Cada textura, volumen, cada color en la obra de Manuel Felguérez posee una asombrosa capacidad para mutar con sólo contemplarlos desde un ángulo distinto. Las formas se transfiguran sin perder su esencia; recomponen el espacio que absorbe la mirada: extraño territorio de geométrico equilibrio; paisaje onírico que hechiza e hipnotiza y sugiere siluetas familiares o contornos arbitrarios que lenta, progresivamente, ensamblan una fantástica legión de seres insumisos.
La magia de lo abstracto: el ojo mira, el cerebro inventa. Manuel Felguérez concibió mundos, máquinas, objetos, creaturas. Recurrió a todos los elementos y herramientas. El pincel, la computadora, los metales, el mármol, la madera, la cerámica, el papel maché. Su universo era más racional y menos emotivo pero no por eso proyectó un temperamento álgido o glacial. La experiencia estética en su obra es, quizá, una de las más intensas en el arte mexicano. Ahí, en efecto, hay una cierta evocación al cubismo, al modernismo. Sin embargo, su ambición plástica fue incansable, estuvo siempre un paso adelante de sus contemporáneos.
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Manuel Felguérez fue un artista de otro tiempo. Esteta del futuro: Crisálida (2014), por ejemplo. Un Volkswagen convertido en escarabajo sci–fi, vehículo o monstruo como extraído de la imaginación de H. R. Giger o de la distopía platónica de Blade Runner. Y qué decir de Máquina del deseo, prodigio conceptual que concibe una ruptura con la proporción entre los muros o La puerta del tiempo, escultura en Rectoría de la UNAM, o las mujeres de cerámica o los ciclistas de metal y papel maché. Sus creaciones apostaban por la potencia luminosa.
Nacido en Zacatecas en 1928, Felguérez fue amigo entrañable de Jorge Ibargüengoitia (con él formó una insurrecta tropa de boy scouts a la que perteneció Juan García Ponce), y también, como el autor de La ley de Herodes, fue un estudiante indócil. Tenía fobia al letargo académico, mas su veneración por los mentores (Ossip Zadkine, principalmente) era insobornable. Su peregrinar por las escuelas francesas nutrió su espíritu y su sensibilidad, forjó en él una prodigiosa disciplina. Jamás abandonó la búsqueda de la belleza. Fue su perpetua obsesión.
En Tajimara (1965), corto dirigido por Juan José Gurrola y basado en el cuento homónimo de Juan García Ponce, Manuel Felguérez diseñó la producción y aparece en los cameos de las fiestas que Julia y Carlos, los hermanos incestuosos, organizan en la casa de campo de sus alegrías y sus tristezas. Felguérez es uno más de aquella tribu. Bebe, conversa, se disimula al ojo de la cámara de Antonio Reynoso. Es el hombre y no el artista, el mismo que fraguó la armonía visual de La montaña sagrada (1973) de Alejandro Jodorowsky.
En 1975, La máquina estética fue uno de sus proyectos emblemáticos, en el que probó la simbiosis computadora–mente humana para producir diversas variantes de un boceto predeterminado por el artista, pero siempre he pensado que la imaginación de Manuel Felguérez, su sensibilidad por el color y su audacia como uno de los miembros más importantes de la generación de la Ruptura, demostraron que la verdadera máquina estética estaba en sus puertas perceptivas, hasta el 8 de junio en que abandonó el planeta para integrarse al infinito de alguno de sus cuadros.
Descanse en paz, maestro. Su obra es inmortal.
SVS | ÁSS