El socialismo cristiano de Luis Villoro

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Se cumplen cien años del nacimiento del pensador mexicano, cuyo ideario político alentaba un comunitarismo auténtico.

Luis Villoro, filósofo mexicano-español. (Foto: Octavio Hoyos | MILENIO)
Carlos Illades
Ciudad de México /

El colapso soviético provocó muy escasa reflexión en la izquierda socialista mexicana y múltiples mudanzas políticas. Algunos intelectuales mantuvieron incólumes sus convicciones frente a la catástrofe, otros treparon al vagón de la Revolución mexicana propulsado por la locomotora perredista, unos más cambiaron de adscripción ideológica estrenando las credenciales liberales, los eurocomunistas devinieron socialdemócratas de toda la vida y algunos vieron la utopía realizada en la Lacandona.

La actitud de Luis Villoro fue analítica, crítica y propositiva a la vez. Y, en cuanto al contenido de su planteamiento, postuló una recuperación moderna del primer socialismo con tonalidades cristianas. El filósofo mexicano no venía del comunismo, aunque sí de la izquierda nacionalista, y eso, aunado al rigor intelectual, le hizo procesar los acontecimientos de modo particular: ni eludió las implicaciones del derrumbe socialista, ni asumió la postura liberal como tabla de salvación. Uno y otra tenían virtudes en su haber, y ambas límites conceptuales y fracasos rotundos. El socialismo soviético se propuso la igualdad, pero devino régimen opresivo en el que el Estado engulló a la sociedad civil, mientras que el liberalismo en su búsqueda de la libertad individual auspició la desigualdad social y la exclusión de los muchos del pleno ejercicio de los derechos que hipotéticamente serían para todos. Conectar los polos de la igualdad y la libertad fue empeño del Villoro tardío.

Entrados los noventa, el filósofo mexicano consideró en crisis al Estado liberal y anotó los puntos ciegos de la doctrina política que lo sustenta, destacando la relación conflictiva del liberalismo con la democracia. El modelo asociativo liberal privilegia la libertad negativa y evita por tanto la interferencia estatal en el dominio de los derechos individuales; procura mantener el orden legal y rechazar las conductas intolerantes. El ente estatal se asume neutral, inhibiéndose de intervenir en esferas que considera ajenas a su competencia, de forma tal que los actores sociales deban resolver por sí mismos los problemas que se generan estos ámbitos, con lo cual —anota Villoro— no hace sino “consagrar, e incluso acrecentar, las desigualdades existentes”. Éstas, sin embargo, no son accidentales (en la tónica de que “unos ganan y otros pierden”), antes bien son inherentes al modelo mismo. Con ello, la comunidad se fragmenta, diluye o desaparece, circunscribiendo “la vida éticamente valiosa a la vida privada o a comunidades separadas entre sí”. Asimismo, el modelo asociativo liberal podría auspiciar el control del Estado por parte de “una sociedad civil dominada a su vez por los intereses del capital”. Por esta razón, “el único remedio sería caminar hacia un orden mundial diferente, y aun opuesto, al capitalismo mundial”.

Visto de esta manera, el modelo liberal habría de superarse mediante uno alternativo que subsane las falencias de éste. Entonces el filósofo mexicano propone el modelo igualitario de asociación para la libertad que, a la vez que afianza la libertad negativa (la no interferencia), promueve la libertad positiva orientada a que todos puedan realizar sus propios fines, asegurándose que disponga de las condiciones indispensables para llevarlos a cabo, siendo ésta además condición de la igualdad efectiva. También Villoro expande la noción de derechos humanos para que incluya los derechos colectivos y hace compatibles la libertad con la igualdad bajo el supuesto de que aquélla no debe ejercerse en menoscabo de la igualdad básica del conjunto de la sociedad y, en consecuencia, admite, de ser necesario, el deber de intervenir para que la libertad de algunos no comprometa la de todos. A esto llama el filósofo mexicano equidad, rasgo distintivo de la justicia.

El modelo igualitario tiene por antecedentes el republicanismo y el socialismo, dentro del cual Villoro se inclina por el socialismo democrático que entiende no como estatización de los medios de producción sino como la democracia “en la que el pueblo, en los lugares en que trabaja, participa activamente en las decisiones que le afectan y en los beneficios de su labor”. Dentro del modelo igualitario el Estado tiene una función activa, dado que le concierne emplear su poder no únicamente para asegurar la libertad de los particulares, sino para subsanar las desigualdades causadas por el mercado. En virtud de esto, el ente estatal está comprometido con otorgar un trato preferente a los segmentos sociales que sufren una discriminación real. Aunado a esto, aquél orienta su acción hacia el bien común que, tolerando las diferencias, proponga como fin colectivo la cooperación. A este respecto, “el Estado tiene la obligación de limitar las libertades de quienes se negaron a cooperar”. La democracia sustantiva —radical, republicana o participativa republicana, la denomina— sería entonces “la realización de la libertad de todos”, no así “la exclusión de muchos” propiciada por la democracia liberal.

