En el artículo anterior comenzamos a analizar el complejo asunto de la alimentación, visto desde la perspectiva “intimista” de yo y mi cuerpo —es decir, con un enfoque más intuitivo que los empleados al reseñar lo que antes llamé “libros fundamentales”—, y ahora seguiremos con el tema, con una aclaración previa: la intención no es ofrecer consejos sino proponer un acercamiento más, digamos, amoroso con uno mismo, pues es justo hacia allá donde se dirige esta serie de artículos.
Como en todo lo que vale la pena, existen obstáculos en el camino, comenzando con la verdadera —y peligrosa— adicción al azúcar que todos padecemos: desde la primera infancia enseñamos a nuestros niños a esperar (y luego a exigir) que muchas cosas tengan sabor dulce, pues añadimos azúcar, jarabe o miel a una enorme cantidad de alimentos que no lo requieren (¡incluida el agua!), y con ello vamos perdiendo la sensibilidad ante los sabores originales. Es falso que los niños tengan “paladar dulce”: si así parece es porque nosotros los acostumbramos. Además de causar una gran cantidad de molestias y enfermedades, esta artificial adhesión a lo dulce nos convierte en obedientes consumidores cautivos de comida chatarra. Debiera intentarse algo para evitar el insano apego al azúcar; al comienzo costará cierto trabajo, pero después el cuerpo y el gusto lo agradecerán.
Al respecto, el libro Sabor a comida, sabor a libertad del antropólogo norteamericano Sidney Mintz (Conaculta, México, 2003), relata:
“Desde fechas tempranas de la historia occidental se han planteado dudas acerca del azúcar como alimento. Por ejemplo, en 1633 [el médico inglés James] Hart reconocía que el ‘uso inmoderado’ podía echar a perder los dientes” (p. 102).
Por su parte, el libro Bueno para comer, de Marvin Harris (Alianza Editorial, 1985), otro antropólogo norteamericano, se dedica a un fascinante tema al que desde una obra anterior llamó “Materialismo cultural”, consistente en averiguar las causas, más allá de lo social o religioso, de porqué diversas civilizaciones a lo largo de la historia han adoptado ciertos usos, prácticas y hasta tabúes al respecto de la comida, básicamente movidos por las condiciones materiales de su entorno (clima, vegetación, fauna, tipo de suelo, tecnologías disponibles y similares), y explica cómo eso a su vez ha configurado la antropología alimentaria. “Espero poder demostrar que las grandes diferencias entre las cocinas del mundo pueden hacerse remontar a limitaciones y oportunidades ecológicas que difieren según las regiones” (p. 17) indica, antes de analizar las “ansias de carne” por parte de buena parte de la humanidad o el “enigma de la vaca sagrada” en el hinduismo; “el cerdo abominable” en las religiones de Oriente Medio y otros temas igualmente “extraños” como una muestra de la gran diversidad de posibilidades existentes cuando de comida se trata.
Hay cosas, sin embargo, que son relativamente independientes de consideraciones culturales o de gustos personales. Reflexionemos un momento acerca del extraordinario mecanismo de la digestión, sin el cual no se concibe la existencia. Se trata de un maravilloso y bien orquestado proceso que se inicia con la masticación (bueno, en realidad arranca mentalmente antes, alimentando la idea misma de la próxima comida). Lo primero que salta a la vista es la obvia razón por la cual los mamíferos tenemos dientes: para triturar y moler los alimentos mientras los remojamos con las enzimas predigestivas de la saliva. En nosotros viene luego la siguiente etapa, cuando el estómago recibe esa mezcla semisólida y la baña con el ácido clorhídrico presente en los “jugos gástricos” (compuestos por agua, ácido y enzimas digestivas). Allí comienza el proceso de fragmentación química de los alimentos, la fase previa a pasarlos al intestino delgado, donde en realidad ocurre la absorción de los nutrientes.
Pensemos ahora en lo que sucede cuando acompañamos la comida con los usuales grandes tragos de agua (o cerveza o refresco o similares): ¿acaso no disminuimos la potencia del ácido presente en el estómago al diluirlo, en forma similar a como se rebajan los líquidos corrosivos empleados para la limpieza?
El resultado es una innecesaria degradación de todo el elaborado esquema, con la consecuente mala digestión, gases, gastritis y dolencias similares debidas al mal hábito de tomar líquidos en demasía (más de, por ejemplo, medio vaso) mientras comemos. Millones de años de evolución neutralizados en un instante. No parece razonable...
Todos sabemos (o debiéramos saber) que el estómago dista mucho de ser una simple bolsa donde caen pedazos mal masticados de comida, pues en realidad es una compleja y poderosa glándula digestiva preparada para recibir alimentos preprocesados por la masticación y bañados por las enzimas digestivas de la saliva. La expresión “se me hizo agua la boca” enuncia justamente este hecho preparatorio para la próxima absorción.
Hay una aparentemente paradójica (pero sabia) frase atribuida a Gandhi: “debemos masticar los líquidos y beber los sólidos”, que por supuesto no se refiere a remojar los bocados con agua o refresco, sino a la conveniencia de masticarlos lo suficiente como para casi licuarlos. En términos prácticos, esto implica comer en forma pau-sa-da. Conviene observarnos mientras comemos: ¿soltamos los cubiertos entre bocado y bocado, o los mantenemos atenazados con firmeza como para evitar la pérdida de valiosas fracciones de segundo antes de volver a atacar el plato?
