“Yo desciendo del Génesis, no por soberbia sino por necesidad. Mis padres nacieron en una Ucrania judía muy diferente a la de ahora y mucho más diferente aún del México en que nací, este México, Distrito Federal, donde tuve suerte de ver la vida entre los gritos de los marchantes de La Merced”.
Así comienza el prólogo a Las genealogías, libro escrito por Margo Glantz en 1981, en el cual rastrea las huellas de sus antepasados. En efecto, nació en La Merced, en el centro de la ciudad, un barrio al que llegaban a alojarse los emigrantes. La familia consiguió una casita en la calle de Jesús María, frente al convento, pero la memoria es vaga en esos años de la niñez. “Mi recuerdo es un poco ficticio. Había un tío, hermano de mi madre que vino a México mandado por mi abuelo para que cuidara de ella. Recuerdo las posadas en el patio de la vecindad. Había varias casas con gente católica y cantábamos Ora pro nobis y todo eso. Mi tío le pegaba a la piñata que llenaban de ceniza o de jitomates podridos. Me acuerdo de unas gelatinas de rompope que vendían en la casa de enfrente. Luego nos mudamos, tantas veces que no tengo memoria. Les iba muy mal a mis papás. Viví en muchos barrios”.
Estamos en casa de Margo, en el corazón de Coyoacán, un espacio íntimo y acogedor. Cuando uno toca el timbre, el primero en asomarse es Fideo, su perro. Detrás de él, la voz de Margo que advierte: —Cuidado con el escalón, no te vayas a caer—. Enseguida sirve dos oportos y nos acomodamos en la sala. Margo volvió apenas de un viaje a España. Antes había estado en Buenos Aires y antes en Mérida y antes en Lima y así sucesivamente porque su vida transcurre entre viajes. “Mi padre viajaba mucho cuando trabajó en una organización internacional para recolectar fondos y ayudar a los judíos que habían sobrevivido el holocausto. Anduvo por toda América Latina, fue a China, a Australia, y lo íbamos a esperar al aeropuerto, un pequeño aeropuerto muy destartalado, muy primitivo, pero yo soñaba con viajar. Mi primer viaje fuera de la Ciudad de México fue a Veracruz, a los 13 años, con mi papá. Siempre, en mi imaginario, estaba un futuro de viajes, cosa que se realizó”.
Como la mayoría de los hijos de padres exiliados, Margo tuvo que adaptarse a la vida entre dos culturas, la de una casa judía donde se hablaba en otro idioma, con costumbres diferentes, gente con rasgos muy distintos y un barrio de clase baja donde, según la tradición católica, cada sábado de gloria se quemaba a un Judas de cartón que colgaban del cable de la luz.
“Me eduqué en colegios públicos mixtos. El contraste con la vida en casa era enorme: la comida, el idioma, etcétera. Con el tiempo todo se estabiliza, pero causa conflicto. Vivimos mucho tiempo en el pueblo de Tacuba, frente al convento de Popotla y teníamos unas vecinas que sabían inglés. Mi mamá decidió que aprendiéramos con ellas, pero en lugar de enseñarnos el idioma nos convirtieron al catolicismo. Nos bautizaron, nos catequizaron y luego hicimos la primera comunión. Íbamos todos los domingos a confesarnos, a comulgar, luego al cine a ver las películas de Flash Gordon. Llegábamos, casi con la hostia en la boca, a comer muéganos y cuando masticaba y oía el crash, crash, sentía que el Niño Dios, que estaba sentadito en mi corazón, sufría con el ruido de los muéganos. Un día mi mamá nos estaba bañando y no nos dimos cuenta de que le habíamos dejado puesto un escapulario a mi hermana chica. Así se enteró de que éramos católicas. Así fue como terminaron las clases de inglés, también el catolicismo, pero creo que se me quedó muy grabado porque luego me dediqué a Sor Juana. En fin, todo eso fue formando un imaginario muy confuso, muy híbrido, que luego se tranquilizó cuando me di cuenta de quién era yo, cuando entré a la Universidad y empecé a tener amigos. Me integré y creo soy mucho más asimilada que otros judíos”.
