El Premio Internacional Nonino 2025 en Literatura le ha sido otorgado al escritor alemán Michael Krüger. Poeta, novelista, ensayista y traductor, Krüger ha destacado por su gran trabajo editorial en la mítica editorial Carl Hanser de Munich. Recibió el prestigioso premio italiano (en su edición número 50) el pasado 25 de enero en Roncho di Percoto, en Friuli, de manos del jurado, el escritor triestino Claudio Magris, quien describe así la obra del ganador: “Leyendo lo que él escribe, descubrimos que también se trata de nuestros sentimientos y pensamientos, pero necesitamos que él los descubra en sus artículos, en sus novelas, narraciones y poemas para hacerlos nuestros y descubrir que es él quien los saca de nosotros y que, después de haberlo leído, nos hemos vuelto un poco más nosotros mismos”.
Cuando tenía 18 años (o mejor: cuando era joven), compré un libro de poesía de un autor italiano del que jamás había escuchado hablar antes. Lo compré por el nombre de la traductora, una poeta que comenzaba a admirar: Ingeborg Bachmann. Eso sucedió en Berlín, en 1961. Apenas había terminado la escuela y mientras sustentaba el doloroso examen oral, en el que me pedían resolver problemas matemáticos de los que no tenía más que una idea muy vaga, en Berlín se levantaba un muro, y de un día para el otro, las personas del Este que pretendían marcharse al Oeste terminaban asesinadas.
Antes de 1961, existía una frontera invisible que era reconocible por los enormes anuncios que decían: “Está usted abandonando el sector americano”; después, instalarían una empalizada de alambre de púas y dispositivos automáticos de disparo de armas de fuego y muchos soldados que intentaban protegerla. Nací en el Este, a cincuenta kilómetros de Leipzig, pero me fui a vivir a Berlín Occidental para asistir a la escuela. Fue así que compré este librito intitulado Poesie/ Gedichte de un tal Giuseppe Ungaretti, y cuando le di la vuelta, en la contraportada del libro me encontré con dos breves líneas, o mejor dos palabras, que –no logro expresarlo de manera más realista– me cambiarían la vida: “M’illumino/ d’immenso”. En la traducción de Bachmann son un poco más largas, pero de cualquier manera muy breves: “Ich eurlechte mich/ durch Unermessliches” (“Me ilumino/ a través de lo inconmensurable”).
“Me ilumino/ de inmensidad”: haber leído este poema fue como una tormenta de nieve, como una epifanía en la pobre mente de un estudiante que no sabía qué hacer en la vida, pero sentí que, repentinamente, se había abierto una ventana que me mostraba lo que tenía que hacer en el futuro; no quiero paragonarme a Saulo que, en el camino a Damasco, deviene Pablo (cosa que, como se sabe, ha sido puesto en duda por los expertos teólogos), pero al igual que Pablo, que como apóstol le dedicó su vida al cristianismo, yo quise dedicar mi vida a la difusión de la literatura.
Sé que inmenso puede ser traducido de muy diversas maneras y, si se comparan las seis o siete traducciones alemanas de este poema, uno ya se puede imaginar lo difícil que es traducir el texto. Pero, en resumen, siempre se llega al punto que debe existir más que un simple deseo o nostalgia por algo más grande que la realidad, que debe existir una Sehnsucht nunca satisfecha por algo más grande que nuestra existencia.
Bien, decidí seguir un camino más práctico para iluminarme. Contra la voluntad y las expectativas de mi padre ya no seguí estudiando, pero aprendí a vender libros y a imprimir, y luego de dos años fundé mi primera revista con unos amigos, Die Diagonale, posteriormente me trasladé a Inglaterra para trabajar como librero en una empresa muy bien establecida, lo que me trajo cierta reputación, porque al principio nadie en Inglaterra estaba interesado en la literatura extranjera que yo proponía y, en especial, libros como Las escaleras de Strudhof de Heimito von Doderer o El palacio de Claude Simon eran manoseados con displicencia.
