Este libro es una invitación para que descubras quién eres en realidad, comenzando con dos simples preguntas: en los momentos en que te sientes muy feliz, ¿también te ves a ti mismo siendo feliz? Cuando te enojas, ¿alguna parte de ti está totalmente libre de enojo? Si contestaste “sí” a las dos preguntas, puedes dejar de leer. Ya has llegado. Has ido más allá de la conciencia cotidiana, y este ir más allá es lo que se necesita para saber quién eres realmente. El conocimiento de ti mismo se desplegará para ti todos los días. A la larga —o quizás en este preciso momento— te verás a ti mismo viviendo en la luz. Al igual que el gran poeta bengalí Rabindranath Tagore, podrás decir: “El hecho de que yo exista es una sorpresa perpetua”.
Sería fascinante conocerte, porque sin duda tu existencia es bastante inusual; incluso podrías asumir que eres único. Miras a tu alrededor y ves que la gran mayoría de la gente es simplemente feliz cuando está contenta, y enojada cuando está enojada. Pero tú no. Tú ves más allá.
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Cuando comencé a escribir libros hace 30 años no había duda de que ser feliz y enojarse era normal, sin el elemento añadido de observarte a ti mismo. El término atención plena ni siquiera existía; la meditación todavía era considerada sospechosa por la persona promedio, y todo el asunto de una conciencia más elevada era visto con la dura mirada del escepticismo. Yo era un médico joven en Boston con una familia que iba en aumento, y pasaba los días trabajando, dando servicio a una larga lista de pacientes y viajando cada día entre dos o más hospitales.
Cuando me alegraba porque mejoraba un paciente enfermo de la tiroides ¿me observaba a mí mismo siendo feliz? No. Al igual que todos los demás a quienes conocía, yo estaba contento o enojado sin tener misterio alguno al respecto. Pero al provenir de la India yo buscaba en mis recuerdos de infancia las pistas para un estado diferente de ser. De acuerdo con un Upanishad antiguo, la mente humana es como dos pájaros posados en una rama. Uno de los pájaros está comiendo una fruta del árbol, mientras que el otro lo mira amorosamente.
Desde que asistí algunos años a una escuela de una orden de hermanos católicos encontré otras claves de una fuente distinta, como Jesús que les decía a sus discípulos que debían “estar en el mundo sin ser del mundo”. Si buscas esa frase en Google encontrarás una gran confusión sobre lo que realmente significa, pero la esencia de esa enseñanza es que existe una diferencia entre creer en la vida mundana y no creer en ella. Cuando no crees en ella, dice Jesús, de alguna manera estás con Dios.
Desearía poder decir que estas pistas sobre una conciencia más elevada me transfiguraron y le dieron forma a mi vida. No fue así. Las guardé en el fondo de mi mente, y nunca las evoqué en mi vida ocupada y llena de estrés. No existía la conciencia incipiente de la Verdad, con V mayúscula, la cual es que yo, y todo el resto del mundo, encarnamos el misterio de la existencia. Finalmente, ésta es la razón por la que Tagore se encontraba perpetuamente sorprendido. Una vez que despiertas a la realidad enfrentas el misterio de la vida de forma íntima y personal: no podría haber misterio sin ti.
En una frase o dos he dado saltos gigantescos, lo sé. Hay un abismo profundo entre las cosas que una persona debe hacer en un día —comenzando por levantarse, vestirse, ir al trabajo y demás— y el misterio de la existencia. Una sociedad basada en la razón y la ciencia ve con escepticismo cualquier noción como estar en el mundo sin ser del mundo, o la Verdad, con V mayúscula. Vivimos juntos en una realidad que obedece a la ley de “lo que ves es lo que hay”. El mundo físico nos confronta: lidiamos con sus múltiples desafíos, y como la mente racional indaga en la oscuridad de lo desconocido, lo que emerge de ello son nuevos hechos y datos, no un sentido de asombro de que existamos en primer lugar.
Lo primero que me persuadió a enfrentar el misterio de la vida —y el misterio de mí mismo como un ser humano— fue la medicina. Practiqué endocrinología, especialidad que me fascinaba porque las hormonas son químicos únicos. Pueden volverte flojo y desanimado si tienes una deficiencia tiroidea; pueden hacer que huyas o luches cuando te enfrentes a una amenaza. Un estallido de adrenalina es el responsable de una reacción común ante un mago callejero que levita frente a tus ojos, mientras los espectadores se sobresaltan o se alejan.