La casa familiar fue terreno fértil para su formación. El padre, poeta, la acercó a los libros. Desde niña comenzó a leer novelas de folletín, pero sobre todo a Julio Verne. En la adolescencia se acercó a Thomas Mann, a John Dos Pasos y otros escritores norteamericanos. Margo siempre quiso hacer una carrera en Letras, desde la prepa, donde entró al área de humanidades, en San Ildefonso; luego fue a la Facultad de Filosofía y Letras, en la UNAM, e hizo el doctorado en la Sorbona de París. “Pensaba que algún día iba a escribir, pero me costaba mucho trabajo, era muy tímida. Por ejemplo, Paco López Cámara, mi primer marido, me pedía que hiciera reseñas para El espectador, que habían fundado Carlos Fuentes, Luis Villoro, Víctor Flores Olea y Jaime García Terrés, un periódico político muy importante en la época de López Mateos. A mí me daba terror, entonces él las redactaba y yo ponía puntos y comas. Luego me di cuenta de que escribía bien, así de repente. Por lo general eran ensayos. Publiqué en revistas, El corno emplumado, Revista de la Universidad, Diorama de la Cultura, Siempre!, pero eran atisbos de literatura que se juzgaban muy mal, como mal escritos. Llevaba textos y Agustín Yáñez, que fue mi profesor, me decía que les faltaba engarce, como a un collar. Estaba muy insegura, hasta que en 1976 me fui a La Joya a dar un curso en la Universidad de San Diego y escribí Las mil y una calorías, novela dietética, un libro que publiqué a cuenta de autor con pequeños textos y de ahí pal’ real, me lancé”.
Con más de 50 publicaciones entre narrativa y ensayo, Margo ha reunido una obra polifacética, de gran originalidad, marcada por ciertos temas que la distinguen como una intelectual atenta a las batallas y exigencias de su tiempo. Por ejemplo, comenzó a indagar en el cuerpo mucho antes de que estuviera en el centro de las agendas feministas o de género. Su alianza con la causa de las mujeres comienza por su particular modo de desafiar el statu quo; la elección de lecturas y temas en el ámbito académico; la cercanía con distintas generaciones en la lucha, además de ser un tema que permea buena parte de su literatura. Destaca, por ejemplo, su interés por el estudio de dos mujeres, la Malinche y Sor Juana Inés de la Cruz.
“Sor Juana luchó porque las mujeres tuvieran un campo diferente, tan valioso como el de los hombres, al grado que quería vestirse de hombre para poder ir a la universidad. Recuerdo que cuando entré a Filosofía y Letras, en 1958, no había casi profesoras, eran hombres los que enseñaban. Una vez me presenté con pantalones y me dijeron que si me creía George Sand porque las mujeres solo debían llevar falda. Ahora, lo que está pasando en Irán me parece fundamental. Es la concreción de lo que puede ser la revolución femenina, es decir, las mujeres políticamente transforman el mundo. No sé qué vaya a pasar. En Argelia, por ejemplo, las mujeres pelearon por la libertad de una manera impresionante, fueron básicas en su independencia de Francia, pero luego las reprimieron brutalmente y volvieron al mandato religioso que empieza por la opresión a las mujeres, como si les tuvieran terror. Estamos viendo una revolución fundamentalmente femenina a pesar de la represión a las mujeres. Los hombres, los estudiantes, los obreros, se están uniendo a ellas, pero fueron las mujeres quienes dieron el paso por ser las más oprimidas, porque no tenían derecho a tener cuerpo. Ahí está el problema del aborto. Las norteamericanas ya no tienen derecho a su propio cuerpo porque las autoridades han aniquilado una ley que te permitía abortar. Me parece importante hablar del aborto porque nos concierne a las mujeres. Ahí creo que hay una cosa esencialista, la diferencia de cuerpos, la fisiología masculina y la femenina, eso plantea una especie de poder que es evidente y produce cierta violencia contra lo otro. El pene es el símbolo de la superioridad, la erección. Hay que ver la arquitectura, los minaretes, los obeliscos, todo eso es fundamental y tiene que ver con la virilidad. La palabra virtud viene de virilidad, de vir, varón, ¿Te imaginas que la mujer no pueda tener ‘virtud’ porque es solo el hombre quien la posee?”