Al regresar a Alemania, fundé junto con mi amigo Klaus Wagenbach, en ese tiempo un editor de extrema izquierda, una nueva revista, Tintenfisch, es decir, Calamar, con la finalidad de proteger la idea de literatura de la hegemonía política e ideológica que en esos tiempos era dominante, como lo recordarán. Sobre todo, intentaba salvar a la poesía de volverse súbdita de objetivos ajenos a ella. Luego, trabajé como editor para una pequeña editorial alemana, que se volvió —entre otras cosas— una de las principales editoriales especializadas en literatura italiana: desde Claudio Magris hasta Primo Levi, de Italo Calvino a Antonio Tabucchi, de Umberto Eco a Giuseppe Pontiggia, de Giuseppe Ungaretti a Eugenio Montale, de Mario Luzi a Milo De Angelis, de Dino Campana a Patrizia Cavalli, por citar solo a algunos de ellos. Pero también publiqué poesía polaca, de Czeslaw Milosz a Tadeuz Rózewicz y Zbignew Herbert y a Adam Zagajewski y muchos otros, y me siento muy orgulloso de decir que publicamos la poesía de Tomas Tranströmer, Dereck Walcott, Seamus Heaney y Joseph Brodsky, mucho antes de que fuesen coronados con el Premio Nobel. Posteriormente, durante más de treinta años fui el único editor de la revista Akzente, que más o menos se centraba en presentar poesía del mundo.
Y finalmente, yo mismo escribí una docena de libros de poesía, y quienes escriben poemas saben que se requiere mucho tiempo, experiencia y fracasos para lograr escribir, al final de la propia vida, algunos poemas que puedan considerarse buenos, como dijo Rilke en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.
Bien, yo no quiero impresionarlos con el listado de mis actividades globales en nombre de “M’illumino/ d’immenso”: solo pretendo decir que esta ocupación devino centro de mi vida. ¿Por qué? Porque era y estoy profundamente convencido de que la idea y el uso de la poesía constituyen uno de los últimos vínculos que nos unen al pasado, a la riqueza de nuestra imaginación. Desde los Salmos hasta los cantos sagrados de la Biblia, pasando por la importante tradición del Renacimiento hasta nuestros días, con su infinita variedad, desde el canto popular hasta la experiencia hermética, la idea de la poesía sigue aún más o menos viva en nuestras sociedades —pero no la usamos de manera activa.
Hace unos años propuse que, al inicio de una conferencia, en la apertura del Parlamento o incluso al inicio de una reunión de un banco o de una compañía de seguros, por no hablar del inicio de clases en una escuela, se leyese un poema. Imagínense que la señora Giorgia Meloni leyese un poema de Montale antes de abrir la discusión sobre la migración o que la señora Christine Lagarde lea, antes de anunciar la reducción del salario base, un poema de René Char, o que el señor Olaf Scholz, antes de replegarse, decida leer un poema de Ingeborg Bachmann; la atmósfera en la sala cambiaría de inmediato, la retórica incisiva, que intenta herir y violentar al adversario y, entre otras cosas, al lenguaje mismo, se volvería más civil, o por lo menos aceptable.
Europa —creo que por lo menos algunos de ustedes estarán de acuerdo— se encuentra en un estado deplorable. El insaciable deseo de infinito, que también es el corazón de la poesía, ha sido sustituido por un vulgar intento por derrotar, con la finalidad de obtener un pequeño beneficio. Los premios literarios son un antídoto para contrarrestar el comportamiento actual; los premios internacionales todavía más.
Deseo agradecerle a la familia Nonino y al honorable jurado por la decisión de haberme otorgado el premio.
¡Gracias a todos!
Traducción de María Teresa Meneses
Texto tomado de Il Corriere della Sera, sábado 25 de enero de 2025.
AQ