La memoria y el polvo

Marca de fuego

No en el pasado, sino en el futuro vemos a un hombre que busca la luz en letras y textos, y va encontrando palabras que son puertas, libros que se convierten horizontes.

Un niño de cuatro años hojea un cuento, ahora los nombran cómics. (Imagen rastreada vía Lexica Art)
Jorge Souza Jauffred
Ciudad de México /

La memoria es un horizonte cubierto por la niebla. Los recuerdos, como las aves, más difusos se vuelven si más lejos. Y, sin embargo, nosotros regresamos, una vez y otra vez, a las aguas turbias de las remembranzas; a las voces perdidas en la niñez, donde aún arde la raíz de la vida, la fibra del recuerdo, las piezas ciegas de nuestro rompecabezas personal. Por algo, Gabriel García Márquez dejó escrito “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

La mirada, pues, se hunde en paisajes de niebla, y rescata estampas desgastadas donde es posible aún recuperar los rastros, las huellas dibujadas de aquel que fuimos, en distintos momentos, en pasajes distintos del camino. Ahí, entre la bruma de silencios antiguos, están grabadas las voces de los libros que nos dieron los ojos para entender el mundo; las palabras de los autores que dejaron encendidas nuestras miradas; las páginas que nunca se olvidaron; las poderosas imágenes que se han convertido referencias para toda una vida.

Entre aquella neblina, si miro atento, surgen a veces las visiones, borrosas e inevitables, de la relación que sostuvo el chiquillo que fui, con las tecnologías de lo imposible: las letras, la escritura, la lectura, la literacidad constructora de nuestra cultura, de nuestra civilización. Rescato de aquella penumbra imágenes de mis primeros encuentros con el inagotable mundo de la imaginación, de las letras.

Primera imagen

Un niño de cuatro años hojea un cuento (ahora los nombran cómics) de El Cisco Kid. Apenas deletrea los diálogos; en alguna página lee: “Cis­co sa­có su re­vol­ver…”.

     —¿Qué es revolver? —pregunta a su tía La Gorda.

     —No —le responde ella—. No es revolver, es revóóóólver, y es esa pistola que lleva en la mano.

     —Ah.

     —Jorge —dice la tía al papá—, tu hijo ya sabe leer.

Segunda imagen

Un niño de 4 o 5 años y su hermanito escuchan las narraciones de la Historia Sagrada, leídas y dramatizadas por su mamá: “Y Absalón se quedó colgando de los cabellos de la rama de un árbol cuando cabalgaba para escapar de sus enemigos; ahí fue alcanzado y muerto a flechazos”.

—¿Qué? ¿Se quedó colgado de los cabellos? Qué terrible.

Tercera imagen

Dos niños (¿de 5 y 7 años?) escuchan cada noche a la madre entonar canciones y recitar poemas. Ella es un compendio de textos. Sabe de memoria quizá doscientas o más poesías de Nervo, Bécquer, Díaz Mirón, Alfonsina, José Ángel Buesa y José Asunción Silva, pasando por “El brindis del bohemio”, “Por qué me quité del vicio” y “La chacha Micaila”. Uno tras otro son declamados por esa voz femenina que hace vibrar. Pero ningún poema como aquel de “La oración del niño”, toca sus corazones. Comienza:

Jesús, mi buen Jesús, aunque te imploro,


sabe que a mis amigos no hago daño,


es que en casa no hay pan, por eso lloro,


mírame bien los ojos, no te engaño.


[…]

Y luego clama (los niños sueltan, a veces, una lágrima):

Pero mis hermanitos… y mi hermana,


la más pequeña, la graciosa Friso,


no comen desde ayer por la mañana


y como tienen hambre, te lo aviso.

La voz despierta compasión, dolor y una incipiente solidaridad. Parecidos, sin duda, esos sentimientos a los que despierta “Mamá, soy Paquito…”, de Díaz Mirón, o “La abuelita”, de Gutiérrez Nájera. Todos dramatizados por una madre emotiva, tocada, quizá, por el aroma de una hermosa locura.

