El bebé ha nacido. Pero no es cualquier niño, solo pueden disfrutar de su infinita ternura un par de santos. La pureza debe reservarse. Al menos eso nos deja saber la persona adinerada que encargó este cuadro de notables proporciones (136 x 95 cm) intitulado La Santa Familia con santa Catalina, san Sebastián y un donador, óleo sobre panel de madera pintado alrededor de 1507 que hoy permanece colgado en una pared del Louvre. Entre sus santos patronos, santa Catalina de Alejandría y san Sebastián, el mecenas tiene la ilusión de poder acercarse, embelesado, a la virgen y su hijo divino. El arte es real, discurre, y esa podría ser una forma de renacer cuando haya partido de este mundo.
Su autor, Sebastiano Luciani, fue conocido artísticamente como Sebastiano del Piombo, pues desde 1531 fungió como encargado de los sellos de plomo del Estado Vaticano, de ahí su mote. Nació en 1485, según Giorgio Vasari, en Venecia. Sus primeras obras nos muestran un colorido que recuerda a los maestros de dicha ciudad, como Giovanni Bellini “Giambellino”, quien fue su maestro, y Giorgione.
Debido a la muerte de este último se trasladó a Roma en 1511 invitado por el banquero Agostino Chigi a fin de que se encargara de la decoración al fresco de la Villa Farnesina. Entonces estableció un estrecho contacto con Rafael (antes de enemistarse), quien lo inspiró para realizar algunos de sus retratos memorables, atribuidos durante largo tiempo al mismo Urbino, como es el caso de El retrato de Ferry Carondelet con sus secretarios (ca. 1510–1512) que se encuentra en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.
Con el paso del tiempo sus escenas se tornaron más severas y esenciales, si bien cuidando de no exceder la reciente reforma de la Iglesia Católica promovida en el Saco de Roma, en 1527, plasmada luego en el Concilio de Trento con la intención de frenar los abusos del clero. Sebastiano mantuvo amistad con Miguel Ángel, de tal manera que este le facilitó algunos bocetos para culminar obras como La flagelación, localizada en la capilla Borgherini de la iglesia de San Pietro in Montorio, en Roma, y La resurrección de Lázaro (1519), que puede verse en la National Gallery de Londres.
Tras la muerte de Rafael, en 1520, Sebastiano se convirtió en la figura más importante del panorama artístico romano. En 1531 Clemente VII lo nombró, como dije antes, custodio de los sellos pontificales hechos de plomo. Semejante nombramiento le resolvió la vida, tanto en lo social como en lo económico, de manera que dejó de producir arte, y cuando tenía que hacerlo, según cuenta Vasari, “¡le dolía tanto el ánimo!”
Otra pieza, poco conocida, que llama la atención por su original, enjundiosa manera de representar la pureza es Aurora, esculpida en 1900 por Denys Puech a partir de un trozo de mármol que en su versión final alcanza un poco más de un metro de altura, 116 cm para ser precisos.
Como se sabe, Aurora era la diosa del alba entre los antiguos romanos; Eos para los griegos, a la que se consideraba mensajera del nuevo día, vencedora de las tinieblas, y por ende un símbolo del acto de nacer. Su autor creó en su juventud esta inspirada pieza, en la que nos presenta a la divinidad apoyando una rodilla sobre una nube y apartando con las manos de su rostro su largo, espeso cabello, insinuando una especie de suave despertar a la vida.
Cada mañana la divinidad surgía de las profundidades del océano, precediendo con sus rosas a Helios en su recorrido cotidiano por los cielos. Desde tiempos remotos, la aurora ha sido representada como una figura alada, enfatizando el momento extraordinario que significa nacer. En cambio Puech reprodujo el cuerpo femenino de manera mesurada y, no obstante, festiva, siguiendo los cánones académicos establecidos. No hay alas, sino una larga cabellera.
Fue expuesta en el Salón de París de 1901; años más tarde, en 1910, el Estado francés la escogió para formar parte de su colección de obras de arte. Hoy se encuentra en el Museo D´Orsay. Tan delicada y sensual es esta pieza que la fábrica de porcelana Sèvres obtuvo permiso para reproducirla en serie, emisión que alcanzó gran popularidad entre los franceses.
Vayamos ahora a la bella ciudad polaca de Cracovia, en donde se localiza el museo de arte e historia de la familia Czartoryski. Ahí se encuentra celosamente resguardado un cuadro de Leonardo, La muchacha del armiño. Se trata de un pequeño óleo sobre tela (54.8 x 40.3 cm) que él realizó entre 1489 y 1491. Estoy frente al magnífico retrato de Cecilia Gallerani a los 17 años de edad abrazando a un hermoso Mustela erminea, símbolo ancestral de la pureza. La diligente, atractiva y educada plebeya ingresó como dama de compañía del duque de Milán, Ludovico Sforza, y pronto se convirtió en su amante, a quien él deseaba inmortalizar como símbolo de la belleza prístina.
Recordé alguna de las charlas que he tenido la suerte de sostener con un distinguido historiador del arte de Trinity College (Oxford), sir Martin Kemp, reconocido especialista de la obra del inventor y pintor florentino. Lo que este cuadro refleja, además de su bagaje cargado de pasiones y costumbres humanas, está plasmado de maravilla en un libro de sir Martin, The Human Animal in Western Art and Science (2007), donde busca arrojar luces sobre el significado de pensar en los humanos como animales y viceversa.
Cuando gozábamos de lo que significa ser el culmen de la creación parecía cómodo atribuir cualidades animales favorables a nuestra propia especie: “Valiente como una leona”, “abnegado como un pelícano”, “astuta como una zorra”, “puro como un armiño”. Algo ha cambiado.
Sir Martin lleva a cabo en su libro un recorrido inédito por los senderos de la luz y las sombras, tanto en el arte como en la ciencia y la tecnología. Así, una de las ilustraciones que forma parte del libro citado es una imagen de su propio cerebro captada mediante un artefacto de resonancia magnética; “es como enfrentar el caos en un mundo que implora orden”, me dijo.
Esta mirada peculiar al híbrido de ciencia y artes visuales también le permite reconstruir el tortuoso camino de las pseudociencias y su obsesión por la pureza. Vemos desfilar a los impulsores de la craneoscopia, cuyo propósito era deducir las emociones y capacidades cognitivas de una persona a través del escrutinio superficial del cráneo y los golpes en la cabeza. Sir Martin no olvida la más ambiciosa pseudociencia, llamada “antropología criminal”, concebida por Cesare Lombroso, la cual tenía una dimensión predictiva. Los criminales, en opinión de Lombroso, no eran simplemente personas que quebrantan la ley, sino retrocesos evolutivos, parientes cercanos de los simios y los roedores, esto es, animales sucios.
Sir Martin me habló de la tensión entre las formas de pensamiento que definen a la humanidad como “aquello que no es animal” y las corrientes de pensamiento opuestas, sobre todo científicas, que destacan cuánto tenemos en común con las criaturas que no hablan nuestros idiomas. Por ejemplo, de los chimpancés nos separa sólo el 0.6 por ciento de nuestro material genético, una pincelada de la evolución si usted quiere.
AQ