Marcela

Marca de fuego

Hay pasiones que no soportan permanecer encerradas en el papel.

"Me invitó a pasar: su casa era muy pequeña, llena de libros". (Generado con DALL E)
Fernando de León
Ciudad de México /

1

Yo no solía caminar por ahí, pero ese día se me había hecho tarde jugando básquet en la unidad deportiva y por el estacionamiento acortaba camino a mi casa. El lugar estaba desierto y la vi de lejos: era una maleta y de inmediato supe que alguien la había abandonado, pues ¿qué hacía algo así en un estacionamiento vacío? Me la llevé a casa, la metí cuando nadie veía y en mi cuarto examiné el contenido con cuidado: ropa de mujer, una sábana sudada y algunos libros: Demian de Herman Hesse, Madame Bovary de Gustave Flaubert y Cyrano de Bergerac de Edmund Rostand. Me puse a hojearlos y recuerdo que entre las páginas del libro de Hesse encontré una tarjeta de presentación de una tal Marcela y un número telefónico. Al siguiente día, después de la escuela, marqué:

     —Hola, mi nombre es Ernesto. Tengo una maleta con cosas tuyas, libros y ropa, y pensé en regresártelas.

     —¿Estás seguro de que son mías? ¿Cómo es la maleta? —preguntó una voz incrédula.

     —Es gris con rojo, tiene rueditas. ¿A dónde te las llevo?

     —Puede ser que sí, pero… ¿Tienes con qué anotar?

Llegué con la maleta a su dirección. Abrió la puerta: era una mujer guapa. Miró con extrañamiento la maleta y también a mí, pero debí inspirarle confianza. Me invitó a pasar: su casa era muy pequeña, llena de libros y ceniceros con colillas. Abrió la maleta y dijo: “sí, son cosas mías”. Con un gesto de rabia, comentó: “el muy imbécil de mi exnovio las botó en el lugar donde nos conocimos”. Pero el enojo se le quitó cuando me miró y dijo con gratitud: “te mereces una recompensa, Ernesto, ¿verdad? ¿Te llamas Ernesto?”. Y yo contesté: “no tienes que darme nada, Marcela”. Fue la primera vez que la llamé por su nombre. Ella insistió en darme algo. Le conté que había comenzado a leer la novela de Flaubert y ella la tomó y dijo: “ten, te la regalo”. Pero yo le pedí que solo me la prestara y que cuando la terminara tal vez podría prestarme otro libro. A Marcela le agradó mi interés por la lectura y eso selló nuestra mutua simpatía.

2

Con el libro bajo el brazo toqué a la puerta de Marcela. Había terminado de leer Madame Bovary. Ella me recibió con una sonrisa. Vestía una blusa de manta y una falda morada que recordaba haber visto entre la ropa que estaba en la maleta. Pensé que era una feliz coincidencia y también pensé que las piernas de Marcela eran muy sensuales.

     —Espera —dijo ella. Entró un momento y salió con su bolso—. Vamos a un café que está a dos cuadras. Dudé porque si tardaba mucho mis padres se pondrían en mal plan, pero pronto borré esas ideas y acepté.

Llegamos al café. Se sentó frente a mí y yo no podía dejar de lanzar furtivas miradas al escote de Marcela. Ella pidió un americano y yo un refresco.

     —Ahora sí, cuéntame: ¿qué te pareció la novela? —preguntó ella mientras exhalaba el humo de su cigarro recién encendido.

Hice un esfuerzo por dejar de estar pasmado por el escote, la sonrisa y la mirada de Marcela, para pensar en la respuesta que pedía.

      —Al principio me cayó mal, Emma —dije por fin—, porque no disfruta lo que tiene y porque es egoísta. Si no fuera por el título hubiera jurado que Charles era el protagonista, él es quien sufre por la mujer que no lo quiere, pero…

     —¿Pero? —inquirió Marcela, interesada y arqueando las cejas.

     —Pero al final uno termina enamorado de Emma.

     —¡Enamorado! —exclamó ella.

Me sentí apenado. Había usado la palabra sin dudar y ahora veía que había sido una palabra demasiado reveladora. Titubeante, tomé valor para explicarme:

     —Es raro, sí, porque Emma nunca es justa, ni generosa, ni agradecida. Sueña con hombres que no la quieren y aun así es una mujer de la que uno se enamora. Siento que entiendo a Charles, pero Emma es encantadora porque no deja de soñar, aunque todo lo que quiere la hiere. Ella es valiente.

Marcela me miró un tanto impresionada por lo que yo había conseguido decir con calma y claridad.

3

Una semana después estábamos de nuevo en ese café, porque yo había terminado de leer otro libro y nos habíamos citado para platicarlo. Esta segunda vez yo había leído Cyrano de Bergerac de Edmund Rostand, pero me había quedado callado y para llenar ese silencio Marcela había comenzado a decir su parecer con ese aire apasionado que tenía cuando hablaba de libros:

     —Lo inverosímil de esta historia es la conversación; ya nadie está dispuesto a conversar, la lucha es contra el silencio —afirmó Marcela—. El Cyrano de Rostand es una pieza dramática que hoy nos puede parecer grotesca solo porque los personajes están dispuestos a conversar sin mayor objeción. Cyrano le dice valiente a Cristian, porque lo considera valiente; Cristian se confiesa inepto con las palabras porque sabe que lo es, pero en una veloz conversación pactan lo que será la esencia de la obra: Cyrano, que se sabe poco atractivo, será el fondo, y Cristian que no tiene acceso a sus propias expresiones será la forma para una meta unánime: enamorar a Roxana que es una adicta a las palabras de amor.