Estamos tan acostumbrados a aceptar que estos comportamientos son inducidos químicamente que casi todos conectan el comportamiento adolescente con “hormonas enfurecidas”. Incluso cuando el deseo sexual es controlado de alguna manera nunca está del todo domesticado, así como enamorarse nunca es algo racional. Si yo hubiera estado satisfecho al aceptar el sentido común de la conexión entre las hormonas y los efectos que provocan, no habría más que contar.
Pero hay un inconveniente, y afecta las cosas mucho más allá de las hormonas: potencialmente revierte la realidad misma. Existe una hormona cerebral llamada oxitocina, que se ha ganado el nombre de la “hormona del amor”, porque la presencia de niveles más altos de esta hormona en el cerebro vuelve a una persona más afectiva y confiada. Pero esta molécula secretada por la glándula pituitaria es mucho más compleja que eso. La madre secreta niveles más altos de esta hormona durante el parto y la lactancia, fomentando un vínculo cercano con el bebé. Si acaricias a tu perro por algún rato, la oxitocina se eleva tanto en ti como en tu perro. La oxitocina hace que las personas amen más la bandera de su país, mientras que les son indiferentes las banderas de otras naciones. Durante la actividad sexual la oxitocina aumenta en las mujeres y hace que se vinculen emocionalmente con sus parejas sexuales, pero el efecto no parece ser igual en los hombres.
Algo extraño debe estar sucediendo, y sin embargo estos complejos descubrimientos no sacuden la fe de la mayoría de los endocrinólogos. Yo era diferente. Lo que me molestaba era que la oxitocina de hecho no hace nada de lo que se le acredita a menos que la mente lo acepte. Una mujer no sentirá mayor afecto por una pareja sexual si es forzada, si está atemorizada, enojada o simplemente distraída por algo más importante. Tu oxitocina no se elevará si acaricias a un perro que te desagrade. No amarás la bandera de tu país si un régimen autoritario te obliga a saludarla.
Llegué a ver el efecto explosivo de la conexión mente-cuerpo. Es como si fuéramos dos criaturas: una de ellas un robot que puede ser programado por químicos, y la otra un agente libre que piensa, considera y decide. Al parecer estas dos criaturas son incompatibles. No tienen derecho a coexistir, y sin embargo lo hacen, como lo refleja la estructura de nuestro sistema nervioso. Una parte opera de forma automática, permitiendo que la vida continúe sin que pienses al respecto. No tienes que pensar para seguir respirando o hacer que lata tu corazón, pero puedes tomar control conscientemente, y el sistema nervioso voluntario te permitirá alterar tu respiración e incluso, con un poco de práctica, disminuir tu ritmo cardiaco.
De pronto estamos al borde de un misterio, porque algo debe decidir actuar o no. Ese algo no puede ser el cerebro, porque al cerebro le es indiferente si usa un lado u otro del sistema nervioso central. En el lado involuntario, el cerebro disminuye tu ritmo cardiaco si corres un maratón, pero fuiste tú quien decidió correr el maratón en primer lugar.
Entonces, ¿quién es este “tú”?
Esa pregunta trivial es lo que afecta la realidad. En cualquier momento tú —esto es, el ser— decides a qué sistema nervioso llamar; por lo tanto tú no puedes ser la creación de ninguno de los dos sistemas. Cuando te das cuenta de este simple hecho estás en el camino de la conciencia de ti mismo. Puedes estar contento y al mismo tiempo observarte estando contento; comienzas a experimentarte completamente sin enojo, incluso si demuestras enojo.
La razón de este movimiento es simple: has ido más allá del lado mecánico de la vida. Has despertado a quien realmente eres, el usuario del cerebro, pero no el cerebro; el viajero en un cuerpo, pero no el cuerpo; el pensador de pensamientos que está lejos, muy lejos de cualquier pensamiento. Como te mostraré en las siguientes páginas, tu verdadero ser está más allá del tiempo y el espacio. Cuando te identificas con tu verdadero ser has logrado el dictado de estar en el mundo sin ser del mundo. La palabra griega meta significa “más allá”, por ello la utilizo para describir la realidad que se encuentra más allá de “lo que ves es lo que hay”. Cuando ocupas la metarrealidad eres un metahumano.
G.O.