Grave men, near death, who see with blinding sight
Blind eyes could blaze like meteors and be gay,
Rage, rage against the dying of the light.
Dylan Thomas
Nueva York es una ciudad que lucra con su historia. Tal aseveración parecería una obviedad —¿cuál de todas las ciudades importantes no medra con su pasado?—; o una paradoja, pues si hay una ciudad desentendida de sus raíces es precisamente esta, en tan perpetua mutación que lo único constante en el paisaje urbano resultan los andamios y mamparas.
Más que fidelidad histórica hay impostación. Si uno deambula por el Lower East y se asoma a una insigne tienda de ropa para motoristas, notará las paredes decoradas con fotografías en blanco y negro de The Ramones, Iggy Pop, Debbie Harry y David Bowie. Y si, cerca de la calle Christopher, atisba el interior de una sastrería, cuyas octogonales vidrieras exhiben británicos trajes de tres piezas, verá que sus muros ostentan retratos de Andy Warhol, David Bowie, los Ramones y… Johnny Rotten, ese emblema de la elegancia. Una galería de Chelsea despliega, junto a reproducciones de fotógrafos como Man Ray, los rostros de Andy Warhol, David Bowie, Iggy Pop y Debbie Harry. Manhattan ha mitificado los años setenta, cuando los jóvenes procedentes de otras vecindarios de la isla —como Queens o el Bronx— merodeaban por los barrios donde pululaban los yonquis, las prostitutas y los delincuentes de poca monta, mientras que en el punto opuesto de la urbe, la alta y decadente sociedad se congregaba en el Studio 54. Para las nuevas generaciones, entusiastas de todo aquello que proclama ser vintage, los rostros de las celebridades y de los delincuentes, de los punks y de los millonarios, que habitaron esa Nueva York sucia y guarra de los setenta, se confunden en las paredes, gracias a la nostalgia, cuyo hermano es el olvido.
Pocos lugares ilustran tan fielmente esa nostalgia como Greenwich Village, el vecindario más célebre de Lower Manhattan. El perímetro de las calles de MacDougal, Blecker, Sullivan, Thompson y la Tercera Oeste da una buena idea de cómo era el Village hace setenta años. En contraesquina del café Wha?, situado en el número 115 de MacDougal, en el que debutó Bob Dylan y Jimi Hendrix comenzó su ascenso meteórico, se encuentra la Minetta Tavern. De muros cubiertos por paneles de madera que ostentan caricaturas de los parroquianos ilustres, asientos revestidos de lujoso cuero color borgoña y una iluminación a base de mortecinos candelabros, la antigua taberna situada en el callejón Minetta —que debe su nombre a un riachuelo al cual los indios lenape llamaron “Manette”, que, aseguran algunos historiadores, aún corre debajo de la superficie—, no solo es un vestigio de las correrías de los beatniks, sino del pasado italiano del vecindario. William Burroughs, Allen Ginsberg, Gregory Corso y, por supuesto, Jack Kerouac, quien inmortalizó el restaurante en La vanidad de los Dulouz, solían pernoctar aquí.
Del otro lado de la acera, en el número 116, estuvo el Gaslight. Fue el primer café que albergó lecturas de poesía en Nueva York —una novedad que provenía de San Francisco— e incluso editó, brevemente, la Gaslight Poetry Review, donde aparecieron algunos de los poemas que en esas noches Diane di Prima, LeRoi Jones (conocido posteriormente como Amiri Baraka) y los mencionados Kerouac, Ginsberg y Corso. Emblemático de esa vida bohemia, fue reconstruido para la cinta Inside Llewyn Davis de los hermanos Coen, donde varias de las escenas suceden ahí.
Con el viaje planeado con meses de antelación, mi esposa Adriana y yo habíamos decidido pasar la noche de Halloween del 2024 en un club ubicado en un sótano. Supuestamente, en la superficie, donde hoy está un estudio de tatuajes y de piercings, NYC Incs, había funcionado el célebre café. Como en el famoso verso quevediano “Buscas en Roma a Roma”, en realidad arraigó donde hoy se encuentra The Up & Up, el bar en el que teníamos reservación. Entre esos muros, ahora tapizados de diseños florales que evocan un estilo camp, detenido entre 1950 y 1960, que despliegan collages realizados con anuncios de viejas revistas, fue que Kerouac y un sinfín de músicos, locutores y periodistas, conversaron en la barra a media luz. Acaso de ahí derive el nombre del antro actual: una buena velada bohemia, en las postrimerías de los cincuenta y los primeros años de los sesenta, requería de continuas excursiones a la superficie, pues el Gaslight no tenía permiso para vender alcohol y quien quisiera animar esas interminables charlas con cerveza o whisky, debía subir al Kettle of Fish por sus pintas y copas. O acaso simplemente The Up & Up sea un mero juego de palabras que alude a estar en boga.