Otra imagen, la cuarta

El niño tiene 7 años. Sabe que su papá guarda en el ropero Cuentos de brujas y Misterios del gato negro, otros cómics distintos a los de Walt Disney o La pequeña Lulú. Esos necesitan ser escondidos y, bajo el cabezal, dicen: “Propia para adultos”. Así que el niño tiene que ser muy cuidadoso, entrar a la recámara y abrir el armario cuando nadie lo vea, sacar uno de los cuentos y meterse abajo de una cama a leer aquellas espeluznantes historias que más de medio siglo después aún recuerda. Ahí se estremece y se asusta. Ya conoce el miedo que engendran los relatos.

Licha, la muchacha que ayuda en casa, les cuenta a él y a su hermano historias de vampiros y brujas, de la mujer que en realidad era el diablo, o del parrandero infiel que, al regresar de madrugada a su casa, escuchó el llanto de un recién nacido abandonado a un lado de la banqueta que, conmovido, lo recogió; pero el infante le mostró sus feroces colmillos y le dijo con voz estentórea: “Mira papi, ya tengo dientitos”. El crápula aquel tiró al bebé y se alejó corriendo.

Peor que aquellas historias fue, un año después, la realidad, cuando su tía Georgette les dijo que su papá “ya estaba en el cielo”. El tiempo, entonces, se cubrió de niebla, y una especie de extraño sopor persistió durante días largos y oscuros.

Va la quinta

Sigue siendo niño. Pero escucha, quizá en el colegio, mencionar el apocalipsis y se aterroriza. Busca luego una Biblia y lo lee por su cuenta. Ahí descubre lo temible de un texto que, por otra parte, es ininteligible. Pero algo está claro: vendrá el anticristo y otros monstruos sobre la tierra, el mundo se acabará y todo lo escondido (por supuesto, los pecados) saldrán un día a la luz. El niño queda absorto; algunas noches mira al cielo, con una sensación inexplicable. Siente que vive una trama de amenazas perturbadoras y de tragedias que se deslizarán inevitablemente a lo largo de su vida. Peor aún, esta intensa sensación se une a otra, muy similar en su vibración trastornadora: “Voy a morir un día. Dios mío, voy a morir un día”.

Una más

El universo, a los 8 años, comienza a expandirse en la mente y en el corazón. La biblioteca del Instituto de Ciencias mostrada por su compañerito Jorge Ascencio (qepd) es un manantial inagotable: Julio Verne y sus obras, entre ellas Veinte mil leguas de viaje submarino; los cuentos de Andersen; Las aventuras del barón Munchausen; y, sobre todo, claro, el enorme Salgari, con sus piratas (ah, El corsario negro y Yolanda, la hija del Corsario Negro: los Ventimiglia), y con Sandokan, el tigre de la Malasia. Estas lecturas cautivan su pensamiento y le muestra que las vidas humanas son inagotables. En la selva, en el océano, en las cumbres nevadas, en las ensoñaciones, las personas subsisten, se engrandecen, se levantan: el triunfo de la inteligencia y de la vida, el entronizamiento de lo humano. Ah, pero hay que devolver los libros a tiempo a la bibliotecaria, porque cada día de retraso cuesta diez centavos.

Aquel niño, además, sigue devorando los siete u ocho cuentos (ya dije que ahora se llaman cómics) que entregaba el periodiquero cada semana, en la puerta de su casa. Entre ellos, los de Julio Jordán, el detective marciano, un alienígena que vivía la mayor parte del tiempo bajo la apariencia humana y luchaba contra los malvados. El espejo, sorpresa, no lo reflejaba; y el niño creía que quizá, cuando cumpliera más años, el espejo tampoco lo reflejaría, porque algunas veces estaba seguro de que era también marciano y de que sus movimientos, inconscientemente, constituían un lenguaje que alguien, invisible y lejano, descifraba. Aún ahora, a veces, lo duda.

