Mapa de un verano literario

Ensayo

“Escribir es dejar signos, indicios. Narrar y sobre todo ensayar es seguirlos e interpretarlos. La literatura es un asunto de cartógrafos pero también de cazadores”, escribe el autor de este texto que indaga en su propia escritura.

"Una búsqueda de atisbos y señales que he intentado continuar ayudado por la literatura, ese otro mapa que exige ser descifrado". (Pixabay)
Mauricio Montiel Figueiras
Ciudad de México /

I

Una de las imágenes literarias más enraizadas en mi memoria se remonta a un verano de mi niñez, a la portada de una novela que hasta la fecha supongo policiaca y cuyo título nunca pude registrar. Es cerca de medianoche, y el calor ha hecho desovar a las arañas en la chimenea de la casa de campo que mi familia alquila anualmente para las vacaciones escolares. La idea de compartir el mismo espacio con un batallón de insectos que sojuzga el mobiliario de madera me impide conciliar el sueño, por lo que salgo de la cama y voy a la sala en penumbra para enfrentar el horror artrópodo. Enciendo una lámpara, avanzo de puntillas hasta el reducto de los invasores y los veo columpiarse, casi invisibles, en una frenética geometría de hilos entrecruzados que alcanza la repisa de la chimenea, donde dormitan los paperbacks que los propietarios de la casa —una anciana pareja constituida por un canadiense y una mexicana— han entregado a la siesta amarillenta de las cosas en desuso.

Me llama la atención uno de los libros y, venciendo la repugnancia, le quito de encima a seis o siete arañas minúsculas para luego concentrarme en su cubierta, que ofrece a un hombre degollado con los brazos abiertos al pie de una cascada que hace las veces de altar cristalino en medio de una de esas catedrales que suele erigir la flora desmesurada del trópico. Veo que la sangre mana del cadáver en hebras tan frágiles como las que usurpan la chimenea; veo, entre el inglés desvaído de la contraportada, algunas palabras de ecos misteriosos: murder, summer, thriller. Sin que mis padres se dieran cuenta, el libro pasaría a formar parte de mi equipaje de regreso a la ciudad, junto con otros fetiches que con los meses perderían sus atributos mágicos: piedras recogidas al borde de la laguna, una resortera de plástico azul, una Polaroid rota rescatada del polvo de un sendero. El libro, no obstante, seguiría ejerciendo su embrujo: era un verano —la intuición, el recuerdo de un verano— que cabía perfectamente en la palma de una mano que pronto, temblorosa, empezaría a escribir cuentos de corte policiaco recorridos por la sombra de un personaje dispuesto como ofrenda en una suerte de altar estival.

Esa pulsión detectivesca, esa recolección de elementos en apariencia discordantes —libro, piedras, resortera, Polaroid— que al ser congregados bajo una misma luz evidencian sin embargo una armonía oculta, me han servido como guías también en el territorio del ensayo, donde trato de aplicar las conclusiones a las que el historiador Carlo Ginzburg llegó a partir del trabajo de Giovanni Morelli, el crítico de arte italiano que mezcló erudición e intuición —las bases de todo buen ensayista a mi modo de ver— para generar una técnica de análisis admirada ni más ni menos que por Sigmund Freud.

“El conocedor de materias artísticas es comparable con el detective que descubre al autor del delito (el cuadro) por medio de indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles”, dice Ginzburg al referirse a Morelli, y en este método indicial se capta a la vez un método ensayístico que recuerda la noción de Walter Benjamin en “París, capital del siglo XIX”, uno de sus textos centrales: “Cualquiera que sea la huella que el flâneur persiga, lo conducirá a un crimen”.

