Desde niño me gustaban las películas: El libro de la selva, Los aristogatos, Los tres amigos, Taro, el niño dragón, Los diez mandamientos, todas las de Cantinflas… eran mi menú de todos mis días. La televisión encendida me mantenía entretenido observando la trama ya conocida, pero descubriéndola siempre como si fuera la primera vez. Cuando la película terminaba, apagaba el equipo con el control remoto y me quedaba dormido. Años después me llevaron al cine.
Mi mamá me llevó por primera vez al cine cuando yo tenía once años. La sala estaba llena, la pantalla, mucho más grande que la del televisor de mi casa, me deslumbraba. La intimidad acostumbrada fue sustituida por un espacio lleno de llantos de bebé, personas que hacían ruido y se atravesaban a cada rato, saltos en la cinta y otros detalles. Aun así disfruté la película, pero el cine me incomodó. Estaba cansado y quería irme a casa.
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Durante la adolescencia visitar el cine se volvió recurrente, a las chicas les gusta. Fui a varios estrenos, haciendo cola para entrar y en la fuente de sodas, apresurándome luego para buscar asientos (antes de que entraran las cadenas de cines y vendieran localidades numeradas). Tenía además que soportar las impertinencias de la gente que patea los asientos, platica, grita y hace cualquier cosa que impide disfrutar la película. Estando ahí siempre extrañaba la comodidad del sillón y la intimidad del espacio de mi sala. Una ocasión, una chica me invitó a ver una película en su casa, no hubo colas ni problemas con los asientos. La pantalla de su televisión, más grande que la de mi sala, iluminaba sus ojos mientras la besaba, nuestras sombras se arrancaban las ropas; estábamos desnudos y sudados. Sólo nuestras voces interrumpían los diálogos de Rick Hunter. Agradecí no haber ido al cine.
Ir al cine conlleva una inversión mayor de dinero que el costo del boleto de entrada, va mucho más allá. Implica desde el tiempo para llegar hasta salir y darte cuenta de que tu coche ha sido robado, o que te asalten en cualquier momento. En casa nada de eso ocurre. Uno siempre puede disfrutar una película sin tener que asistir a la sala de cine, además, ahí el ambiente me parece falso, desde el olor hasta la temperatura, todo está orientado hacia una experiencia consumista. El entorno se encuentra sobreestimulado de tal manera que abruma los sentidos. Desde niño me han gustado las películas, pero no me gusta ir al cine.
Texto escrito en el Taller de Periodismo Cultural, organizado por la Secretaría para la Cultura y las Artes de Oaxaca y la promotora cultural Cantera Verde, realizado a través de Zoom del 19 al 30 de octubre.
ÁSS