Henri Michaux
[De “Con la mescalina”, capítulo II de Miserable milagro, 1956]
Sentimiento de una fisura. Meto la cabeza bajo un pañuelo para saber, para conocer los lugares.
Veo un surco. Surco con exploraciones, pequeñas, rápidas, transversales. Por dentro un fluido, mercurial por el destello, torrencial por el aspecto, eléctrico por la velocidad. También parece elástico. Pfitt, pfitt, pfitt, se va volando y muestra en sus flancos infinitas pequeñas ondulaciones. También veo que tiene estrías.
¿Dónde está exactamente ese surco? Es como si me atravesara el cráneo, de la frente al sincipucio. Sin embargo, lo veo. Surco sin principio ni fin, que me alcanza en las alturas, y cuya amplitud media es sensiblemente igual abajo como arriba, surco del que me atrevería a decir que viene del fin del mundo, que me atraviesa para irse de nuevo al otro extremo del mundo.
La envoltura de mi cuerpo (si pienso en ello o quiero hacerlo) flota ampliamente alrededor de él (¿cómo es posible?), inmenso globo aerostático que contenía ese inquieto arroyuelo pues, cuando al mismo tiempo quiero ver mi cuerpo, ese gran surco ya no es sino un arroyuelo, pero siempre intenso, ardiente, champán y gato que escupe. Un lugar enorme entre mi cuerpo y el surco, que lo atraviesa por la mitad. A veces el vacío ocupa ese lugar. (Es extraño, me creía pleno). A veces pequeños puntos lo ocupan.
Así que lo contengo, salvo en sus extremidades que huyen lejos, y sin embargo él es yo, son mis momentos que corren en su fluido cristalino. En ese fluido mi vida avanza. Roto por mil roturas, por ese arroyo tengo incesante prolongación en el tiempo. Podría detenerse. Tal vez. No obstante, quien lo ha visto no podría creerlo, que alguna vez pueda parar de fluir, y que me deje ahí […].
Jean Paulhan
[De “Breve informe sobre una experimentación”, 1955]
Todo comenzó con un gran sentimiento de bienestar, y de felicidad. Tenía frío, sentía (o así lo creía) las manos heladas. Entonces me cubrí; después me entregué a una benevolencia, e incluso a una admiración que, en el momento, me parecieron una obviedad. Me sorprendió el aplomo de Michaux, el cuidado con el que nos protegía de las corrientes de aire, de una luz demasiado intensa —la manera natural con la que, al cubrirse la cara con un velo, se puso en varias ocasiones a caminar en la pieza a grandes pasos (y dentro de mí lo comparaba con algún demonio —también me decía: con algún dios— —tibetano—)—, en fin por la rapidez con la que tan pronto como se acostaba tomaba notas y notas, y se detenía apenas un instante para reacomodarse el velo en la cara o, por el contrario, para apartarlo. Por otro lado, me maravillaba la gran belleza de Edith Boissonnas, su serenidad y la ligera gota que parecía correr sobre su mejilla. No creo haber dejado pasar gran cosa de esos diversos sentimientos. Sin embargo, a Edith que me preguntaba “¿en qué piensa usted?”, debí de responder: “Los admiro a ambos. Me entretiene. —Ah, es asombroso de su parte —contestó—. Es la primera vez”. La respuesta me sorprendió, me pregunté: “acaso de verdad, hasta ahora…”. Parece que en ese momento solté una carcajada. Luego le pregunté a Michaux, quien seguía escribiendo: “Pero ¿acaso escribes por deber? ¿Acaso habías decidido escribir?”. La respuesta fue más o menos que no esperaba la mínima revelación de lo que escribía, sino —escribía a gran velocidad— de la dirección de la forma de las líneas y de su trazo (que de alguna manera ayudó a componer un nuevo alfabeto). Me dije: en efecto, siempre buscó nuevos alfabetos. Sin embargo, el sentimiento de bienestar donde nadaba se había vuelto tan intenso que me decía, y me repetía: “ésta es una alegría que no podías prever, ésta es una alegría de la que no tenías ninguna idea —y ¿cómo es que tuviste la idea de tomar la mescalina? Es inexplicable—”. Pero me parecía que era alegremente inexplicable. Como si hubiera sido agradable contenerse de explicar, tener que vérselas con sentimientos a los que el pensamiento no pudiera (de algún modo) rodear. Al mismo tiempo, me decía: “no es fácil —por cierto, ¿por qué no es fácil?— aceptar un placer (no más que un dolor), pero aquí había una oportunidad: éste es tan preciso, tan bien delimitado (por esta negativa de explicación) que volvería a él a mi antojo.