Heredero de ese flâneur que paseaba por las calles parisinas en pos de indicios —un libro, un juguete, una fotografía— que le permitieran hallar una solución a los enigmas planteados por la ciudad, el ensayista desarrolla un sistema interpretativo similar al que Freud localizó en los escritos de arte de Morelli y que se fundamenta, señala Ginzburg, “en lo secundario, en los datos marginales considerados reveladores. Así, los detalles que habitualmente se juzgan poco importantes, o sencillamente triviales, ‘bajos’, [proporcionan] la clave”.

Sergio González Rodríguez dijo que para atrapar al lector el ensayo debe acudir a ciertas estrategias del thriller, esa palabra que leí por primera vez en mi infancia en una novela que aún supongo policiaca. Efectivamente: el ensayo tiene que consolidarse como un thriller del intelecto, una telaraña que envuelva poco a poco con sus revelaciones producidas gracias a esos “datos marginales”. El ensayista es la araña minuciosa, el detective que entrega el informe de una investigación apoyada en “indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles”, el flâneur que invita a dar un paseo por las calles del conocimiento y la inteligencia.

II

Aunque no estrictamente libresca, hay otra imagen que me acompaña desde la infancia y que se relaciona también con aquellos veranos en el campo: el juego que a mi padre le dio por llamar “la búsqueda del tesoro”. Aprovechando que algunos mosaicos de los baños de la casa alquilada tenían la efigie de los barcos piratas de mayor renombre —una excentricidad que aún no puedo explicarme—, mi padre logró una noche que el cónclave de incautos integrado por mis hermanos y yo creyera que Sir Francis Drake, el más mítico de los bucaneros, había naufragado a orillas de la laguna cercana y escondido antes de morir un cofre stevensoniano lleno de riquezas.

A la mañana siguiente, pretextando una de sus famosas caminatas, mi padre desapareció durante el desayuno familiar, solo para regresar más tarde blandiendo un trozo de papel que aseguró haber hallado en la laguna. El papel en cuestión era, lógicamente, el mapa del tesoro de Sir Francis Drake; la tinta deslavada, las flechas y otras señales que querían ser crípticas y sobre todo una imaginación a prueba de balas impidieron que el cónclave de incautos reunido en torno de la mesa del desayuno reconociera la inconfundible labor de la mano paterna.

Así, en medio de una ansiedad que se haría insoportable con el paso de las horas, comenzó la cacería del botín. Escoltado por el verdadero autor del mapa, el cónclave de incautos echó a andar bajo el sol de verano, obedeciendo al pie de la letra las indicaciones legadas por el falso bucanero, descifrando las pistas más indescifrables —¿qué significaba esa cruz, dónde estaba aquella enorme roca ovalada?—, comparando la ruta de tinta de la ficción con los rumbos terrosos de la realidad. Siempre que un miembro del cónclave daba con un vestigio que correspondía al mapa —ora un cruce de senderos, ora dos árboles entregados a un insólito abrazo vegetal—, la ansiedad crecía para ser reemplazada de inmediato por la decepción: aquel vestigio solo llevaba a otra pista que a su vez conduciría a otra y otra más, ad infinitum.

De aquel mediodía tachonado de ilusorias huellas piratas recuerdo especialmente, aparte de la sudorosa agitación que se había apoderado de los integrantes del cónclave, la cabra muerta, destripada a mitad de un camino y reclamada por las moscas, que mi padre —ni tardo ni perezoso— atribuyó a la maldición de Sir Francis Drake. Recuerdo también que, conforme se aproximaba la hora del almuerzo, los buscadores de tesoros empezamos a acusar graves síntomas de hambre y cansancio e incluso a sufrir visiones de viandas humeantes: el juego había concluido, el botín se había trasladado súbitamente a la cocina de la casa alquilada.

