La escritora Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) visita cementerios en cuanta ciudad del mundo puede y no iba a dejar pasar la oportunidad de ir al de Santa María Magdalena de Pazzis, en El Viejo San Juan, mientras preparaba su ponencia “Escribir terror en América Latina (y en castellano)”.
Irónicamente, la presentación de la narradora argentina, que de niña juntaba muñecas para jugar al orfanato, que leía Frankenstein o escuchaba a su abuela contar historias de fantasmas y aparecidos mientras la dictadura desaparecía gente y convertía a su país en una gigantesca fosa común, antecedía a un debate entre los premios Pulitzer, Hernán Díaz, y Cervantes, Sergio Ramírez, perseguido político en Nicaragua por la dictadura de Daniel Ortega.
Le dije que, cuando leí en el programa del Congreso Internacional de Escritores de Caguas que hablaría sobre escribir terror en América Latina y vi el nombre de Sergio Ramírez al lado del suyo, creí que su charla sería sobre lo que él enfrenta. Y leí mal. Eran conferencias distintas. Pero el género de terror y el terror en América Latina no son cosas distintas, están unidas. “Claro que están unidas”, asintió para iniciar la entrevista, vestida con una playera negra con estampado de película de vampiros, que aclara es de Darkthrone, la banda noruega de black metal, su favorita, que tiene álbumes como Transilvanian Hunger o The Cult is Alive. Porque Mariana Enriquez, antes de convertirse en escritora, quiso ser música.
Trae bajo el brazo su nuevo libro, otra vez con doce relatos, su número fetiche, Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024) que, en su exquisito humor negro, alude a la definición que William Somerset Maugham dio a la Riviera Francesa: “A sunny place for shady people”. Relajada, no parece andar contando cuentos en los que el castigo para las mujeres es convertirlas en pájaros o en flores en llamas.
La narradora y periodista argentina regresa a México para la Feria del Libro y de la Rosa en la UNAM, del 19 al 21 de abril, donde este domingo conversará con Rosa Beltrán y Socorro Venegas en la Sala Miguel Covarrubias.
¿Qué es América Latina en el ámbito del terror?
América Latina es muy vasta. Son países que, a pesar de tener muchas cosas en común, tienen muchas diferencias. Pero hay algo que es bastante común; nuestra historia. Son países que conviven con la violencia, con la pobreza, culturalmente muy potentes. Tenemos una altísima convivencia con el horror real. A mí me gusta escribir terror como género, pero lo que hace que escriba estas historias es que mi materia prima sea la realidad, porque en la realidad se construye muchísimo horror. Lo que pasa es que, al estar naturalizado, es una cosa muy extraña, hace que el texto se parezca más a cómo se vive la crónica periodística. Cuando leo periodismo todo tiene el mismo tratamiento. La tragedia de la mañana es igual a la de la tarde o la de la noche. Cuando estoy viendo televisión, si no me dicen que la noticia pasó en Argentina, puede ser que haya pasado en Santiago o en Asunción. En un cuento, me pasa que esos horrores de la vida cotidiana puedo, porque el género me lo permite, desnaturalizarlos. O sea, no devolverles el horror original.
Eso está muy marcado en su más reciente libro. Plantea la cotidianidad del horror. En ese sentido, el título es muy irónico: Un lugar soleado para gente sombría.
Sí, es bastante irónico. Y es un título que refiere a América Latina. Porque el terror al que estamos acostumbrados es del hemisferio norte, que viene de los cuentos de hadas alemanes, y las ruinas y los castillos. Nosotros no tenemos nada de eso. Por supuesto, tenemos castillos y ruinas. Pero tenemos castillos y ruinas en otra realidad, incluso en una idea, más que una realidad, de un lugar radiante y hasta dinámico y alegre. Estamos en Puerto Rico. Podría tener cien historias de terror acá, si quisiera.
De turistas. O de salsa.
