Buñuel: el cineasta que quiso ser barman o vagabundo

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Ésta es la segunda entrega de la autobiografía de José de la Colina; se trata de un encuentro con el cineasta español, invencible preparando martinis.

Encuentro de dos genios: Buñuel y De la Colina. (Ilustración: Boligán)
José de la Colina
Ciudad de México /

1971

Sábado 21 de agosto.

Visita a BUÑUEL. 

Necesitábamos algunas fotografías para la edición de Un Chien andalou y L’age d’or, que saldrán en ERA traducidos y prologados por mí, le hablé por teléfono a Buñuel a las 4 de la tarde, me respondió Jeanne, que llamó a don Luis. Hombre, De la Colina, hace tiempo que no lo veo, venga usted aquí hoy a la hora que quiera, tomaremos un trago y charlaremos. ¿A las seis, don Luis? A las seis lo espero.

La horrible cerrada de Félix Cuevas, a dos pasos de la calzada, de un Deny’s, del almacén DeTodo. La casa en la que yo he estado hace mucho, con un muro grande y una puerta de metal, un timbre hacia el cual señala una flecha trazada a mano en rojo, para distinguirlo de otro que no funciona, y por encima del muro se ve parte del piso superior, de ladrillo rojo apagado. Me abre una criadilla silenciosa, entro, me conduce.

Un perro blanquinegro, que no parece de muy buena raza, escandaliza entre mis piernas cuando de la escalera baja don Luis. Sigue recio pero se le notan los sesenta años, con el cuerpo un poco echado hacia delante y rígido, un agachamiento muy de viejo español, como si necesitara ya la gruesa cachaba en que apoyarse. Un apretón de manos.

     —¿Qué fue de aquel jovencito? —me dice.

     —Pues… ya ve usted —digo.

     —Lo conocí a usted cuando era casi un niño, ¿cuántos años tiene ahora?

     —Treinta y cinco —le digo, bajándome tres años, no sé por qué, como si fuera vergonzoso confesar tanto tiempo pasado, como si eso delatara más no tanto mi edad como la de Buñuel.

     —No nos vemos desde, ¿cuándo?

     —Desde las reuniones en El Correo Español, don Luis, con García Riera y González de León, ¿se acuerda?

“Nada de Biblia, verdad, Pepe. Muy cariñosamente, L. Buñuel”. (Cortesía: José de la Colina)

Pasamos a la salita estrecha, a la salita incómoda y oscura en una de cuyas paredes hay un gran mapa amarillento de París y enfrente el pequeño altar surrealista con un icono católico y objetos heteróclitos y el gran refrigerador blanco donde Buñuel suele tener sus martinis ya preparados en una jarra de cristal. Hay una luz gris, tristona. Sé que hay que hablar más alto de lo común, porque don Luis es en parte sordo, tiene un aparato con un hilo discreto que le sale de una oreja, y suele estar atento al movimiento de los labios de su interlocutor. Me ofrece un trago, digo que no, gracias, y don Luis insiste, yo sé que no le agrada que la gente no tome con él y finalmente acepto. Un “buñueloni”, pues. Nos sentamos en unos austeros sillones ante los cuales hay un cenicero con el que don Luis jugará mientras habla. Poco después llegará Jeanne a saludar y se retirará discretamente. Luego viene el perrito, que se sube al sillón y se acuesta pegado a un muslo de don Luis.

Don Luis enciende un Gitanes.

     —Es el cigarrillo que más me gusta —dice—, un amigo que viene de París me ha traído una cantidad así de paquetes, no sé cómo se los han dejado pasar en el aeropuerto. ¿Y qué ha sido de usted en este tiempo sin vernos?

     —No sé si sabe usted que estuve en Cuba…

     —Sí, lo sé, pero hace ya unos años que volvió.

     —Cinco.

     —Ya. Ha cambiado usted. ¿Sigue usted tan intransigente como antes?

     —No sé, creo que no.

