En 1950 mi padre falleció cuando yo tenía 2 años, así que fue en el kínder, cuando supe armar medianamente una sintaxis, que comencé a crear a un padre de papel (en nada se parecía al que oía describir en las sobremesas en mi casa). Yo construí con palabras a un padre a la medida de mis párvulas necesidades, y esa construcción a la vez comenzó a construirme como Ser con una vocación desmedida por las palabras, las cuales plasmaba en cualquier superficie, fueran estas paredes u hojas de papel. Me enamoré también de la música de los versos que leía en los libros de texto de María Enriqueta, una poeta de pobres dimensiones que me inició en el canto; comencé a componer canciones y a cantarlas mientras fregaba los trastes o lavaba mi ropa. Muchos años después descubrí que la poesía que yo creaba, además de construirme, me salvaba la vida, pues también es cierto que desde muy pequeña tuve una proclividad muy definida hacia el suicidio.
A los trece años me enamoré del amor y creció mi preferencia por los sonetos y las décimas, escribía yo cursilerías como “ya no restalla más en este sitio/ de fragancias románticas, la lira/ el pétalo de amor ya no suspira/ ya no tiene otro pecho por refugio”. Durante mi adolescencia elaboré docenas de sonetos, que, si bien no tenían valor poético, sí me acercaron a la verdadera poesía, pues tengo la teoría de que cada texto que escribimos, si no tiene valor literario, sí nos acerca a la excelencia, a la depuración que se va desarrollando mediante el ejercicio constante, y yo he sido obsesivamente constante lectora y creadora, sobre todo de poesía, aunque también he incursionado en la narrativa mediante novelas y cuentos, pero siempre regreso a lo que llamo “mi columna vertebral”: la poesía.
A los 23 años me casé y a los 30 me divorcié. Tuve la dicha de procrear a tres hermosas hijas: Patricia, Ileana y Gabriela, que han sido mis creaciones más perfectas y que son ahora tres mujeres independientes y productivas, cada una en lo suyo. Mi primogénita Patricia ha seguido mis pasos literarios y es ahora también creadora y promotora de la poesía, lo cual me llena de una satisfacción grande.
Un día me topé con varias cajas que contenían mis escritos de tres décadas y pensé en dos opciones, o volverme una Savonarola quemándolos en un rito o buscar a alguien que me orientara en decirme si tenían algún valor. Yo creía entonces que los escritores —aunque ya había leído un centenar de libros— eran personas muertas o que vivían en lugares insospechados y que eran inalcanzables.
Me fui al Exconvento del Carmen un miércoles, al taller literario del maestro Elías Nandino. Mientras, dejé a mis gemelas gozando de un espectáculo de títeres en el patio. Don Elías leyó un poema mío en voz alta a sus discípulos que estaban atareados en máquinas de escribir mecánicas, y les dijo: “Miren muchachos, esta sí es una gran poeta”. Yo me fui del taller como pisando sobre algodones. Al siguiente miércoles volví con otro poema. Luego de leerlo, me dijo: “Mire señora, esto no es poesía, váyase a su casa a cocer bien los frijoles” (años después nos encontramos en un recital y negó haberme dicho “tales barbaridades”).
Mi ya finado hermano Hugo me llevó con un socio suyo, primo del doctor Pedro Rodríguez Lomelí, quien durante cincuenta años mantuvo la página literaria dominical del periódico El Informador, y fundó con José Guadalupe Zuno, Clemente Orozco, el Dr. Atl y otros artistas de la época, la revista Anecdotario del Centro Bohemio, de la cual el doctor me obsequió un ejemplar, así como el Libro del amoroso y bello pensamiento, que, según me contó, “le fue dictado” entre consulta y consulta —él era ginecólogo—, y contiene versículos como la Biblia sobre el amor, el ser buena esposa y otros temas espirituales (el asunto de la espiritualidad él lo negaba, pues se proclamaba ateo).
