No creo en duendes, ni en fantasmas, ni en hechizos, ni en cosas relacionadas con la brujería; y menos con el Diablo, pero he atestiguado hechos que tienen parentesco con eso.
Pese a ser hidalguense viví mis primeros años en Tlachichilco, Ver., pueblo montado en la Sierra Madre Oriental, en parte de la Huasteca. Según sé, su nombre proviene del náhuatl y significa Tierra Colorada. Como en Los tres mosqueteros, que en realidad eran cuatro, se habla de “las tres huastecas”, que son también cuatro.
Como en todas las pequeñas poblaciones, en Tlachichilco se habla a menudo de asuntos misteriosos, de origen sobrenatural, que me daban y me siguen dando risa; los duendes, por ejemplo. La gente se refiere a ellos como criaturas enanas que por las noches se dedican a hacer travesuras lejanas de la maldad. Cuando oía hablar de ellos los asociaba con los amigos de Blancanieves, sólo varones y vestidos estrafalariamente, y conforme crecí y empecé a leer más o menos en serio descubrí que se manifiestan en casi todas las culturas, y esa universalidad contribuye, si no a acrecentar, sí a sostener su vigencia.
Una mañana cualquiera, mientras estaba yo de visita en Tlachichilco, me llamó mi padre al machero, donde daba de comer a “las bestias”, y me pidió que pusiera atención en uno de los caballos. Era grande y fuerte, y por eso se hacía más notable su nerviosismo: estaba bañado en sudor y temblaba incontenible. “Fíjate en la crin”, sugirió papá. Y vi que la pelambre de la crin estaba perfecta, minuciosamente tejida, las pequeñas trenzas daban la impresión de haber sido hechas por un experto, por un estilista, aunque estos no existían. “Fueron los duendes”, dijo don Nacho y continuó sus labores. Mi temblorina se sumó a la del caballo.
Y sí, era fama que los duendes montaban caballos por las noches, y que incluso se animaban a cabalgar por las calles céntricas de Tlachi, conmocionando a más de un noctívago (los borrachos no valen, por eso del delirium tremens).
De las brujas se decía que eran señoras de la región merodeando las casas donde había recién nacidos en espera del momento apropiado para robárselos y que eran una suerte de enormes zopilotes apostados en árboles cercanos. Siempre sus esfuerzos resultaron infructuosos, porque nadie ha podido dar fe de la pérdida de infantes. (Me extraña que por aquí no se hable de la víbora que se acerca a las recientemente paridas para adormecer con la cola a las crías mientras roba la leche de los senos maternos, algo que he encontrado en mi andar por tantas partes y por tantos libros.)
Cuando tenía alrededor de cinco años iba con mis amigos al Cerro de las Campanas, desde donde miraba un paisaje estremecedor de tan hermoso. Por un lado un mar verde surcado por víboras de agua que con el amanecer parecían de humo, y por el otro una prolongada extensión cuyo mayor asombro era el cementerio. Llevábamos una linterna, pues se trataba de averiguar quién era capaz de ir solo y a esas horas al camposanto: quien llegaba sólo encendía la lámpara para avisar que lo había hecho. Yo fui un par de veces para demostrar que era machito, aunque casi me orinaba de miedo.
En mi adultez siguió esa costumbre, si bien por razones distintas: hablar con mis muertos, contarles historias. A cambio esperaba respuestas, que nunca llegaron. ¿O eran respuestas que a las seis de la tarde y sin aviso se soltara un aguacero enloquecido, o que los techos de lámina volaran por todas partes? Por eso, y porque descubrí que alimañas se refugiaban en los sepulcros más firmes, como hacía yo, dejé esa práctica. Más tarde supe que hombres y mujeres de las generaciones más recientes han convertido el panteón en hotel: van ahí a hacer el amor, gratis y sin sobresaltos; los más asiduos han habilitado alguna tumba para guardar cobijas, almohadas, esas cosas. Y he visto que en las inmediaciones de la ciudad de los muertos viven hombres y perros, muchos perros, por eso ya no voy, menos solo y de noche. (Stascia de la Garza me contó que en los cementerios de alguna ciudad europea —¿Praga?— mucha gente se ha instalado junto a las tumbas, o sobre ellas: ahí viven, entre muertos.)
Pero era de las brujas de lo que quería hablar.
En uno de los constantes viajes que he debido hacer de México a Tlachichilco y al revés debido a la enfermedad que me ha obligado a refugiarme en la que fue casa de mis padres y en la que ahora vive mi hermana Carmen (“la que regala cadenitas”), manejaba una cómoda camioneta mi hijo Erick; en el lugar del copiloto dormitaba su tío Alfredo, y en la parte posterior iba yo pensando, sólo pensando: no estaba ni borracho ni crudo ni tenía hambre (en el tramo México-Tulancingo habíamos comido barbacoa). Eran las diez y media de la noche y viajábamos en silencio rumbo al pueblo, Erick muy atento casi pegado a la montaña para evitar los precipicios que amenazan al otro lado de la carretera de terracería. De repente, sin ningún aviso, una exacta bola de lumbre apareció junto al camino, flotando a la velocidad del automóvil, sin despedir algún resplandor. Calculo que iba a cuatro metros de nosotros, y su “acompañamiento” no duró más de un minuto y medio, acaso dos minutos, tiempo en que me dediqué a buscar en la bola anaranjada rasgos metálicos que indicaran que se trataba de una máquina, o de lo que en el mundo maussaniano se conoce como ovni. No se hicieron comentarios al respecto. Media hora más tarde estábamos en casa, cenando, y nos fuimos a dormir. Yo permanecí insomne, pensando, sólo pensando…
Al día siguiente, por la mañana, pregunté a mi hijo y a su tío si la noche previa habían visto lo mismo que yo: negaron al unísono. Ese día y los subsiguientes hablé del suceso a quienes se me atravesaban, y me sorprendió la unicidad de sus respuestas: “Ah, la bruja; viste una bruja” Y aunque nadie las había visto se referían a las brujas con seguridad apabullante. Sólo un ayudante de Carmen, viejo habitante de la comunidad La Mina, aseguró haberlas visto volar a la distancia y que son cosa común.
Me extrañó que a pesar de haber estado tantísimas veces en Tlachichilco no hubiese oído mencionar el asunto. Sea como sea, aunque no creo en duendes, en fantasmas, en muertos redivivos y esas cosas, yo vi una bruja.
AQ