Recuerdo o creo recordar que, durante el regreso de la expedición, el cielo se nubló con rapidez vertiginosa: una típica tormenta estival se incubaba en la otra orilla de la laguna, prometiendo una tarde de terraza con libros y relámpagos húmedos. Recuerdo haber comprendido después, mientras me bañaba y seguía el barco de Sir Francis Drake en su inmóvil navegación por los mosaicos de la ducha, que a final de cuentas el auténtico objetivo de ese día no había sido el tesoro, la recompensa por la búsqueda, sino la búsqueda misma. Una búsqueda de atisbos y señales que he intentado continuar ayudado por la literatura, ese otro mapa que exige ser descifrado.

“‘Descifrar’ o ‘leer’ los rastros de los animales son metáforas —anota Carlo Ginzburg al aludir al cazador que podría haber sido el primer narrador—. No obstante, se siente la tentación de tomarlas al pie de la letra, como la condensación verbal de un proceso histórico que llevó, en un lapso tal vez prolongadísimo, a la invención de la escritura. Esa misma conexión ha sido formulada […] por la tradición china, que atribuía la invención de la escritura a un alto funcionario que había observado las huellas impresas por un ave sobre la ribera arenosa de un río”. Escribir es dejar signos, indicios. Narrar y sobre todo ensayar es seguirlos e interpretarlos. La literatura es un asunto de cartógrafos pero también de cazadores: hay marcas en los mapas lo mismo que sobre la tierra pisada por criaturas que se esfumaron y se deben buscar.

III

Arañas, thriller, lluvia, verano: palabras o pistas —en el fondo son lo mismo— que han guiado mi búsqueda en la escritura. Para ilustrar la “pulverización de la realidad” emprendida por Lucrecio en De rerum natura, Italo Calvino cita entre otras imágenes a “las telarañas que, mientras andamos, nos envuelven sin que nos demos cuenta”. Quisiera pensar que el desconcierto tejido por las arañas en la chimenea de la casa alquilada —una chimenea vuelta librero improvisado, biblioteca inaugural— me ha acompañado siempre a la hora de escribir; quisiera creer que mis textos transmiten, no sé si eficazmente, ese desconcierto: una sensación de telarañas que “nos envuelven sin que nos demos cuenta”, una vaga intuición de algo que pende por detrás de lo narrado y lo ensayado, al margen del lenguaje, en esa zona reservada a la penumbra artrópoda.

No puedo negar que esta penumbra, esta inquietud agazapada en palabras y acciones y argumentos, es producto de una implacable inclinación por los thrillers que nació durante la adolescencia y se extiende al día de hoy. Aunque con el tiempo he decidido deambular por rumbos distintos, consultar mapas quizá más perdurables, a veces me sorprendo añorando esas lecturas juveniles, buscando libros poblados de señales y atisbos, tratando de saldar mi deuda a través de la tensión narrativa o ensayística; una tensión que desde aquellas tardes de lectura en la terraza de la casa alquilada asocio con la electricidad, con los tibios augurios de lluvia, con el aire que se oscurece antes de la tormenta.

Si, como ha apuntado Calvino, “la fantasía es un lugar en el que llueve”, entonces los veranos en el campo son el origen de mi afición por ese lugar realmente fantástico y fantásticamente real al que me ha conducido el mapa deslavado de la escritura, la búsqueda del tesoro de Sir Francis Drake.

Si, como afirma el poeta francés Yves Bonnefoy, “las palabras nacen del verano como una serpiente deja tras de sí, al cambiar de piel, su frágil envoltura transparente”, entonces mi intención ha sido recurrir a una especie de verano literario, recrear el suspenso eléctrico de las tardes en la terraza, cazar el relato o el ensayo oculto entre las nubes de tormenta que se ciernen sobre la página vespertina. Y recoger, claro está, la “envoltura transparente” cuya fragilidad no puede sino remitirme a las telarañas secretas tejidas por el narrador y el ensayista: esas telarañas que “nos envuelven sin que nos demos cuenta”, esas que cubren la efigie de un hombre degollado en los bordes de un lejano mapa estival, esas que están salpicadas de indicios que habían pasado inadvertidos para la mayoría de la gente.

AQ

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