Existe otra dificultad, más sutil y más perniciosa: Al menos hablando de comida, sucede que lo malo es mucho más potente que lo bueno, y eso no deja de ser una grave “injusticia” (sólo que no hay a quien reclamársela). Por ejemplo, un gramo de veneno basta para matarnos o enfermarnos gravemente en un minuto, mientras que se requieren meses de una alimentación sana y balanceada para observar sus indudables beneficios. ¿Acaso no sería fantástico si luego de comer una manzana aparecieran en forma directa e inmediata sus efectos provechosos? Pero por desgracia no es así. Un aforismo del yoga dice “la atracción a lo malo es nueve veces más poderosa que a lo bueno”, y lo mencionamos para recordarnos no claudicar ante las considerables dificultades que encontraremos en la búsqueda de mejorar la calidad de la alimentación.
Por otro lado, en una ya extinta enciclopedia de ciencias me encontré con este fragmento, como muestra de cuán corta es nuestra memoria colectiva:
“Las vitaminas son compuestos orgánicos cuya ausencia en la dieta provoca trastornos de algunas funciones orgánicas. Fueron descubiertas como resultado de las investigaciones realizadas sobre las denominadas ‘enfermedades carenciales’. […]
“La primera investigación científica sobre las enfermedades carenciales fue, probablemente, la llevada a cabo por Christian Eijkman, un holandés que, trabajando en Java, alimentaba gallinas con arroz descascarado. Las gallinas desarrollaron síntomas similares a los de algunos javaneses que sufrían de una misteriosa enfermedad. Con gran sorpresa para Eijkman, las gallinas sanaron en cuanto les dio de comer arroz integral (no descascarado). Tanto él como otros trabajadores se dieron cuenta entonces de que la enfermedad no era producida por un germen patógeno sino por la ausencia de algún factor en la dieta. Este factor debía encontrarse en la cáscara de arroz”.
(Tecnirama: Enciclopedia de la ciencia y la tecnología, Codex, Buenos Aires, 1964, año I, tomo III, núm. 31, p. 94.)
Como resultado de esas investigaciones, el doctor Eijkman compartiría luego el Premio Nobel de Medicina de 1929. Décadas más adelante surgió una enorme industria de “complementos vitamínicos” que ofrece todo tipo de suplementos, la mayoría de poco o nulo valor agregado, como se ilustra en el libro de investigación documental Natural Causes (Death, Lies and Politics in America’s Vitamin and Herbal Supplement Industry), de Dan Hurley, escrito en 2006.
La fuente básica de las vitaminas es la alimentación correcta, con la posible excepción de la primordial vitamina D, producida por el cuerpo a partir de la acción de la luz del sol sobre la piel desnuda (limitada a periodos no mayores de 15 minutos para evitar posibles problemas cutáneos).
Entrando a un tema social, además de ser una depurada ironía —y un potencialmente enorme y desatendido problema de salud pública— poco ayuda que la llamada “canasta básica” de los productos alimenticios fundamentales, sobre los cuales el Estado mexicano cuantifica y (en teoría) vigila la situación que atraviesa la economía popular, esté conformada por una buena cantidad de lo que nutricionalmente solo podría considerarse como el enemigo: arroz refinado, azúcar, galletas industrializadas, pastas, harina blanca de trigo, pan dulce; y más todavía cuando esos alimentos se comparan con sus contrapartes integrales. Pero sin duda las cosas han mejorado: hasta hace unos años la canasta básica también incluía cigarrillos.
Pensándolo bien, resulta casi imposible no ver restos de racismo en la obsesión por producir alimentos “blancos y puros”, pues fuera de las nubes, la leche, algunas flores y, en parte, el algodón, en la naturaleza casi no hay cosas blancas, por lo que el valor de la “blancura” no es un concepto natural sino más bien cultural e impuesto por la era de los imperialismos hace unos pocos siglos. Lo grave y triste es que estos asuntos afectan la vida y la salud de cientos de millones de personas, al menos de quienes sí disponen de los medios para agenciarse una alimentación que podría ser mucho mejor.
Y, bueno, ¿acaso resulta razonable esperar algo benéfico de una dieta llena de comida chatarra, azúcar, leche, cereales refinados y endulzados, refrescos, golosinas, galletas y pastelitos industriales, grasas saturadas y frituras, además de la usual comida casera hecha con productos refinados, de la cual tampoco se puede hablar precisamente muy bien? Viene al caso la frase de Hipócrates, “el padre de la medicina”: “Que la comida sea tu alimento y el alimento tu medicina”.
Veamos esta nota publicada hace tiempo en el periódico; es una muestra más de cómo el actual modelo consumista de alimentación es perjudicial para la salud:
“La globalización y el impacto de las nuevas técnicas y métodos publicitarios —como valerse de famosos, mascotas o actividades filantrópicas— no dejan a salvo ni a países pequeños y perdidos en mitad del Pacífico, como Samoa.
“La población autóctona de Samoa era alta y fuerte, y ahora es gorda y obesa. Tenemos un creciente problema de obesidad infantil y las enfermedades no transmisibles son la principal causa de mortalidad”, constató la secretaria de Salud de la isla.
“Aunque en 2008 pudimos aprobar leyes de control del tabaco, en el caso de estos alimentos y bebidas malsanas sufrimos una fuerte presión de las multinacionales, así como de la industria local”, agregó.
En Internet circuló una “foto” de la estatua del David de Miguel Ángel a su regreso de una supuesta gira internacional de meses por varios museos del mundo: en lugar de la esbelta y magnífica figura que todos conocemos, se veía la efigie de un pobre tipo gordo, cansado y desproporcionado... pues los patrocinadores habían sido esas muy conocidas marcas internacionales de bebidas, hamburguesas y pizza.
Para terminar por ahora, recomiendo la divertida película Supersize me (“Súper engórdame”) donde pueden verse en forma por demás elocuente los efectos que una “dieta industrial” suele tener sobre nosotros.
Sin duda nos merecemos más…
Guillermo Levine
fil.tr.int@gmail.com
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