De turistas atrapados o de salsa o de beisbol o de reguetón, que en sí mismo ya es una película de terror, insoportable. Hay un cuento en el libro sobre unas chicas que trabajan en un lugar de ropa vintage y compran un lote de ropa muy linda, antigua, de lujo. Esa ropa es de un señor que fue muy celoso de su mujer y se separó de ella, y sobre esa ropa ensayó cómo matarla. Pero no lo hizo. Todo sucedió en su cabeza. La mujer se separó. La odió, pero nunca le hizo nada, o nada violento, pero sí a la ropa, que ella despreció porque la dejó en la casa. Cuando las chicas se la ponen para probársela, empieza a producir heridas en el cuerpo. Cuando una se la saca, las heridas se van de inmediato. No te mata la ropa, pero cuando la tenés puesta, sentís la fantasía de ese hombre.
Es un mundo donde la violencia impregna la vida cotidiana; la violencia, en este caso, contra la mujer. En esta ficción no hay ninguna necesidad de tratar de explicarse cómo puede ser que ocurra ese fenómeno sobrenatural. Ocurre porque esa violencia ocurre. Eso está. Eso es un plano de lo real. Eso es lo que me interesa trabajar. Que la gente no se asuste es porque en la realidad la gente no se asusta. El cuento de terror es más parecido a la realidad que un cuento realista en el que la gente trata de explicarse por qué pasa eso.
Es una paradoja: el terror nos humaniza pero vivir en el terror nos deshumaniza.
Es necesario para seguir adelante. Sobre un cuento de un libro anterior, “El chico sucio”, en el que hay un crimen de un niño contado con mucho detalle, un lector me dijo: “Me encantó el cuento, pero me pareció innecesario y muy cruel la descripción de la muerte del niño”. Y yo dije: “Quizá lo es, pero está copiada de la crónica de un crimen real”. Le cambié tres o cuatro palabras que eran un poco feas solo para que fuese una pieza literaria más elegante, pero en realidad es una copia de lo que la prensa decía. Lo que hice fue cambiar el cuerpo de lugar. El chico apareció muerto en una provincia de Argentina y yo lo puse en la capital.
Ese crimen puesto en una ficción les parecía horripilante. ¿Por qué les horrorizaba mi imaginación cuando yo no había matado al chico? Yo no sé cuál es el límite: tomar cosas reales para la ficción. Para mí, es lo mismo. Es lo mismo que estén en el periodismo a que estén en la ficción. Finalmente es pasarlas al lenguaje. Y lo que les da la ficción es el poder en el sentido de la capacidad de que el lector vuelva a recordar a ese muerto olvidado. Es complicado. Los escritores tratan de interpretar la realidad, y a mí esa es la forma que me sirve para interpretarla para mí misma y para tratar de construir una escritura que dialogue con mi presente de forma más o menos consciente.
Una pregunta ingenua. ¿Por qué doce cuentos? ¿Es supersticiosa? ¿O es una parodia de los Doce cuentos peregrinos de Gabriel García Márquez?
Me gusta el número. Quería un número de relatos que tuviera que ver con la tradición. A pesar de que son cuentos que aparentemente puedan venir de otro lado, son cuentos muy literarios y muy de la tradición, e incluso incorporan elementos pop, pero eso también lo hacía Manuel Puig. Y ahora que hice el tercero con doce me doy cuenta de que quizás era una exploración que necesitaba hacer. La repetición es la búsqueda de la diferencia en el detalle. Aquí estoy explorando el mismo terreno. Y ahora me doy cuenta que es una especie de trilogía. Un libro es de 2009, otro de 2016 y este es de 2024. Estos tres libros de cuentos, intercambiables, hablan de un momento de mi imaginación en que quería explorar esto y quería que fuesen muy parecidos. Pero no fue una cosa consciente. Fue ocurriendo.
¿Por qué optó por unir dos tradiciones: la gótica, de Mary Shelley, en cuyo Frankenstein están el feminismo, el humanismo, lo social, que usted aborda en sus historias, y América Latina, con Horacio Quiroga, por ejemplo, respecto a lo cotidiano?