Alguna vez Margo contaba que desde niña se impresionó con los cuerpos de las estrellas del cine, Joan Crawford, Bette Davis y otras. Los comparaba con el suyo, “medio jorobada, con la nariz larga”. Más adelante, en sus lecturas, descubrió cómo la figura femenina era vista con ojos masculinos. “El cuerpo fue un interés inmediato, pero no consciente. Se hizo consciente cuando empecé a escribir ensayos. También con mis clases porque trabajé mucho la relación de la mirada masculina sobre lo femenino y la mirada femenina sobre lo femenino, naturalmente la mirada sobre el cuerpo. No podemos prescindir del cuerpo, eso lo saben las monjas por más que se quieran hacer santas. La mística está profundamente enraizada al cuerpo, aunque pretendan que está en el espíritu. El cuerpo es preponderante en todos los niveles, para mí ha sido importante, lo trabajé mucho en mis ensayos sobre las monjas, la Malinche, Sor Juana, María de Zayas”.
Hacemos una pausa. Margo le da un sorbo al oporto. Sonríe con sus ojos de niña. No ha perdido la agudeza, tampoco la memoria. Nadie diría que esta mujer alta, delgada, que viste pantalones ajustados y zapatos de moda tiene 92 años. “Soy una mujer muy curiosa, voraz, me interesan muchas cosas, quisiera abarcar mucho y eso me mantiene viva, hay un deseo de vivir, no he perdido el deseo. Tengo un problema de corazón, entonces me dicen: ‘¿Para qué viajas?’ Pues prefiero morirme en un avión que estar en mi casa viendo la tele. En la medida de lo posible, quiero hacer todo lo que mi cuerpo me permita: escribir, viajar, dar conferencias, participar en congresos, ver a mis amigos, a mi familia”.
El día que murió el poeta David Huerta, Margo tuiteó: “Pongo mis barbas a remojar”. Le pregunto cómo cambia la noción del tiempo cuando se rebasan los 90 años. “Me da mucho miedo”, confiesa, “me doy cuenta de que me está costando trabajo. Subo y bajo escaleras perfectamente, pero tengo la conciencia de que puedo caerme, y si te caes te lleva la trampa. De la mente estoy muy bien y estar lúcida es fundamental”.
De sus libros, a Margo le interesan mucho Las genealogías y Saña, un libro de textos cortos. “Me gusta Yo también me acuerdo, pero en Saña los textos son más intensos, más específicos. Aparentemente es un libro disperso porque hablo de muchas cosas, pero lo fundamental, la médula textual es la saña, la violencia, la crueldad, la ira, la invalidez, la enfermedad y también el trabajo que uno hace para conseguir algo, el encarnizamiento que haces para lograr una obra, para avanzar en la vida. Ahora estoy pensando mucho y creo que ese pensamiento va a concretarse en una escritura, en mis memorias. He hecho cosas y participado en acontecimientos importantes: estuve en la Revolución cubana, en la nicaragüense, en la de Irán, en la tecnológica, en terremotos, en la posguerra. Todo eso lo he vivido”.
Margo tuitea: “Siempre he pensado que soy una reliquia arqueológica: lo he comprobado”. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, con más de una treintena de premios y distinciones —el más reciente, el Premio Internacional de Literatura Carlos Fuentes—; viajera, amante de las variaciones Goldberg, de Bach; apasionada del cine y de la India, “ese lugar donde todas las experiencias vitales están a flor de piel, en la intemperie: la invalidez, la enfermedad, la crueldad, la belleza; ves la inmundicia, ves la caca en la calle, la lepra, y ves los saris y los ojos divinos de los niños. Lo que me impresiona es la vitalidad y la mortalidad en todos sus niveles”.
Margo tuitea: “Anhelar es un deseo vago, constante pero impreciso”. ¿Qué anhela? “Escribir un buen libro, viajar, ver crecer a mis nietos. Seguir viviendo”.
AQ