El mensaje me despierta de la siesta. Ha muerto Mayra. Era cuestión de tiempo. Lo sé aunque estos últimos a todos nos había dejado atrás, en el pasado que alguna vez compartimos.
Mayra y yo nos amamos. Pero no como novios o amantes. Fuimos los amigos más cómplices. Supimos ver el uno en el otro los dones, la alegría, la juventud intensísima que solo puede gastarse, pues no se guarda. Supimos acompañarnos.
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La conocí cuando empezamos la escuela de escritores en 1993. Pocas semanas más tarde empezamos también Letras en la UNAM. No sé exactamente cuándo pasamos de coincidir en las mañanas y en las tardes, a lo que pasó después. De pronto tomábamos juntos todas las clases, íbamos juntos a todas las fiestas, nos acompañábamos a la oficina de Huberto Batis para entregar nuestros materiales para Sábado, descubríamos juntos los libros que eran nuestros incendios.
La recuerdo leyendo. Su estilo era inconfundible. Una prosa donde destellaba el barroco de la inteligencia. No el del ornato musical, sino el de la asociación y la disociación. Una prosa surcada de bifurcaciones que nunca se abandonaban sino se iban coleccionando, eligiendo todos los caminos que ofrecía el sentido y colmándolos, obligándolos a nuevas sorpresas. Leía en voz baja. Con una voz muy sedosa. Lo suficientemente lento para que se entendiera el vértigo de su intento. Lo suficientemente rápido para crear el deseo de leerla, muchas veces, de nuevo, en papel.
Nos burlamos ferozmente de muchísima gente. Pero eso venía de la soberbia que teníamos en común con otros jóvenes. Me importa mucho más, porque es muchísimo más rara, era nuestra capacidad de admirar a otros con entusiasmo, con pureza absoluta.
Me acuerdo de las glorias de las clases difíciles, exigentes. Cuánto quisimos, por ejemplo, a Concepción Company, que daba todas las horas de su clase un solo día de la semana y cuando entraba al salón esperaba que la tarea estuviera completamente resuelta en el pizarrón. Aunque ese jueves solo tuviera a dos alumnos. Mayra y yo. Cada uno con un Gatorade telepático en la mano para tratar de remar contra la resaca de la fiesta de la noche anterior.
Biblioteca Central, UNAM
A Walkiria Wey no solo la quisimos por sabia y porque nos dio a leer La tercera orilla del río sino porque le bastaba que uno de los dos estuviera en clase para ponernos presentes a ambos. Ella sabía que durante esos años, el alto que obviamente no sabía bailar y la chaparrita que bailaba prodigiosamente eran dos cuerpos que a veces bailaban juntos, pero con una sola mente que bailaba permanentemente entre los dos.
Con todo, me resultaba profundamente misteriosa. Su travesura y su sabiduría están capturadas en el retrato que le hizo Enrique Bostelmann de muy niña, y que luego me permitió usar Mayra para la portada de mi novela que de muchas maneras trata de inventarla.
Podría seguir evocándola muchas páginas más. Pero prefiero terminar con el recuerdo, al final de muchas de las clases de la SOGEM, de los dos tomando el pesero y luego el Metro en la dirección opuesta a mi casa. Hablando como si no hubiera mundo. Solo después de despedirnos, volvía, tarde y muerto de hambre a mi casa, muy cansado. Pero no importaba. Porque aunque iba solo sabía, sentía, podía porque no estaba solo.
LVC