María Kodama acaba de fallecer a los ochenta y seis años, la misma edad que tenía Jorge Luis Borges al morirse. Partir a la misma edad del maestro, el esposo y el cómplice parece la culminación de un juego hecho de las simetrías y azares que ambos buscaron. Después de la muerte de su maestro, cuando ella no había cumplido los cincuenta años, María abrazó la soledad acompañada de Borges. Siempre defendió su memoria y luchó contra los imitadores, fiel a su sombra.
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Hija de un padre japonés, de profesión químico, y de una madre de origen suizo-alemán, María vio a sus padres divorciarse cuando era muy joven. Es probable que en ese contexto, apareciera la figura de Borges como un padre sustituto. Según le contó a Leila Guerriero en una excepcional entrevista, había conocido a Borges, a los doce años, cuando lo vio dar una conferencia. Fue entonces cuando pensó: “Si este señor, que es más tímido que yo, puede dar clases, yo voy a poder”. Luego fue su alumna y su acompañante, y esposa.
Los conocí en el año 83 en la ciudad de Austin, adonde Borges fue a dar una conferencia. Él había estado allí enseñando un semestre y quería pasear por la ciudad como un peregrino que volvía a las utopías del pasado. En la oscuridad luminosa de los recuerdos, recordaba con precisión las estatuas, las lunas artificiales (columnas de luz nocturna) y las calles de la ciudad. En una reunión en la casa del profesor Luis Arocena, Borges pidió a María Kodama recitar el padre nuestro en anglosajón, lo que ella hizo de memoria. Luego cada uno de los presentes, a pedido suyo, recitamos algunos versos. Él se sentía fascinado esa noche por el poema La Urna de Enrique Banchs: “Hospitalario y fiel en su reflejo / donde a ser apariencia se acostumbra / el material vivir, está el espejo / como un claro de luna en la penumbra”. Poco después, cuando se sirvió una paella de cena, Borges hizo un elogio singular: “He esperado ochenta y cuatro años para comer esta paella”. Era la edad que había cumplido.
Al día siguiente, mi amigo Ángel Delgado manejó en su auto por la ciudad para que él reconociera (según nos pidió) los lugares donde había estado. Ángel se sentó adelante con María Kodama y yo tomé el asiento de atrás con Borges. Fue allí donde me comentó que la milonga era muy superior al tango, que en su opinión era una degeneración sentimental. Sin embargo, recitó la letra de un antigua canción de Villoldo del que eliminó un verso: “Quisiera ser canfinflero / para tener una mina / y hacerle un hijo aviador / para que bata el rekór / de la aviación argentina”. Vale la pena agregar que en ese momento lo dijo todo en voz baja. “Para que no me escuche María”, me aclaró.
Años después, cuando Borges ya había muerto, mis editores de entonces me invitaron en Lima a un almuerzo con María Kodama. En un aparte de la conversación, le conté a ella lo ocurrido y la caballerosa intención de Borges de que ella no escuchara la letra. “Es que era divino”, me contestó.
AQ