Sigamos, va la séptima imagen

El niño tiene 10 años. Siempre, desde siempre, ha sido un niño enamorado. Qué le vamos a hacer. Así lo fue desde que se acuerda y ahora no es la excepción. Siempre en secreto, escribe versitos que nunca entregará a la niña que ama. Ni siquiera lo piensa; prefiere destruirlos para que nadie los lea. Qué vergüenza. En cambio, bueno, a la abuelita o a la madre, en sus cumpleaños, puede obsequiarles una rima fácil en la tarjeta de felicitación. Lo sabe porque, ya cuarentón, su abuelita le regaló algunos de esos versitos y, muchos años después, encontró otros entre los papeles de la madre.

Entonces la vida estaba construida de escuela y juegos. La escuela era ingrata y los juegos estupendos. El niño, entonces en sexto de primaria en el Colegio Anáhuac, sin saber bien por qué, sigue el llamado de los salesianos y se va a San Luis a un internado, “aspirantado”, en busca de, un día lejano, convertirse sacerdote. Ahí, obligado por la disciplina, tiene tiempo para leer la colección Ardilla, formada por pequeños libros, y otros que proporcionaban los tutores. En ellos, San Juan Bosco, su personalidad y sus milagros, constituían un tema principal. Luego de algunos meses, el niño regresa a Guadalajara.

Ocho, pues

El tiempo pasa. El chamaco tiene quince años y cursa prepa en el Colegio Cervantes. Ahí publica su primer texto en la revista Verdad: una entrevista a Angélica María, que hizo con su amigo Pedro de Aguinaga (quien después sería periodista). Tiempos difíciles, otra vez, para el estudio; pero no para el deporte ni para la lectura, dos actividades que constituyen, piensa, otras realidades.

Para entrar a la Universidad de Guadalajara, se cambia a la Preparatoria de Jalisco (prepa 1) y fue ahí, con nuevos amigos, que encuentra otro tesoro: nuevos libros, palabras desatadas en impactantes registros, páginas que hablan, gritan, susurran y despliegan posibles universos. Para entonces ya tiene su cuaderno de poemas que, lógico, buscan imitar las Rimas de Bécquer o los versos de Nervo. Un cuaderno que a los 16 años muestra a su compañero Andrés, quien lo entusiasma al decirle sorprendido: “Eres poeta”.

Aquellas voces y el hábito de escribir se fortalecen cuando ingresa a la Facultad de Filosofía y Letras; habitan en sus sueños y, algunas veces, incluso, lo elevan o lo hunden en un tobogán de sensaciones.

Entre la prepa y la facultad, llega a sus manos Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche, con su “vete a tu soledad, amigo mío, te veo agobiado por las moscas de la plaza”. Le parece que está escrito para él. Vienen los libros de Herman Hesse, en especial El juego de los abalorios, El lobo estepario y Demian; El loco y El profeta de Gibran Jalil Gibran; los de Kafka, perturbadores; los de Erich Fromm, estimulantes; algunos libros de la Biblia; el descubrimiento de la poesía de verso libre en la revista maravillosa El corno emplumado y en La centena, de Paz. Dostoyevski, que lo enfermó cuando leyó Crimen y castigo, Tolstói, Pushkin, Chejov y los otros rusos que encadenaron sus lecturas los años siguientes. Luego el muchacho es seducido por lo que en aquel tiempo se denominaba “lo esotérico”: Yug, yoga, yoguismo y El libro negro de la francmasoneria, del doctor De La Ferriere, los textos sabios de Yogui Ramacharaka, el librito precioso de Krisnamurti A los pies del Maestro, el sabio Yogananda y los libros “secretos” de Ouspensky y Gurdjieff, entre otros. Cae en sus manos el primer libro de Carlos Castaneda y, a partir de ese momento, espera ansioso la publicación los siguientes; va a la librería Gonvill con frecuencia y pregunta al dueño si ya llegó el nuevo título del antropólogo cuyo primer título, publicado por el Fondo de Cultura Económica, mereció un prólogo de sesenta (?) páginas de Octavio Paz. Las enseñanzas de don Juan, Una realidad aparte, Viaje a Ixtlán y los otros diez libros de Castaneda muestran a aquel joven que el mundo es una representación conceptual y los chamanes habitan entramados distintos.