     —Hombre, pues la intransigencia está bien, sobre todo cuando se es joven, y usted es aún joven. ¿Sigue usted escribiendo de cine?

     —Sí, don Luis. De cine y un poco de todo.

     —Yo casi no veo cine. Me han hablado de la película del chico ese Joderowsky o Jorodowsky. Yo tengo prevención con él, porque es uno de esos autopublicistas, y eso no me agrada. Armar escándalo, sí, pero hacerse publicidad me repugna. Pero me han hablado mucho del film y me interesaría verlo. Ripstein ha quedado en pasar por mí y llevarme a verlo. ¿Usted lo ha visto?

     —Sí. Alejandro tiene sobre todo imaginación visual y cierta tendencia a los lugares comunes del surrealismo y el esoterismo.

     —Ya. Parece que es muy amigo de Arrabal, que los dos han formado un movimiento que se llama “pánico” o algo así. De Arrabal yo he visto un film que se llama Viva la muerte. La frase aquella de Millán Astray.

     —Sí, leí en los periódicos que usted forcejeó para entrar a ver el film en Cannes.

     —¿Que yo forcejeé? Eso es una mentira de los periódicos. La sala era chica y la gente se amontonó para entrar, pero yo entré sin problemas, con una invitación.

     —Es posible que lo del forcejeo lo haya hecho correr el mismo Arrabal.

     —Ya. Es muy autopublicista también.

     —¿Y qué le pareció el film?

     —Bien, bien. Tiene muchas cosas que a él le preocupan. Mucha violencia y mucha sangre y mucho sexo. Pero Arrabal, cuando pone esas cosas, es sincero. Arrabal es todo un personaje, un enano (ríe). Yo le llamo “el vikingo”. Sigue mucho la tradición surrealista española.

Hablamos del cine de Ripstein, de la película La belleza.

     —Ah, está bien. Es un latazo, pero está bien. Ese hombre allí sin hacer nada, y usted puede salir, cenar, fumar un cigarrillo, ir a orinar, y cuando vuelve usted a la sala el hombre sigue allí sin hacer nada, y luego el hombre entra en la alcoba y mata a la mujer. Bien, bien (ríe.) Qué tupé tiene Arturo. Se ve que al público le importa esto (junta las yemas del índice y el pulgar). Él sigue su camino. Pero va a tener que cambiar, porque después de un film como ése no va a hacer otro con un hombre mirando un vaso media hora, luego el vaso que se cae y se rompe. Pero aquella escena de otra cosa suya, con el muchacho mirando de lejos a la chica y la chica que se desviste, y todo el mundo pensando “Se la va a tirar”, y el tío ni se la tira ni nada, está muy bien.

En cambio no le gusta el film El náufrago de la calle Providencia que Ripstein y Castanedo hicieron acerca de él.

     —No, se los he dicho ya. ¡Dos años filmándome y no salió nada bueno! ¡Hombre! Me decían: Alce usted esa mano, camine usted para acá, y eso a mí no me resulta, eso ya es actuar. Y luego tanta gente fea, porque mis amigos son feos, y ahí están hablando y hablando, y diciendo trivialidades. En cambio en Francia la mujer de André Bazin me hizo un reportaje bueno… bueno. Muy divertido. Salía por ejemplo Georges Sadoul diciendo: Buñuel tiene la influencia muy grande de Goya y, venga, corte, salía yo y decía: ¿Goya?, ¡Goya nada, nada! Y hablaba de Sade y yo: Sade nada, nada. Estaba muy bien aquello. Lo de Ripstein y Castanedo es un rollo. ¿Quién va a querer ver eso? Señoras y señores, aquí el señor Buñuel preparando un martini durante media hora… ¡Hombreee!

     —No durante media hora, don Luis.

     —Igual daría que fueran cinco segundos, es un latazo. Claro que yo me presté no sé por qué, por una tontería, creo que porque les dije que lo que a mí me gustaría es ser barman.