El terror anglosajón, desde el gótico de Mary Shelley hasta Stephen King, y el que se escribe hoy, es una de mis influencias principales. Y la otra es cierta veta de lo fantástico que aparece en la literatura latinoamericana y en los relatos orales de nuestra cultura. Quiero decir, mi influencia es Borges, mi influencia es Quiroga. Borges no es muy cotidiano, pero Silvina Ocampo sí. Silvina Ocampo es la deformación de lo cotidiano, una cosa que a mí me interesa mucho. De hecho, ahora que hablamos de vestidos, ella tiene un cuento de furia de clase, “El vestido de terciopelo”, una pieza para volver a esos temas en los que una mujer rica obliga a una costurera a venir a su casa para hacerle un vestido que tiene una especie de dragón, y muere de calor. Es como una especie de venganza de clase. Esta costurera viene con una niña que uno al principio piensa que es su hija y después se da cuenta que es una especie de espíritu malvado que solo se ríe. Es una cosa muy cotidiana: una señora que explota a la persona que trabaja para ella y que la tiene deshumanizada. Pero sí: Quiroga, Silvina Ocampo, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato, muy del sur, son mis influencias.
Y después la oralidad. A mí me apasiona la mitología latinoamericana, pero no solo la de los pueblos originarios, sino la de los cuentos de aparecidos, las leyendas urbanas, que sobreviven de la manera más antigua de todas. En un programa de radio, a las dos de la mañana, hay un señor que llama desde un pueblo y le cuenta al señor en la radio sobre el fantasma que vio, el hecho sobrenatural, sin nada más, sin decoración. Eso me fascina.
Nunca se le ha reconocido a Stephen King esa preocupación social.
Es increíble. No lo puedo creer. Se acaban de cumplir 50 años de Carrie, su primer libro. Y esa novela va de una chica que sufre bullying en la escuela. Gran problema de Estados Unidos que después se empezó a percibir en todo el mundo. Es un caso de fanatismo religioso de la madre, que genera un montón de violencia. Carrie es una chica que, después de toda esta carga, termina matando a sus compañeros de escuela, con un elemento sobrenatural, que es el poder de su mente. Es los tiroteos en los colegios que pasan una vez por semana en Estados Unidos. El señor escribe el libro en los años setenta. Si a la novela se le quita el elemento sobrenatural, que es que la niña mata con su mente porque mueve objetos, es una novela sobre una masacre escolar. Y eso siempre fue muy mal entendido con King.
La cultura del gótico y luego el terror en el siglo XX, como géneros populares, fueron despreciados. A mí me parece muy interesante que en la tradición latinoamericana haya tanta literatura fantástica. Tampoco se habla de eso, o queda bajo la campana del realismo mágico que, en realidad, solo es García Márquez. No puedes poner bajo esa campana a Juan Rulfo, que es un género en sí mismo.
No toda su obra es de terror. Cuando empezó a escribir, ¿se planteó escribir terror como reivindicación del género por el menosprecio que ha tenido?
Mis dos primeras novelas fueron novelas realistas, realismo sucio, donde pasan cosas horribles, pero que no tienen que ver con el género. Pero yo quería escribir terror. Fue una decisión consciente ir hacia el género, salirme de un género más respetable para meterme en un género al que históricamente se lo considera un género menor. ¿Por qué? Por placer. Porque me gustaba y porque además sentía que era un género que me permitía hablar de la realidad desde un lugar que tenía que ver más con mi historia, con una persona que en la escuela leyó a Cortázar, que tiene muchísimos cuentos terroríficos.
¿En qué medida influyó Cortázar?
Cortázar explora una topografía mental y geográfica, y yo también lo hago. Creo que en el género fantástico latinoamericano todo queda bajo el realismo mágico, que terminó por una cuestión política. Ese momento de América Latina era de mucho optimismo por la Revolución cubana. Y lo que ocurre después es la devastación de las dictaduras y de los regímenes de las violencias. La literatura que emerge ahora es una literatura que está muy cruzada por los relatos del horror de las dictaduras de los años setenta. Perú tiene una cantidad impresionante, eso es más tarde, pero tiene muchísima literatura sobre Sendero Luminoso. Nosotros tenemos muchísima literatura sobre la dictadura. Uruguay tuvo un presidente (José Mujica) que estuvo confinado doce años en un pozo.