Mi segunda opción fue el maestro Arturo Rivas Sáinz. A su taller de los lunes llegué con una carpeta llena de miedosos poemas. Él era serio, de pocas palabras y nulas expresiones. No se sabía si algo le gustaba o no, porque ni la cabeza movía. Le dejé mi carpeta y comencé a asistir a su taller cada lunes; ahí conocí a Artemio González García, Paz Rebeca González Navarro, Carmen Gloria Lugo, Socorro Arce, Martha Cerda, Matilde Pons, Linda Chapuy, Javier Garabito, Teresa Riggen, Leticia Maldonado, Leticia Villagarcía, Carolina Aranda, Félix Vargas (quien me organizó mi primer recital de poesía en Fonapas, allá por la Normal de Jalisco), Amalia Guerra y sus hijas Catalina y Toni, y otros más que ahora no recuerdo.
Desde el principio me sentí bien recibida por mi maestro, y dos años después me obsequió una plaqueta que él mismo prologó, conteniendo una veintena de mis poemas. Esa separata de la revista Summa que él dirigió durante dos largas épocas fue mi primera publicación y la tituló Avatares. Contenía versos como: “Yo vengo de la noche anochecida/ de sombra, de silencio/ del cotidiano engaño/ del tropiezo/…”. Me la entregó en la Capilla Tolsá durante un evento que yo misma organicé. Mi alegría fue grande y mi decepción también, pues vi que, aunque era innegable el prólogo por la pluma del maestro con su estilo innovador, también fue cierto que no firmó el tal prólogo, lo cual me causó un gran dolor, pues ya lo había adoptado como a un padre y sentí que me quedaba huérfana de nuevo, pero esta vez por el rechazo.
Siempre he dicho que los Arturos han sido definitorios en mi vida: mi padre biológico, Arturo Medina Altamirano (quien hizo los cálculos de mecánica de suelos para mover la telefónica en 1948), mi maestro Arturo Rivas Sáinz (el sabio de la literatura, quien publicó por primera vez, artesanalmente, el Pedro Páramo de su amigo Juan Rulfo), mi hermano Sergio Arturo, mi entrañable amigo y promotor el doctor Arturo Hernández Aguilera (quien me consiguió una columna semanal en el periódico Ocho Columnas), y ahora mi querido amigo y alumno Arturo Villaseñor, gran cineasta, escritor y dramaturgo.
El 5 de enero de 1985 murió mi maestro de un ataque fulminante. Los años que estuve bajo su amparo me formaron, no solamente como poeta, sino también como crítica de taller. Martha Cerda, Leticia Maldonado, Leticia Villagarcía y otras compañeras me pidieron que les diera taller y comenzamos a reunirnos en La Gran Fonda, un restaurante cercano a la casa del maestro.
Había conocido a René Avilés Fabila por esas fechas; entablamos una larga y amorosa amistad que duró hasta su reciente fallecimiento. Él me ofreció una colaboración dominical en el periódico Excélsior, en la sección cultural “El Búho”. Cada semana enviaba críticas literarias o poesía. Años después consolidé una sección semanal que se llamó “Ventana Literalia”, la cual mantuvimos mis entonces alumnos y yo hasta la desaparición de “El Búho”.
A principios de 1988 Martha Cerda y yo viajamos a la Ciudad de México. Fuimos a la Sogem a solicitar ser sus filiales en Guadalajara, lo cual fue aceptado. Martha tenía una casa y yo conseguí todo el soporte académico, los maestros y los cursos. Comenzamos la gran aventura de la Escuela de Escritores Sogem Guadalajara en septiembre de 1988, ella como directora y yo como subdirectora y maestra. Los alumnos estaban felices. Después de clases nos íbamos a un café a seguir hablando de literatura durante largas jornadas, hasta que nos corrían.
En diciembre decidimos organizar una posada para los alumnos e hicimos un “intercambio de textos”. Nadie sabía, ni maestros ni alumnos, a quién le había tocado en el intercambio. Y sucedió que a la hora de leer los textos yo le había tocado a mi alumno, José Javier Coz, quien leyó un poema erótico dedicado a mi persona. Martha me llamó a la oficina y me dijo que el alumno debía pedirme disculpas públicas por “haberme faltado al respeto” (ese poema se encuentra incluido en el libro Germinaciones, que contiene la mayoría de los textos que alumnos y amigos me han dedicado). Yo le dije que una escuela como la nuestra debía tener como principio ético la libertad de expresión, y que al regresar de vacaciones íbamos a analizar el poema en clase. Ella me lo prohibió, yo hice caso omiso de su prohibición, y en la primera clase de enero les repartí a los alumnos un texto que titulé “Literatura y moralidad”, donde hablaba de: “Cuando un texto agrede la moral victoriana de un lector, éste reacciona descalificando, no al texto, sino al autor, y que a eso se le llama coartar la libertad de expresión”. Martha me despidió y yo fui a la Junta de Conciliación y Arbitraje a denunciar el despido injustificado y solicitar una remuneración, la cual fue negociada con el abogado de Martha.
