Leonid Andreyev tiene un relato llamado El gobernador. Los obreros llevan tres semanas en huelga. Una marcha pacífica se torna agresiva. Los obreros van junto con sus familias y arrojan piedras a la casa del gobernador. Éste da la orden a la policía de que disparen y la jornada acaba con cuarenta y siete muertos, incluyendo nueve mujeres y tres niños. A diferencia de Mateo, que cuando nos narra el milagro de Cristo multiplicando y repartiendo pan y pescado, nos dice: “Y los que comieron fueron como cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños”; en caso de eventos como los de El gobernador antes se toman en cuenta las mujeres y los niños que los hombres.
Aunque luego de la masacre se restaura el orden y el zar manda sus felicitaciones, en toda la provincia flota una verdad a modo de destino: el gobernador va a morir. No se sabe si al día siguiente o si en un mes, no se sabe si por bala, bomba o cuchillada, tampoco se sabe si será una acción concertada o un asesino solitario, pero a todos, incluyendo al propio gobernador, les resulta claro que un hombre así no puede seguir viviendo. “Ya a la mañana siguiente de la matanza de los obreros”, nos dice Andreyev, “sabía toda la ciudad que el gobernador moriría”.
Por eso, cuando se le acercan dos hombres, y uno de ellos saca un arma y le dice “usted perdone”, el gobernador apenas “lanzó un suspiro breve, pero terriblemente profundo, y se irguió sin miedo, aunque también sin aire de reto”.
Ya cayendo en la obviedad, Andreyev escribe: “Y tres tiros intermitentes, que hicieron un ruido compacto y bronco, dieron fin a su vida”.
Si bien me es inevitable hacer paralelismos entre la historia rusa y la mexicana, mis subrayados en este texto se concentran en un pasaje que no tiene que ver con la muerte, sino en una carta que envía cierto obrero al gobernador. Al reclamar las actitudes de la aristocracia, dice “procuran poner los libros fuera del alcance de las clases pobres para mantenerlas en la bruma de la ignorancia”, y en unas líneas cargadas de candor, continúa: “¿Sabe usted por qué los patrones se niegan a conceder la jornada de ocho horas?”, y él mismo responde suponiendo que esas tres horas al día las dedicarán los obreros a leer. Los poderosos “temen que con ella los obreros se hagan más inteligentes que los patrones y les quiten de las manos su negocio”.
Ah, mi buen Andreyev, tanto por el destino de quienes ordenan masacres, como por la avidez lectora de los obreros, tu cuento es una extravagante fantasía.
Leonid Andreyev | © Wikimedia Commons
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