Mesa de noche

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Una disputa entre la literatura y la televisión ocupó los primeros años del autor, que se decantó finalmente por las letras gracias a un "amor a primera vista".

Cuando no había televisión las veinticuatro horas, la gente solía tener un libro disponible en la mesa de noche. (Foto: Aaron Burden | Unsplash)
David Toscana
Ciudad de México /

Era común en años pasados tener un libro en la mesa de noche, al que se le leían unas páginas antes de caer dormidos. Esta costumbre ha sido mayormente sustituida por la televisión. Todavía en los años sesenta, había apenas un puñado de canales, que comenzaban sus transmisiones al mediodía y las terminaban antes de la medianoche. Luego se inventarían los infomerciales para demostrar la facultad del ser humano de entretenerse con el vacío mental; y ya después llegaría la multiplicidad de canales con programación de veinticuatro horas tan edificante como un infomercial.

No sé si en la maternidad en que nací tenían televisores, pero de ser así, mi madre habría podido ver las telenovelas Divorciadas y No basta ser médico. Como programación ya nocturna estaba Tiro Loco McGraw, Rin Tin Tin y Dimensión desconocida. Seguramente no vio la lucha libre a control remoto desde la Arena Coliseo. Y habrá tenido dificultad para decidir entre las tres películas con las que el trío de canales cerraba su programación: Tengo derecho al amor, con Ronald Colman y Vanessa Brown; Carnaval de invierno, con Richard Carlson y Ann Sheridan; o la comedia argentina Alejandra, con Delia Garcés y Jorge Rivier.

Solía ocurrir en aquel entonces que las películas tardaban años en pasar a la pantalla chica. Para esas fechas ya tenía tres años de muerto el galán de Tengo derecho al amor, que en inglés se llamaba The late George Apley. Carnaval de invierno era un filme de 1939; Alejandra se había estrenado en 1956, y Delia Garcés habría de morir exactamente en mi cumpleaños cuarenta; el galán, Jorge Rivier, era un francés llamado Georges Rivière, y no sé cómo pronunciaba el español argentino.

Mi primer succión de pezón me vino con una de esas tres películas; ahora entiendo por qué no tengo paciencia para el cine.

Pero también ocurre que si ese día, en vez de ver televisión, mi madre hubiese leído el periódico, habría dado con un artículo que hacía un repaso de Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov, El idiota y El adolescente, explicando a través de Dostoyevski por qué el comunismo había triunfado en uno de los países menos industrializados del mundo. Tal parece que, entre lácteas libaciones, yo tuve mi amor a primera vista con las letras.

Luego de la maternidad, llegué a una casa donde el centro de la vida era la televisión. Durante mi infancia hubo sólo una novela en el estante de un mueble que llamábamos “el librero”: Salamandra, de Morris West. Nunca la leí. Había aceptado mi destino televisivo, hasta que un buen día llegó Crimen y castigo, editado por Bruguera, y eso transfiguró mi vida.

Pasaron los años y mi madre siempre tuvo un libro en su mesa de noche. Siempre el mismo.

​AQ

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