     —No se lo creo, don Luis, es una boutade.

     —¿Boutade? No, no. ¿A usted no le gustaría ser barman? Barman de un bar elegante, eso sí. Estar todo el tiempo charlando con gente de mucha clase, con mujeres guapas, oír confidencias y confesiones, porque un barman es como un confesor, cumple un servicio social.

     —Me temo, don Luis, que está usted pensando en un barman de comedia de Hollywood.

     —Yo he conocido más de un barman así. En París, en Nueva York, en Madrid. Gente excelente, filósofos, muy morales, y le dan a usted buenos consejos. Había en París un barman que sabía español, y estaba traduciendo a San Juan de la Cruz. J’adore le excelse poète Saint Jean de la Croix, decía. Un tipo formidable, esto era antes de la guerra. Crevel lo admiraba mucho, quería llevarlo a las reuniones surrealistas a que leyera San Juan de la Cruz traducido al francés.

     —¿Y qué tal era su versión de San Juan de la Cruz?

     —Como San Juan de la Cruz, muy floja; como chanson de la rue para que la cantara una Édith Piaf de esas no estaba mal: “Je suis sortie la nuit pour te chercher, mon amour…”. Estaba bien.

     —A mí me parece, don Luis, que usted se ha inventado ese barman para meterlo en una de sus películas, como el maitre de restaurante que discute de teología en La Vía Láctea.

     —No, no (ríe.) ¿De qué hablábamos?

     —De la película de Ripstein y Castanedo sobre usted.

     —Ya. No me gustó nada. Pero esos chicos van a hacer cosas, tienen talento.

     —¿Y ha visto usted algo más de cineastas nuevos?

     —He visto esa película donde un chico se enfurece contra su padre, que es paralítico, y lo amarra al pararrayos en una noche de tormenta (ríe.) Bien, bien. ¿Quién la ha hecho?

     —Juan Manuel Torres. Es una película de tres episodios: Tú, yo, nosotros.

    —También hay otro episodio que está bien, el del asesinato en el estudio del pintor. Y eso de que hagan el amor ante el padre mirándolos.

     —Ese episodio es el de Fons. Y Los nuestros, una película de Hermosillo, ¿la ha visto usted?

     —No. ¿Qué es?

     —Es una película hecha con muy poco dinero, “experimental”, como las llaman. La historia de una madre que asesina por mantener la decencia de la familia.

     —Qué barbaridad, por lo visto estos chicos están muy mal con la familia (ríe.) Me gustaría verla, si se organizara una exhibición entre amigos, porque yo ya no salgo al cine. Me pidieron que fuera jurado en el concurso ese de ocho milímetros, yo les he dicho que muy bien, pero que no voy a ver las películas, que ellos me digan cuáles son las mejores y luego yo firmo los diplomas. Tengo entendido que usted sí ha visto las películas.

     —Sí, yo soy del jurado.

     —¿Y hay cosas interesantes?

     —Hay una película, Víctor Ibarra Cruz, que es un testimonio directo de un vagabundo callejero de la Ciudad de México, un borrachín, que cuenta cómo vive, lo que piensa de la vida, del mundo, de todo. Muy interesante. Yo creo que a usted le interesaría.

     —Los vagabundos y los mendigos siempre dan algo en cine, ¿verdad? Pero no Chaplin. No lo aguanto, es un vagabundo muy, ¿cómo dicen ustedes?, muy de chantaje sentimental. Pero esa es otra profesión que me gustaría tener.

     —¿Cuál?

     —La de vagabundo. Magnífico: no tener familia ni obligaciones… cambiar siempre de paisaje…

     —No se lo creo, don Luis. Usted es hombre muy casero, y si usted no se enfada, muy burgués.