Aquella mezcla de lecturas se adereza con los filósofos griegos, (el increíble Sócrates y su discípulo Platón, los poetas y filósofos, Parménides, Pitágoras, Heráclito y tantos más), la patrística y luego al genial chaparrito, Emmanuel Kant, y los idealistas ingleses. Y luego, otra maravilla: Heidegger y sus escritos sobre el habla (“la casa del hombre”), el arte y la poesía (“la pureza del habla”, “habitar el mundo poéticamente”)… Oro, oro puro.

Y, claro, las ideas marxistas, fincadas en Hegel, también hacen lo suyo: provocan un sacudimiento muy fuerte en su familia, católica y conservadora, que se escandaliza al escuchar la palabra “comunismo”. “Vida milagrosa —en cambio, piensa aquel joven estudiante— es posible habitar, como iguales, un mundo solidario y profundamente humano: podemos transformarlo”. Y, de cierto, lo estaba cambiando su generación, la generación de San Francisco, flores en tu pelo, antes de que la protesta fuera cooptada por el establishment.

Venga la imagen número nueve

Un joven cursa Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Guadalajara. Ahí conoce a otros muchachos que escriben: Carlos Próspero, Ricardo Yáñez, Gloria Velázquez, Gilberto Meza… y forman un taller. Le llaman Protoestesis, porque a Lilian Nepote le pide abrir un diccionario y que, con un alfiler, pique una palabra. Esa fue la palabra y significa algo así como “forma de percepción primaria”, lo que les pareció, a todos, estupendo.

Ese grupo, más tarde, se convertiría en la base del taller de poesía que coordinó el poeta Elías Nandino, generoso hombre que los presentó con Pacheco y Monsiváis, les publicó textos en suplementos de periódicos de la Ciudad de México y en la revista Siempre! y le prologó un primer poemario que se quedó en prensa, sin salir a la luz.

Entre tanto, el joven que vemos entre la niebla de los recuerdos y sus amigos leían poemas en los pueblos, en las fiestas y en donde tenían oportunidad. Él comienza a escribir en el suplemento de El Informador, bajo la guía de José Luis Meza Inda, y cobra quince pesos por artículo publicado.

Última imagen, la diez

A partir de entonces, las letras son su casa. El joven, ya hombre, trabaja treinta años en periódicos y veinte más en cargos oficiales relacionados con la literatura. Entra como profesor investigador a la Universidad de Guadalajara en 1993 y entiende que, gracias a la poesía y las letras, en general, no terminó en el manicomio… Por lo pronto.

Desde hace unos quince años ha cambiado sus lecturas. Redujo la de narrativa y privilegió la de libros antiguos de la humanidad (los Vedas, El Ramayana, el Popol Vuh) los poetas sufis —Rumi, Sadi, Khayyam y Hafiz— y las tradiciones y teogonía prehispánicas —pura poesía todo ello—, así como libros de lingüística cognitiva, esa disciplina que entiende que vivimos en un mundo conceptual construido por nuestro cerebro a partir de las indicaciones que nos brinda el lenguaje. Así, el habla no es sólo la utilización del inventario léxico de la lengua, sino mucho más, un instructivo para la generación de las imágenes conceptuales que integran el mundo en que vivimos. Habitamos un mundo construido, primeramente, con lenguaje.

Ahora, volvamos los ojos, no al pasado sino al futuro: vemos ahí a un hombre tocado por los años, quizá vestido de blanco (contra su costumbre actual), que busca la luz en letras y textos, y va encontrando palabras que son puertas, libros que se convierten horizontes, conversaciones que son textos y que nos entregan, de boca a oído, alguna letra de la palabra sagrada, la grafía que se busca a lo largo de una vida sin que sepamos siquiera si somos merecedores de escucharla.

Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura', coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares y publicado por la Universidad de Guadalajara.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.