Edith Boissonnas
[De Diario para mí sola, 1955]
No tenemos la costumbre de mirar con los ojos cerrados.*
No veríamos sino un color negro (o gris). Perdimos la costumbre de mirar donde, por lo general, no vemos nada.
Una muy fuerte fiebre, una dosis no muy fuerte de mescalina proyectan en el interior de los párpados imágenes. En lo que respecta a la fiebre, en general nos priva de esa conciencia, de esa libertad de pensamiento y de movimiento que puede hacernos tomar conciencia o deleitarnos en lo que vemos. No me pasó más que una vez disfrutar verdaderamente y acordarme con mucha nitidez de lo que vi a los 41º.
Al haber tomado una dosis muy baja de mescalina, pude ver con los ojos cerrados toda una fantasmagoría. En tanto esperaba imágenes impresionantes y singulares como las de ciertos sueños, de entrada no puse mucha atención a lo que vi y ni siquiera me irrité por la insignificancia de una imagen insistente, curiosa distribución de paja trenzada malva, completamente desprovista de interés. Hasta que el hecho de ver eso que no existía en ningún lado me llenó de una alegría extraña mezclada con temor. El día siguiente, al haber tomado una dosis un poco más fuerte, cerré los ojos y la agudeza repentina de las formas animadas que se agolpaban me sobrecogió. Demasiado cerca de la mirada interior, en la oscuridad íntima sensible circundante, vivían estas imágenes, pero se transformaban dejándome apenas el tiempo de percibirlas como de soslayo.
En los sueños tenemos empero la impresión de deformar por medio de la atención lo que vemos. Lo que veía tomaba respecto a mí una independencia excesiva, y su abundancia loca e inútil me irritaba. Primero fueron céspedes en una miniatura microscópica que ligeras vetas escondidas recorrían y que luego chisporroteaban por ligeros orificios, pequeñas brasas o cabujones fascinantes y animados, en fin, brotes de sarna que corrían bajo la piel traslúcida. El verde pasó al marrón quemado y a los violáceos cálidos sobre relieves de muros de piedra de grano de una fineza que me brindaba el placer del modelo reducido sumamente perfecto de monumentos, pero ninguna forma me recordaba nada que hubiera visto nunca antes. Una multitud de imágenes de las que no retuve nada debieron de pasar, pero pronto me impresionaron de nuevo semejanzas. Ahora las imágenes en movimiento estaban sin vida, absurdos decorados con palmetas y astrágalos, todo el mal gusto más soso (y no un barroco extravagante) iluminado, doquiera realzado por el brillo más inverosímil.
Sin embargo, al momento nacían pequeños grupos de puntos incandescentes unidos como constelaciones en cúmulos con un efecto más que sorprendente, y como al margen (o sobre un plano diferente); pero el hastío o la exasperación que experimentaba muy rápido, el asco de ver formas de una vulgaridad insensata me hizo abrir los ojos justo después de una suerte de cascada de un grado aún más alto en el horrible conjunto de plástico de colores chillones. Exasperada. Me sorprendí al preguntarme cómo todo eso había venido a mí, a mi vista, de la que era en suma responsable.
*Mirar con los ojos cerrados, es decir, bajar los párpados, no para reflexionar ni para dormir, sino bajarlos y cubrir una mirada orientada hacia el exterior.
Traducción de Hugo Alejandrez.
G.O.