¿Y en qué momento cambia esto en la literatura latinoamericana?
Eso pasa después de Cien años de soledad, una novela maravillosa, pero creo que el primer escritor que trasciende eso y que se impone con muchísima autoridad escribiendo una gran novela sobre el desasosiego de esta época es Roberto Bolaño, que incluye el exilio. Cuando uno lee Los detectives salvajes o 2066, esa es la América Latina en la que ahora estamos trabajando y viviendo los escritores. Ya no es una tierra maravillosa; incluye lo maravilloso, pero tiene otro montón de cosas que tienen que ver con la sensación de derrota. Con la dictadura, una generación, la de mis padres, fue arrasada.
El terror se parecía a la dictadura. Luego se saben todos los horrores de la dictadura y hay que lidiar con eso: el juicio a las juntas en Argentina en 1985. Yo me lo acuerdo, pero no se pasaba por televisión, se escuchaba en la radio. Y todo eso mezclado con las películas sobre asesinos slashers que venían de Estados Unidos, y después Twin Peaks, y Stephen King… Ese caldo cultural, digamos, es el que más se parece a mí.
América Latina ya no es la utopía ni los paraísos artificiales. ¿Qué diría usted que es?
Creo que se está acercando a la distopía. O sea, las pilas de ropa en el desierto de Atacama, que no sé qué arreglo tienen o qué pasó ahí, pero se desecha la ropa que no se usa y hay estas pilas lovecraftianas de ropa. Y los grandes apagones. En Buenos Aires, hay apagones porque no se puede dar energía suficiente a toda la ciudad. Hace muchísimo calor. En este momento hay epidemia de dengue, cambió la tipografía en un año. En Santiago de Chile hubo un levantamiento popular a principios de la pandemia y se detuvo por esta. Vino un gobierno de izquierda con el que hubo mucho entusiasmo; luego se sabe que a ese gobierno no le ha ido bien y que no va a ser votado. Y el candidato de la derecha muere en un accidente de helicóptero (Sebastián Piñera) y el que queda es (Claudio) Katz, de una ultraderecha terrible.
Eso pasó en Argentina con un presidente como Javier Milei.
Exactamente. O en El Salvador con Bukele y sus cárceles. O sea, hay mucho de distopía.
¿Pasamos de la utopía de los gobiernos de izquierda a la distopía con la ultraderecha en América Latina?
Por lo menos cosméticamente. No es que la izquierda no la tenga, pero la derecha necesita una teatralidad particular. Cuando uno ve las cárceles de Bukele, encuentra una teatralidad particular. Cuando uno ve todos esos cuerpos desnudos, puede ver algún performance alemán. Puede ser algún artista de vanguardia haciendo alguna obra de danza contemporánea que empiece con los cuerpos de esa manera. Eso es muy curioso. Quiero decir, la imagen. Y también algunas imágenes de la violencia extrema en México.
Sus libros tienen mucho humor. ¿Qué le ofrecen el horror y el humor?
Tanto el horror como el humor comparten algo, que es poder hablar, con la libertad que da el género, de un montón de cosas que son tabúes y que pueden ser ofensivas o ir demasiado lejos, porque son registros en los que existe ese permiso. Y en ese sentido se parecen mucho. Los comediantes dicen que se puede hacer chistes de cualquier cosa. Es verdad, porque están defendiendo un espacio de libertad discursiva, que en otros lados está más encorsetada. Y el terror también tiene eso. El terror te permite ir muy lejos. Ir muy lejos en la crueldad, en las imaginaciones. La realidad gana, pero hay algo de cómo usas el lenguaje para contarlo, sobre todo estético, que permite ir demasiado lejos en cosas tabúes. En literatura, al menos.
Si no le da miedo la realidad de América Latina ni escribir de terror, ¿qué le da miedo a Mariana Enriquez?
Está mucho en el libro: me da miedo la decadencia del cuerpo, la enfermedad, envejecer.
Le da miedo la vida, entonces.
Sí, la vida. Las cosas de la vida, no las cosas raras.
AQ