VIlloro abogaba por “recuperar la comunidad perdida, pero superándola, levantándola al nivel del pensamiento liberal moderno”. (Foto: Rogelio Cuéllar)

Villoro repensó el modelo del Estado liberal basado en la homogeneidad de sus componentes y en la anulación de las diferencias. Entonces —influido por la experiencia neozapatista y el emergente multiculturalismo— propuso al Estado plural como superación de aquél. El Estado-nación no debería de desaparecer, antes bien habría de acotarse para fungir únicamente cual centro de comunicación y coordinación de los “espacios de poder locales”. Planteado de esta manera, lo que ocurriría sería una extinción paulatina del ente estatal reduciendo su presencia y funciones al mínimo, dado que el poder se redistribuiría al conjunto de los agregados comunitarios que conforman el nuevo Estado plural. Una comunidad ética —con los antecedentes de Clarens de Rousseau, los distintos experimentos societarios del primer socialismo o el comunalismo blanquista— es lo que avistaba en el horizonte el último Villoro. De esta manera, el fin de una sociedad posliberal “sería la difusión progresiva del poder de la cima de un Estado centralizado a estas comunidades de base múltiples y diferenciadas”.

El filósofo mexicano considera inviable recrear la comunidad arcaica con sus prácticas de democracia directa y equivocado volver a concepciones políticas estatistas rebasadas (i.e. el socialismo soviético o los populismos), a las que reconoce, no obstante, el interés por los desposeídos y la postulación de los derechos colectivos. De lo que se trata —según Villoro— es de “recuperar la comunidad perdida, pero superándola, levantándola al nivel del pensamiento liberal moderno”. El republicanismo sería la superación dialéctica de la comunidad arcaica, transliterándola a la clave de la modernidad para constituirla en alternativa realista al modelo liberal de asociación. Las Juntas de Buen Gobierno (caracoles) chiapanecas representarían en el siglo XXI “el camino ideal hacia un comunitarismo auténtico”.

La autodeterminación es un atributo esencial de la comunidad emancipada que vislumbra Villoro. Ésta supone el autogobierno de la comunidad mas no la soberanía y, menos todavía, la secesión territorial. El Estado plural —de índole multicultural— sería perfectamente compatible con el máximo poder de decisión a los distintos pueblos que conforman el país, conllevando “espacios de poder autónomos; subordinados a un poder de Estado, pero diferentes entre sí; aceptaría una pluralidad de sistemas políticos en una diversidad de territorios”. Y este poder de decisión en todos los ámbitos sociales se expresaría por voz de la democracia republicana participativa, actualización contemporánea de la democracia directa. La democracia republicana es para el filósofo mexicano mucho más que “procesos electorales transparentes”. Significa el poder real al pueblo sin la exclusión de ninguna persona o grupo. Ambos conforman “los únicos fines que justifican la democracia”. Villoro niega que ésta sea una propuesta utópica, en todo caso es una idea regulativa, la brújula que orientará la redistribución del poder.

De acuerdo con Villoro existe una sinergia entre la igualdad y la democracia participativa, que rencauzaría la deriva oligárquica de la democracia liberal finisecular. Con la tradición socialista y sin duda con Rousseau, Villoro apela al pueblo real y no al pueblo abstracto (liberal), concluyendo que éste debería hablar por sí mismo y autogobernarse, en lo que en un principio denominó democracia radical para luego nombrarla democracia republicana. Ésta debería ser más que un sistema de gobierno y concebirse “como un ideal de asociación política” donde el poder estaría en manos de la sociedad, invirtiendo las relaciones de dominación imperantes. Con ello se eliminaría el conflicto, dado que “todos incluirían en su propio interés el de la totalidad”. Al mismo tiempo, el poder unitario del Estado-nación se desagregaría en múltiples centros coordinados mediante un federalismo radical. Ello daría lugar a “una revolución de nueva traza” que colocaría en el centro los valores comunitarios. “En el Don de sí que supone el servicio, pueden crecer virtudes sociales hoy casi olvidadas: generosidad, desprendimiento, abnegación, fidelidad, solidaridad, humildad y, la más alta de todas, fraternidad”.

El filósofo mexicano identifica “los tres estadios de la vida ética”. El inicial corresponde a las sociedades antiguas y a la formación y consolidación del Estado. El siguiente es la Modernidad, con el Renacimiento y las revoluciones democráticas que derribaron al absolutismo. El tercero, apenas anunciado, es la crisis de aquélla —presume Villoro—, e integrará en una síntesis “el orden y la armonía como resultado de una libertad plena”. Ello conlleva la adopción de un fin común enteramente compartido por la comunidad, donde “cada sujeto adquiere su sentido al realizarse en el seno de una totalidad”. El tránsito por los tres estadios implica, “tanto para el individuo como para la colectividad, cumplir con el designio del amor, esto es, “realizarse a sí mismo por la afirmación de lo otro”. Esa sería justamente la fraternidad, obra de “la gracia” y no de la ley. La sociedad plenamente reconciliada en la comunidad, sin antagonismos que la fisuren.

Carlos Illades

Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de 'Vuelta a la izquierda' (Océano, 2020).

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