Varias décadas han pasado desde que el Kettle of Fish dejara la calle MacDougal; varios años más, desde que se mudara al número 130 de la Tercera Oeste; y ya una década desde su asentamiento en el número 59 de la calle Christopher, en plena plaza Sheridan, que antaño albergó el Lion’s Head, ilustre tugurio frecuentado por “bebedores con problemas de escritura”, según rezaba una frase popular, entre cuyos parroquianos se encontraban escritores, periodistas, políticos y hasta sacerdotes y monjas.
Convertida en una romería de comercios atestados, comensales dispuestos a comprar rebanadas de pizza de alcachofa, jóvenes en busca de fiesta, corrillos de estudiantes de la Universidad de Nueva York y los infaltables repartidores de comida en sus bicicletas que no respetan las indicaciones de tráfico, es imposible curiosear por MacDougal. Para reponernos, esa tarde de sábado nos encaminamos al Kettle of Fish. Caía el crepúsculo, el cielo, de un terciopelo azul desvaído y jirones de nubes malvas, iluminaba la acera en la que se arremolinaban los curiosos, que bebían cerveza barata sin ningún recato. Tras cruzar la entrada a desnivel, cuyo dintel preside un rótulo de madera más propio de una taberna en los muelles que de una del West Village, se encuentra la barra. Tras la puerta, a la izquierda y confundida entre otras fotografías, cuelga una copia del célebre retrato de Kerouac afuera de la locación original, donde fulgura un anuncio de neón que proclama B A R en mayúsculas; reliquia que, para adoración de muy pocos, se resguarda en la parte trasera. Menos visible, casi una presencia fantasmal, a la izquierda de Jack, quien parece exhibirse en una actitud un tanto agresiva y otro poco pasiva, con la camisa blanca remangada, cuyo bolsillo derecho se ladea vencido por el peso de la cajetilla de cigarrillos, aparece Joyce Johnson, efímera novia suya y escritora, quien en In Door Wide Open: A Beat Love Affair in Letters relata que Jerry Tulsman les tomó esa fotografía en el otoño de 1958.
A juzgar por las fotografías de la última noche del Lion’s Head, el interior no sufrió alteraciones, pero ahora, entre las botellas de licor, los vasos y los tarros, se ofrecen a la venta camisetas y chucherías de memorabilia de los Empacadores de Green Bay, y el muro que lucía los libros publicados por aquellos borrachos con problema de escritura no existe más, pues el otrora bebedero contracultural se ha transformado en una capilla de los fanáticos del equipo de Wisconsin. Vástago espurio de dos extintos bares de abolengo —el trazo y las paredes con dianas para dardos recuerdan al Lion’s Head, mientras que las fotografías y el letrero de neón del fondo evocan al original Kettle of Fish—, hoy, con sus máquinas de pinball y sus compartimentos ubicados en la segunda estancia, donde grupos de jóvenes gritan y bromean al calor de las pintas, recuerda más a un bar estudiantil del Medio Oeste que a un antro donde alguna vez la tinta corrió tanto como la cerveza. Esa tarde, Adriana me tomó algunas fotografías en la barra, junto al retrato de Jack y afuera, donde una mujer anciana, que bebía cerveza de una lata, nos aplaudía con los ojos entrecerrados por el alcohol.
Como he dicho, habíamos planeado pasar la noche del jueves 31 de octubre en The Up & Up. En MacDougal, cerrada a la circulación de vehículos, desfilaban individuos contentos de, por una vez, dejar el anonimato y ostentar su creatividad, a menudo evocando a un personaje de los cómics o las películas más comerciales —el disfraz de Beetlejuice fue el más popular—, pero en otras ocasiones mostrando su personalidad cotidiana, sin que nadie los viera como freaks: travestis enfundados en altas botas de plataforma con espesas pestañas que recordaban aquella moda de los ojos de araña. ¿Cuál es el mejor disfraz, quién detenta la mejor máscara? ¿Quienes encontraron una máscara para decir su verdad —acotaría Oscar Wilde—, o quiénes, por un día, muestran su rostro verdadero?
