A la memoria de Ignacio Trejo Fuentes (1955-2024)
I
Tal vez había estado soñando con el árbol de oro que recibe al viajero en su ascenso hacia la fortaleza en la Isla de Mezcala. Fue entonces cuando, por breves instantes, desde la camioneta que nos conducía por la autopista, pude ver, en un recodo del bosque, un conjunto de árboles a medias carbonizados por los recientes incendios que asolan el país. Y fue quizá la firme estampa de sus troncos y ramas retorcidos, flagelados por el fuego, lo que me hizo recordar otros, recientemente vistos en los cuadros de Manuel González Serrano (Lagos de Moreno, Jalisco, 1917-Ciudad de México, 1960). Árboles cuya sustancia, más allá de la pintura en la que han quedado resueltos, se funde con aquella en la que el pintor ha visto las señales de un sufrimiento universal: el de Cristo, el del propio pintor, el de todo lo que existe y, por su misma naturaleza, está destinado al deterioro y la muerte. Árboles de un dolor extremo, que suelen alzar sus ramas puntiagudas hacia un cielo casi siempre vacío, en el que las escasas nubes que los acompañan parecieran replicar sus formas; ramas como manos descarnadas, filosas, amenazantes, suplicantes.
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II
Pájaros. Vimos una parvada sobre el bosque carbonizado. ¿Qué buscan ahí, donde no parece alentar siquiera un soplo de vida? Llegan y se posan. Son siete, como en esa otra pintura de González Serrano. Nada le piden al venero que fluye manso entre las ruinas. ¿Cuervos, urracas? Al fondo, estos árboles y sus frondas, casi por una vez se inclinan hacia el espejo de las aguas. Todo parece indicar que son los únicos sobrevivientes de un crimen pretérito. Y, más allá, las ruinas de algo que parece un acueducto. ¿Qué se oye en esta pintura? El rumor del agua, los pájaros, esa ajena conversación. Un batir de alas, un minucioso picoteo sobre la piedra desnuda. El torrente que gira en torno a una roca. Y más allá el viento que arracima las nubes, y eso otro, que también se oye: la lejanía.
III
Todo manicomio es un castillo. O un laberinto. O una trampa. ¿Un refugio? Richard Dadd entró, luego de matar a su padre con un hacha, y nunca volvió a salir, ahí pintó The Fairy Feller’s Master-Stroke, una miniatura que sólo en apariencia ilustra un cuento de hadas y sobre la que Octavio Paz escribió unas páginas memorables. Tampoco salió del encierro Martín Ramírez, ese otro mago jalisciense que pintó trenes, jinetes y madonas de belleza única, sin haber recibido nunca una educación artística. En el manicomio de Rodez, en Francia, Antonin Artaud pintaba el rostro que su más querida amiga habría lucido en “una época bárbara”. Leonora Carrington entró, escapó y dejó testimonio: Memorias de abajo es, al lado de la Aurelia del poeta Gérard de Nerval, uno de los relatos más espeluznantes —y conmovedores— de una estancia en aquellos territorios restringidos. El pintor Manuel González Serrano entró y escapó tres veces del tristemente célebre manicomio de La Castañeda, como Artaud recibió electroshocks de la manera brutal con que se aplicaban entonces. Y siguió pintando.
IV
El árbol se vuelve rostro, es el árbol de la crucifixión. ¿Cómo no ver en estos árboles torturados nuevamente el rostro del pintor? Las ramas son ahora las espinas que lo hieren, la sangre que gotea es la savia que ha de ¿fecundar el mundo? ¿devolver al mundo de los cuerdos el sufrimiento de quien está más allá de la cordura? Los autorretratos de González Serrano no tienen tal vez una función redentora; son, me parece, resultado de una minuciosa observación de un dolor íntimo, a la vez físico y espiritual, que el pintor asocia con los símbolos claramente representativos de la tradición cristiana: la cruz, la corona de espinas y el rostro del crucificado sobre el que se superponen los propios rasgos del pintor. Yo he sufrido más que Cristo, es una frase suya. Y es la frase que su sobrina, María Helena González, historiadora del arte y curadora de esta espléndida exposición, ha elegido para titular la amplia muestra de su obra que todavía puede verse en el MUSA de Guadalajara.
V
Miro este cielo entre el humo gris de los incendios que se propagan bajo un sol que nos calcina y que ha obligado el repliegue de las aguas. En torno a la Isla de Mezcala, en la gran laguna, mientras el velero se adormece… vemos –o así lo creo- sobre el azul de las aguas, el rostro de Olivia. La bella que el pintor resguardó en un capelo. Todo es confuso cuando se avanza sobre el agua en la canícula. Y, sin embargo, sé muy bien que se trata de la escritora Olivia Zúñiga, tras el leve cristal, circundada de abrojos, isla ella misma, de rostro altivo y grandes ojos almendrados. El pintor la guarda ahí, como se guarda la imagen de una santa. La protege ¿de qué? El mal, parece decirnos, surge de un fondo que desconocemos.
VI
Tendremos que mirar esa flor. Es la primera y la última. Mirar con atención su poderío sexual, su gota seminal surgiendo de un fondo oscuro, sus pequeñas fauces, sus cinco pétalos como otras tantas alas volátiles. Es la flor que surge de un corazón humano, la que en sí misma alberga todas las contradicciones acendradas en ese limo nutricio, henchido de sangre. La flor de la alquimia hace pensar en aquellas palabras que André Breton imprimió en Arcano 17: “Sí, los más altos pensamientos, los más grandes sentimientos pueden conocer un decaimiento colectivo y también el corazón del ser humano puede quebrarse y sus libros pueden envejecer y todo debe, exteriormente, morir, pero un poder que no es para nada sobrenatural hace de esa muerte misma la condición del renuevo”. En la noche de lo que sólo se ve cuando es de noche, en el día del vaso translúcido, en el agua del origen: la flor que reúne sol y luna, la que con su sola presencia dice, la que habla sin palabras, la que está desde antes, y estará después.
AQ