Un gran autor nunca deja de escribir. Sigue redactando sus libros, cada vez que alguien los lee. Mario Vargas Llosa ha anunciado que Le dedico mi silencio ha sido su última novela. Es un modo de decir. A lo largo de los años seguirá escribiendo novelas distintas, inesperadas, con cada lector.
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Cuando en algún lugar del mundo alguien ve los dados sucios, mostrando el tres y el uno, luego que el Jaguar ha dicho “Cuatro”, algunos han visto la marca de un destino. También puede interpretarse como el papel que el azar juega en nuestras vidas. También como el ritual de sublevación de un grupo de jóvenes que buscan una respuesta a su soledad. Cada vez que alguien lee de un modo distinto esa escena, cada vez que ve a sus protagonistas y siente la voz del Jaguar y el miedo del Cava, su autor la ha reescrito de algún modo. Lo mismo ocurre con otras escenas memorables: Zavalita que sale a la Avenida Tacna y camina por La Colmena repitiendo una pregunta; el misterioso Anselmo que llega a Piura montado en un asno para pintar una casa de verde; el Conseilhero “alto y tan flaco que parecía siempre de perfil” liderando a un conjunto de descastados hacia la dignidad de la rebelión.
Vargas Llosa seguirá escribiendo estos libros mientras en cualquier parte del mundo uno pueda sostener una conversación sobre los personajes, los pasajes, las frases, que más nos mueven. Y seguirá escribiendo de muchos modos. A lo largo de sus libros se entrecruzan los niveles en una galería de lo humano. La épica de La guerra del fin del mundo; el sentimentalismo militante de La tía Julia y el escribidor; la fuerza del pasado en La fiesta del chivo; la exploración moral en El héroe discreto.
Escribir es un modo extremo de ejercer la libertad. También lo es leer. En mi lectura, la constante en la obra de Vargas Llosa es que todos sus personajes están definidos por su rebeldía. Zavala, el Jaguar, Alberto, Jum, el Escribidor, la Niña lala. Ninguno de sus personajes se conforma. Son un estímulo para la rebelión permanente. Siguen adelante aunque el futuro soñado parezca lejano. Todos ellos permanecen en el centro de nuestros sueños. Están siempre moviéndose y hablando. Son seres reales.
En el último capítulo de Le dedico mi silencio, el protagonista, Toño Azpilcueta, afirma que no ha perdido la esperanza en que el Perú pueda ser alguna vez una sociedad integrada y armónica. En su encuentro final con la cantante Cecilia Barraza, afirma sin embargo que no cree que verá ese momento: “Algún día, tal vez. Pero tú y yo no lo veremos, Cecilia”. A esa frase Cecilia Barraza da una respuesta muy latinoamericana: “Bueno, ya nos arreglaremos”.
De algún modo, como en sus novelas, los latinoamericanos siempre nos las hemos arreglado, a condición de no resignarnos. La esperanza es una rutina. No hay rebeldía sin esperanza, por más absurda que sea, en estos libros. Hay que releerlos para saber que su autor también está escribiéndolos otra vez. Y cada día escribe mejor.
AQ