El amor es tan arcano que le permite a cada generación actualizar los conflictos que lo acompañan. Difícil pensar en un asunto tan manido y al mismo tiempo tan incierto. No obstante, ese contrasentido no impide que —como le ocurrió a los espectadores shakesperianos del teatro isabelino o a los oyentes de los poemas de Safo— los embrollos amatorios sigan monopolizando nuestra atención.
Afectos al melodrama, nos hemos acostumbrado a las historias que narran pasiones maniqueas: los finales sólo nos satisfacen si los amantes se lanzan al abismo de la desdicha o viven felices para siempre. El mundo real, sin embargo, difícilmente opera de ese modo. Consciente de esa realidad, Marta Jiménez Serrano (Madrid, 1990) se lanzó a representar al amor que ocurre entre los paréntesis de lo ordinario.
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“Me interesaba ver cómo se encaja el amor en la vida diaria, que está llena de problemas logísticos”, me cuenta una mañana soleada en la Ciudad de México, cuando conversamos acerca de su libro más reciente, No todo el mundo (Sexto Piso, 2023). Se trata de una colección de relatos que explora, con gran destreza y un humor perspicaz, las singularidades de los vínculos afectivos contemporáneos: “cómo son, qué diferencias hay entre los de antes y los de ahora y qué preguntas nos estamos haciendo”.
—El requisito esencial de la ficción es el conflicto —le sugiero—. No hay historia posible donde no hay obstáculos por sortear. Y el amor, cuando va bien, suele carecer de obstáculos… por lo menos a simple vista.
—Ese fue uno de los retos del libro —responde con entusiasmo—: contar cosas que no tuvieran un conflicto muy evidente. Yo creo que la mayoría de las relaciones no acaban ni genial ni fatal, sino en una cosa intermedia. Quizá un relato puede acabar bien aunque la pareja no acabe reunida, y otro puede acabar mal aunque sigan juntos. Ya no hay que cifrar la felicidad al triunfo del amor.
El relato que mejor ejemplifica esta idea se llama “Tenemos que dejarlo”. Cuando los protagonistas —Marcelo y Eloísa, fumadores empedernidos— terminan su relación, no está muy claro cuál ha sido el motivo. Sin embargo, quien llega al punto final tiene la certeza de que ese era el único desenlace factible.
—¿Cómo determinas, entonces, la historia que vas a contar?
—Lo que hago es mirar con una lupa esas relaciones e ir al detalle. Ha sido como poner un microscopio en las relaciones cotidianas y ver qué es lo que está pasando ahí.
Menuda y de ojos expresivos que le agitan el fleco cada tanto, Marta Jiménez piensa que escribir ficción se parece un poco al transitar de las relaciones de pareja. Mientras el idilio está en marcha, resulta difícil observar las situaciones con perspectiva. Sólo a posteriori, con cierta distancia de por medio, se puede mirar con frialdad.
—Como en las relaciones, el proceso de invención narrativa demanda cierta dosis de incertidumbre. ¿Escribes con premeditación o concibes la creación como una búsqueda?
—Nunca sé exactamente de lo que voy a escribir antes de hacerlo. Para mí, la escritura es un proceso de descubrimiento. Voy tirando de temas, enfoques y personajes que me interesan y sólo me doy cuenta de qué va mi libro cuando lo he terminado y cuando se lo entrego a mi editor.
—Pero en el proceso sí hay decisiones conscientes, ¿no es así? El tono, por ejemplo, la voz que narra…
—Sí, es algo que pienso muchísimo: el narrador y el punto de vista. Creo que en realidad eso es lo que le da el tono a un texto. El tema y lo que ocurre muchas veces son lo de menos. Lo que marca el texto es desde dónde está escrito y desde dónde está mirado.
La pluma caleidoscópica de Marta Jiménez Serrano tiene la virtud de enmarcar a personajes disímbolos: tienen edades variadas, pertenecen a clases sociales diversas y poseen una manera única de encarar las relaciones. Algunos no hallan mejor comunicación que la mensajería instantánea mientras que otros se esmeran en hacer las paces con el control remoto. Algo, sin embargo, los hermana: todos viven en Madrid. Para la autora española, esta condición no obedece solamente a su propia procedencia, sino a la voluntad de situar a sus personajes en un entorno vertiginoso, multitudinario y digitalizado. “La ciudad como símbolo de lo contemporáneo”, explica.
El escenario es Madrid, pero podría ser Londres, Bogotá, París, Buenos Aires o Ciudad de México. Hay algo universal en la intimidad de los personajes que desfilan en No todo el mundo. ¿Y no es esa, después de todo, la aspiración de toda persona que escribe? “No encuentro contradicción entre lo específico y lo universal. Al contrario, van de la mano. La literatura funciona con lo concreto”, apunta Jiménez, también autora de la novela Los nombres propios y del poemario La edad ligera.
“Siempre está bien tener un vicio, para tener la ilusión de poder dejarlo”, dice uno de los personajes de Marta Jiménez. Pienso, no obstante, que hay vicios que jamás podremos abandonar. El amor, claro está, es uno de ellos.
—¿Por qué nos siguen embelesando las historias de amor?
—Es que el amor, para mí, tiene dos caras. Una va cambiando según el contexto (la pareja varía según cómo nos organizamos socialmente). Pero la otra parte viene siendo igual desde hace siglos. Esa parte esencial del amor tiene que ver con nuestra humanidad. Queremos que nos quieran y a todos nos da pena que no nos quieran, y eso siempre ha sido así. Fusionar esas dos cosas y ver cómo operan me parecía muy interesante.
—¿Ese nexo te permitió explorar otros temas?
—Sí. Me han dicho que son cuentos sobre el amor. Y sí, un poco, pero también son relatos de inseguridad, de celos, de desamor, de duelo, de deseo. Hay muchas cosas dentro de la palabra amor.
En “Colega”, un cuento donde el factor de la discordia es un gato, un personaje reflexiona: “Qué es el amor sino descubrirse a uno mismo ante la compañía ajena, que te miren fijamente como si supieran algo de ti que tú no sabes”. Escribir, en ese sentido, es como amar: un desnudamiento ante los desconocidos. Sobre todo, es un acto de vulnerabilidad ante uno mismo.
Marta coincide: “El proceso de escritura es una mezcla de intuición, razón y técnica. Hay que estar abierto a cosas que no habías planificado y luego meter todo eso en una coctelera para ver qué sale”.
Termino la conversación pensando que acaso el amor también se trata de eso: mezclar intuición, razón, técnica y asombro. Y a ver qué sale.
ÁSS