Si para otras culturas el carnaval cumple una función liberadora, en Estados Unidos —o Nueva York, o el Village, al menos—, la noche de los espíritus es el momento en que los taciturnos ciudadanos permiten que su personalidad secreta asuma el protagonismo; donde la premura deja de ser el cariz distintivo del neoyorquino y cualquiera está dispuesto a detenerse, mostrar orgulloso su disfraz, sonreír (o, más bien, gruñir) y continuar deambulando hasta que otro curioso los detenga pagando el óbolo de la fotografía y la felicitación por su ingenio. Había quienes en letras grandes anotaban su nombre de usuario en Instagram para que los mencionaras al publicar la fotografía. He aquí otra subversión: en la urbe del anonimato y la privacidad, aprovechando que el velo que separa los mundos se ha alzado, abundan quienes quieren mirar a los ojos de los desconocidos, proclamar su nombre y ser reconocidos.
Escapamos de la pretensión constipada de The Up & Up y recalamos en The Kettle of Fish, en cuyo exterior se agitaban remolinos de gente. Como surfistas que planean con el oleaje, aprovechamos una embestida de la multitud para ingresar. En el desconcierto, descubrimos que una pareja se disponía a abandonar la barra, por lo que me apresuré a reservar los taburetes aposentando mi mochila a manera de pica en Flandes. Frenéticamente, el cantinero destapaba botellas de cerveza, distribuía latas de cerveza Lite —la bebida más barata, por ello, de gran demanda— e incluso se daba tiempo para confeccionar rápidos cocteles, casi siempre, margaritas, aunque Adriana le pidió un bourbon y yo una ginebra con tónica.
Ninguna taberna más dilecta por la memoria literaria que la White Horse. Situada en la calle Hudson, cerca del River Hudson Park, debe su fama a ser la segunda más antigua de Manhattan que continúa abierta; y su infamia, a que aquí Dylan Thomas bebió una docena de whiskys —la leyenda ha elevado el número a 18— antes de desvanecerse inconsciente una noche de noviembre de 1953.
Como si fuera un auténtico espíritu familiar, por doquier figura y fulgura la ubicua presencia del poeta galés, desde una fotografía enmarcada frente a la entrada principal, a la izquierda de la barra, justamente donde solía sentarse, hasta uno de sus poemas escrito sobre el leproso mercurio de un espejo, sin faltar los recortes de periódicos e incluso una mención en las paredes de los sanitarios. Ni rastro, en cambio, de otro de los parroquianos que más de una vez cabalgó la borrachera a lomos de este caballo blanco; acaso porque no era bienvenido (KEROUAC GO HOME!, vociferaba un graffiti en los baños, según recordó en Ángeles de Desolación). A tono con los espectros, esa mediatarde del martes 29 de octubre, a nuestras espaldas, pues nos sentamos en el exterior, los dedos del viento parecían tañer en los toldos ondas Martenot.
Como la mayoría de los bebederos descritos en esta crónica, The White Horse carece de las cualidades que lo prestigiaron. En una mesa cenaba un oficial de policía con un amigo de civil; y en otra, una familia que miró con suspicacia que tomara fotos del espejo. Si había algún escritor, sería el joven de barba y sudadera que ensimismado tecleaba en su computadora portátil. Por supuesto, el aura bohemia y la aureola que los ángeles caídos extraviaron se conserva cuidadosamente, protegida por vitrinas y con iluminación indirecta, porque es rentable. Los sitios pueden sobrevivir arraigados en sus enclaves originales, como The White Horse o Minetta, pero transformados en un santuario en el que los turistas deben pagar un óbolo desmedido por encender la vela votiva a sus santos bebedores. O bien, mantener el nombre, como The Kettle of Fish o The Lion’s Head, pero ubicado en otra locación. Finalmente, queda otra variante: negocios prestigiados porque se instalaron donde alguna vez hubo un templo de la vida social, como el Benoit —un restorán francés abierto en el mismo sitio donde pereció La Côte Basque, el santuario de la alta cocina francesa neoyorquina que Truman Capote volvió infame en Plegarias atendidas— o The Up & Up. Nada ejemplifica mejor esta usurpación que la boutique de John Varvatos, abierta donde estuvo el CBGB, la cual se han convertido en un centro de peregrinación para quienes crecimos con el punk y la new wave.
Rubem Fonseca, quien escribió una crónica de la borrachera de Thomas, concluyó dicha evocación sentenciosamente: “Era noviembre. Pronto llegó la nieve y la ciudad no tardó mucho en olvidar al poeta”. No fue profeta. En una extraña ironía, la muerte de Dylan Thomas pareciera un sacrificio para asegurar la supervivencia de su pub favorito: The White Horse Tavern existe por Thomas; y, para muchos, él existe porque bebía ahí. Mejor entonces que hayan corrido a Kerouac y que su espectro deambule por otros lares. Ciertamente, todo bar debería contar con el espíritu de un escritor, pero dos fantasmas de escritores borrachos son demasiados, sobre todo si no se doblegan ante la oscuridad y manifiestan su rabia hasta el fin.
AQ