     —Sí, es verdad, ¿por qué habría de enfadarme? Pero, idealmente, me gustaría ser vagabundo. Claro, no aquí, sino en París, por ejemplo: un clochard. En La Vía Láctea saco unos vagabundos, bueno, unos peregrinos a Santiago de Compostela. Pero son unos vagabundos, en realidad. Las peregrinaciones eran el turismo de la época, y además se buscaba usted la salvación del alma, dos pájaros de un mismo tiro. La van a pasar en la semana esa de cine internacional. No sé si el público no se aburrirá, pero me tiene sin cuidado, yo me he divertido haciéndola. Me basé mucho en los Heterodoxos de Menéndez Pelayo.

     —Tengo muchas ganas de ver la película, porque sé que uno de los personajes es Prisciliano, que me interesa mucho…

     —¿Prisciliano? ¿Pero cómo sabe usted de Prisciliano? Es un personaje tan poco conocido.

     —Por el libro de Menéndez Pelayo. Es uno de los primeros heterodoxos españoles.

     —Sí. Caramba, caramba. No me hubiera imaginado que hubiera usted leído los Heterodoxos. Creía que sólo Conchita Mantencón. Y a usted, ¿por qué le interesa Prisciliano?

     —Porque siento que si su movimiento hubiera triunfado, el cristianismo podría haber tomado otro curso, y desde el siglo cuarto. Además es un caso apasionante, es quizá el primer caso de un mártir cristiano enviado a ejecutar por la misma iglesia cristiana. Los mismos cristianos lo entregaron al brazo secular.

     —Sí. Esos primeros siglos del cristianismo son magníficos, son como una novela, ¿verdad? Pero las novelas que se han escrito son muy malas: Quo Vadis, Ben Hur, muy malas. Se pasan páginas y páginas contando aventuras de folletín, historias de amor, y no cuentan lo que interesa.

     —Los conflictos del cristianismo con las sociedades de su tiempo, y en su propio seno.

     —Sí. Las herejías, las luchas por el poder dentro de la iglesia misma.

     —Creo que entonces a usted la película lo entretendrá, por lo menos. El que hace de Prisciliano es Jean-Claude Carrière, mi guionista, que va a venir esta tarde, dentro de un momento. Me han objetado que es demasiado joven para el personaje. Pero Prisciliano tuvo que ser joven, si no, no se explica usted la energía que puso, esos viajes por Europa, que entonces era sólo bosques y bosques y unas pocas ciudades pequeñas.

     —Esperemos que la pasen en versión original, en francés. No como Tristana.

     —Sí, es una tontería que hayan pasado Tristana en francés. He visto que ustedes los críticos han protestado por eso. Tienen razón. La versión original es la española. […]

     —Echeverría alegaba que pasaron la versión francesa porque no iba a gustar que Catherine Deneuve no hablara en francés, y que además al público mexicano no le agrada el español-español, el español de ces y zetas.

     —Qué tontería. El español de Tristana es un español muy discreto, muy cuidado, como lo hablan los personajes cultos. No como los mendigos de Viridiana, no. Galdós sabía muy bien cómo hablaban las clases sociales en España.

     —Bueno, la manera como hablan los personajes de Viridiana parece que fue una de las razones del buen éxito de la película, ¿no, don Luis?

     —Sí, creo que sí. Es que son mendigos y pícaros, y el público los tomó por el lado de lo pintoresco. A mí, ya lo sabe usted, lo pintoresco no me atrae, y mucho menos lo pintoresco español. El pintoresquismo es una de las razones del atraso de España. Y creo que de México. El otro día leí unas declaraciones de no sé qué escritor inglés, que se había decepcionado, decía, porque ya no encontraba los pueblitos típicos mexicanos. ¡Hombre! Quieren que sean pueblos atrasados, sin electricidad, sin adelantos, para que sean pintorescos. A mí me conmovía cómo hablaban los mendigos de Viridiana, sentí que volvía a estar en la España de mi infancia, y si eso lo encontraron muy pintoresco, allá ellos. Yo estoy orgulloso de nunca haber hecho una película con toreros y majas, con cante flamenco…

ÁSS

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