubín.


En el verano, las parejas se sientan al borde de la alberca.

Hay espacio para muchos reflejos,

la plaza está casi vacía, las acacias no llegan hasta aquí.

Y la Avenida de la Libertad está yerma y austera; su imagen

no puebla el agua.


Entremezcladas con las parejas, madres con sus hijos pequeños.

Vienen aquí para hablar entre sí, quizás

encontrarse a algún joven, ver si resta algo de su belleza.

Es un momento triste cuando miran hacia abajo: el agua no las anima.


Los esposos están trabajando, pero por algún milagro

todos los jóvenes amorosos están siempre libres,

se sientan al borde de la fuente, salpicando a sus queridas

con el agua.


Alrededor de la fuente, hay racimos de mesas metálicas.

Es allí donde te sientas cuando estás viejo,

más allá de las intensidades de la fuente.

La fuente es para los jóvenes que aún quieren verse a sí mismos.

O para las madres que necesitan mantener distraídos a sus niños.


Cuando hay buen clima, algunos ancianos merodean entre las mesas.

La vida es simple ahora: coñac un día, café y cigarrillos otro.

Para las parejas, está claro quién está en las afueras de la vida, quién

               en el centro.


Los niños lloran, a veces pelean por juguetes.

Pero allí está el agua, para recordar a las madres que aman a esos niños;

que ahogarse sería terrible para ellos.


Las madres están cansadas todo el tiempo, los niños siempre pelean,

los esposos en el trabajo o rabiosos. No viene ningún joven.

Las parejas son como una imagen de algún tiempo lejano, un eco

que llega, vago, desde las montañas.


Están solas en la fuente, en un pozo oscuro.

Han sido exiliadas del mundo de la esperanza,

que es el mundo de la acción,

pero el mundo del pensamiento aún no se ha abierto para ellas.

Cuando lo haga, todo cambiará.


La oscuridad cae, la plaza se vacía.

Las primeras hojas del otoño ensucian la fuente.

Los caminos ya no coinciden aquí;

la fuente los ahuyenta, los devuelve a las colinas de las que vinieron.


Avenida de la Fe Rota, Avenida de la Decepción,

Avenida de las Acacias, de los Olivos,

el viento llenándose de hojas plateadas,

Avenida del Tiempo Perdido, Avenida de la Libertad que acaba en piedra,

no al borde del campo, sino al pie de la montaña.

Traducción: Adalber Salas Hernández.

ÁSS

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