Yo me había instalado cómodamente en mi silencio: el espectáculo de una Marcela elocuente lo ameritaba. Por momentos me sentía inepto y embelesado como Cristian ante Roxana, incapaz de responder satisfactoriamente a esta mujer que no era adicta a las palabras de amor, pero sí a las argumentaciones literarias. Por eso mi silencio era como una trinchera.

     —En la trinchera se escriben las más poderosas cartas de amor —dijo Marcela; y sentí que ella me leía la mente—, Cyrano las escribe a Roxana, las manda a nombre de Cristian, y aún más: las memoriza. Roxana no quiere reconocer a Cyrano en las palabras, ni en la voz o en la letra; y Cyrano no quiere reconocer que sería muy capaz de conquistar a Roxana solo conversando. A Cyrano le atormenta su grotesca nariz, pero le apasiona la repercusión que tienen sus palabras, capaces de hacer brotar el amor entre dos personas que solo sienten atracción física.

Un escalofrío recorrió mi espalda: descubrí de golpe que no solo sentía una clara atracción física por Marcela, sino que su vivaz elocuencia conseguía enamorarme.

     —Al final de la obra y de su vida, Cyrano se entera de que Molière le ha plagiado una escena entera y, moribundo, celebra que sus palabras tengan el poder de seducir al genio dramaturgo —dije, un poco desesperado. Y en ese momento mi ofuscada cabeza vio la oportunidad y cité en voz alta algo que había quedado grabado en mi memoria:

     —Porque Moliere tiene genio / porque Cristián es hermoso.

Y pude ver que en los ojos de Marcela surgía un brillo particular.

4

La habitación de los libros está cerrada. Marcela abrió y cerró tras de mí. La luz azul de la tarde entra por una pequeña ventana y da sobre su cuello, sobre su perfil, sobre su cintura pequeña de grandes caderas y gruesas piernas. He llegado hasta ahí para elegir un libro, pero Marcela se me queda viendo. El brillo en su mirada no se ha ido. Sé que he llegado hasta aquí, como Cristian, enunciando las palabras de otro: de Cyrano, de Rostand. Acerca sus labios a los míos. Sé lo que va a pasar, aunque nunca antes me ha pasado. Me besa. Me gusta esa sensación carnosa: besos cortos en la comisura de la boca primero, largos y sostenidos en los labios; y de pronto su lengua toca a mi puerta para invitar a mi lengua a salir a jugar: mi lengua en su boca y de regreso su lengua en mi boca. Lecturas de carne suave y húmeda que se intercambian, eso son los besos.

Las manos no pierden tiempo: las mías buscan sus senos por debajo de la blusa y luego hacia su espalda buscando el broche que libere el sostén. Su mano acaricia mi pene por encima del pantalón y lo desabrocha para tocarlo directamente. Hasta que logro quitarle la blusa descubro que su sostén se sujeta por delante. Comprendo que debo tomar distancia si quiero sentir sus pechos. Ella toma ventaja y me baja el pantalón y el bóxer. Me saca la playera y en un gesto de dominante amabilidad tiende mi playera en el piso y me ordena acostarme. Obedezco. Desde el piso sólo veo libreros hasta que descubro que debajo de su falda no hay pantaletas. De nuevo la luz que deja escapar la ventana es importante, pues mientras sujeta la falda con las manos y se coloca con las piernas abiertas sobre mí, veo su sexo entre azul y negro. No puedo dejar de verlo. Es un abismo para la mirada. Se acuclilla sobre mí y por fin libera ella misma su sostén por delante y me acaricia el rostro con sus pechos, con sus pezones casi negros, grandes: afiladas pasas que dibuja algo en mi mentón. No sé cómo, no sé cuándo, pero un preservativo ha llegado a sus manos y lo desenrolla sobre mi miembro con suavidad. Después, con una habilidad que no esperaba, toma mi pene y lo introduce en ella. Se mueve, se agita, se bambolea sobre mí y yo la miro absorto, concentrado en sentirme dentro de ella y no eyacular todavía. De repente se estremece y se detiene, siento la cálida humedad de su sexo derramada por mi vientre como rocío. Ahora ya no ordena, me suplica: “por atrás ¿sí?”. Y yo asiento con la cabeza porque si hablo, si dejo ir, aunque sea una sílaba, acabo, y no quiero terminar. Me he propuesto prolongar ese final. Ella hace rápidamente el cambio de postura y mientras baja y sube, gracias a sus piernas y apoyada en un brazo, yo alcanzo a ver el vello mojado de su sexo, sus pechos hinchados, su piel brillante de sudor y ya es demasiado: a borbotones espasmódicos voy llenando el preservativo y a su pesar ella siente la explosión líquida, pues gime mientras yo me arqueo y bufo como poseído.

Se deja caer sobre mí y quedamos así, atropellados por la lujuria un buen rato. Luego ella recobra su papel de mujer adulta. Se viste. Me urge a que me vista, porque se hace tarde y yo debo regresar a casa y no preocupar a mi familia. Pone en mis manos Demian. Pero, cuando salgo a la obscura calle, el mundo entero ya es otro.

*Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura', coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares y publicado por la Universidad de Guadalajara.

AQ

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