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Un sendero surreal

Guía de forasteros

Una especie de amor y odio a la estética poética de Mallarmé conduce a adorarlo, o bien a desmarcarse de él en un gesto intrépido de radicalización vanguardista.

Carlos Chimal
Ciudad de México /

Hay caminos de incertidumbre y existen senderos plagados de certezas, aunque en un inicio nos parezcan intransitables. Tal es el caso de los caligramas de Guillaume Apollinaire, contemporáneos de los papiers collés cubistas de Georges Braque, sin olvidar las parole in libertà futuristas, así como “la palabra como tal”, anunciada por los poetas rusos Vélimir Khlebnikov y Alexei Krouchonykh. Todos partieron de una misma estación ferroviaria, Un coup de dés, el poema de Stephane Mallarmé de 1897. Todos ellos anuncian un hecho irrefutable: Lo sólido tiene un enorme vacío interior.

El plein air impresionista de Manet y la estructura prismática del cuadro cubista poscezaniano representaron dos ámbitos de la poética mallarmeana que ya se habían manifestado en la forma sintética del soneto (especialmente en Une dentelle s’abolit), diez años antes del Coup de dés. Como quiera que sea, una especie de amor y odio a la estética poética de Mallarmé conduce a adorarlo, o bien a desmarcarse de él en un gesto intrépido de radicalización vanguardista. Esta ruta fue pavimentada con la poesía concreta de los años de 1950.

A las obras cubistas de Braque y Picasso se les calificó de “crípticas”, al igual que la poesía de Mallarmé. El futurista Gino Severini intentó darle explicación proponiendo un “divisionismo de las formas” y una “compenetración de los planos”, como acontece cuando el poeta se encuentra en proceso de recreación de las palabras. Un ejemplo es la colaboración que se dio entre Juan Gris y Pierre Reverdy; juntos experimentaron lo que puede significar bipolaridad en la escritura plástica.

El tren de Mallarmé se detiene en la estación de Odilon Redon, cuyos cuadros se regodean en la sugestión psicológica, esto es, en el intento de penetrar la mente del otro mediante el poder del arte y adueñarse de sus sueños; su mano está guiada por el simbolismo, opuesto a la óptica impresionista, así como a la descripción y el relato literarios. El auge de la imaginación onírica durante el siglo XX se inscribió en esa tensión entre lo óptico y lo simbólico. Los procedimientos del collage y del montaje, ambos derivados del movimiento Dadá y reciclados por el constructivismo poscubista y el surrealismo, se toparon aquí con un sesgo histórico. El diálogo entre arte y poesía tuvo encuentros festivos en las peintures-poème de Joan Miró, si bien atendió otras formas de imaginación visual, es decir, la fotografía y el cinematógrafo. Tal fue el caso de Rodtchenko, quien ilustró con fotomontajes el “Pro Eto”, de Vladimir Mayakovski.

Recuerdo que durante una charla con el brillante químico y mecenas del arte, Carl Djerassi, quien donó una colección personal de dibujos de Paul Klee al museo de Arte de San Francisco, me aseguró que los signos abreviados de dicho artista tienen algo de desparpajo, de burlesco. Más allá de la abstracción llamada “geométrica”, el énfasis en asuntos clave de la pintura, como son el punto, la línea, el plano, el color, no están muy alejados del lenguaje poético y su proceso creativo.

Con Marcel Duchamp, émulo de Mallarmé y lector de Jules Laforgue, la sugestión simbolista derivó en un ente con aires mecanicistas. Sin embargo, como indican las actividades extrapictóricas de Duchamp, la poética mallarmeana va más allá de la genealogía tanto de la poesía como de las artes visuales. No está por demás hacer notar que Mallarmé también se interesó por la música y las artes escénicas, el teatro y la danza, desechando el modelo wagneriano de la obra de arte total.

Hay quienes piensan que la intención de Mallarmé al abrir brecha especulativa era regresar a un paraje olvidado y recuperar, entre los remanentes de la fe oscura y la parafernalia cotidiana, el misterio que guarda la experiencia poética. Esta brecha llega a un continente inédito, moderno, que va desde las peculiares innovaciones teatrales de Edward Gordon Craig y Adolphe Appia, pasa por las “actividades” de la danza posmoderna norteamericana, permite que se unan a su convoy la aportación de la biomecánica y lo grotesco puesto en práctica por Vsevolod Meyerhold.

Un vagabundo de estos senderos surreales fue Antonin Artaud, quien se volcó hacia la poesía luego de sus desencuentros teatrales. Enamorado del camino propuesto por Mallarmé, confesó, en 1933, su propia experiencia al andar por dicha ruta: “Es una nada que se resuelve en el infinito después de pasar por lo finito, lo concreto y lo inmediato; transitas acompañado por una música basada en la nada”.

La ruta abierta por Mallarmé desemboca en un lago: la muerte del autor. Docenas de artistas se bañaron en sus aguas, animados por la novedosa teoría de la información y en las estructuras de la música serial, surgidas a mediados del siglo XX. Umberto Eco prefirió navegar rumbo a una isla; desde ahí anunció la transformación de la sugestión simbolista por “la obra abierta”, que él definió como “un campo de posibilidades interpretativas”.

La máquina Mallarmé pita, anuncia su paso por el retiro voluntario de Joseph Cornell en la avenida Utopia Parkway del barrio de Queens, Nueva York, donde este creador llevó a cabo una sorprendente síntesis de la poética del objeto y lo maravilloso surrealistas al enlazarlos con el imaginario simbolista. Defendió un área natural protegida, nombrada antes por Mallarmé como “expansión total de la letra”, ámbito que ha resistido los embates de la basura digital, a pesar de que desde la época de los medios analógicos de neutralización masiva su significado se ha diluido gracias a la banalización del conocimiento.

Así llegamos a un primer destino, Die (1962), el cubo negro de Tony Smith que navega bajo la bandera de un corsario llamado Mallarmé.

AQ

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