Me fui a mi casa como un cachorro a lamerme las heridas, y grande fue mi sorpresa cuando tocaron a mi puerta mis alumnos y algunos maestros, entre ellos Gloria Becerra, pidiéndome que abriera otra escuela dirigida por mí y que ellos serían mis socios y alumnos. Así que nos pusimos a buscar el espacio físico donde poner la escuela y pensé en que la escuela fuera la parte académica de una asociación, la cual fundamos ante un notario público con más de treinta integrantes, y quedó constituida el 29 de marzo de 1989 como la Asociación de Autores de Occidente, S. de A. de I. P., con su área de estudios llamada Literalia. Hace 33 años de ello y muchos han sido los frutos de Literalia: diplomados, talleres ininterrumpidos de creación literaria, cursos, la editorial Literalia Editores, con un fondo editorial de más de trescientos títulos, muchos de ellos bilingües —francés, inglés, italiano, portugués, etcétera—, la revista Tamaño oficio, el programa radiofónico “Al pie de la letra”, y dos o tres plumas pesadas en el escenario literario mexicano, entre otros. Pero eso no ha sido lo más importante, sino la formación de cientos de alumnos que, si bien no serán escritores que se coticen en la bolsa, sí se forman como lectores críticos del tiempo y circunstancias que les ha tocado vivir, así como en observadores de la realidad política y social de nuestro país. Los enseñamos a leer los transtextos, los textos ocultos, los dobles mensajes, las verdades maquilladas; todo ello en un marco de absoluta libertad de expresión y la búsqueda de la excelencia literaria que nos convierta en seres humanos deseosos de mejorar nuestro mundo.
Fue también en 1988 que organicé el Primer Encuentro Nacional de Escritores en la Capilla Tolsá. Vinieron autores de varios estados, muchos famosos y otros principiantes, entre ellos Germán Lizt Arzubide, último representante vivo del “creacionismo”, Emmanuel Carballo, Juan José Arreola, Bernardo Ruiz y, por supuesto, mi gran amigo René Avilés Fabila.
Entonces comenzaba la incipiente Feria Internacional del Libro y llevé a mis alumnos a conocer a los grandes escritores de otros países y del nuestro. Fue el principio de una época de auge literario que me tocó vivir con todo mi entusiasmo.
Paralela a mis actividades como maestra y promotora, seguía escribiendo, cuidando la formación de mis hijas y creando mi propia obra literaria que a la fecha cuenta con 31 títulos de poesía publicados (quince colecciones de poesía y dos novelas inéditas) y dos novelas (Contracorriente, Planeta, 1989; y Fuego amigo, Acento editorial, 2021). He tenido la fortuna de hacerme acreedora a más de una veintena de premios nacionales e internacionales de poesía, de aparecer como poeta y dramaturga, en dos tomos de la Enciclopedia Temática de Jalisco y también la de ser reconocida con el Premio Jalisco 2005 en Letras que otorga el Gobierno de Jalisco, el Premio Juan de Mairena 2012, por la Universidad de Guadalajara, el Premio 2019 como creadora emérita por el Pecda, y otros reconocimientos y homenajes organizados por mis alumnos.
En 2006 organicé en El Colegio de Jalisco un simposio sobre literatura y adicciones dedicado al poeta ya fallecido Enrique Macías, a quien el alcohol destruyó y murió como paria en nuestras calles. En ese evento montamos una exposición plástica con artistas locales con la temática de las adicciones. El resultado fue un libro que publiqué con todas las ponencias de escritores, médicos y siquiatras que participaron. El libro se titula Literatura y adicción, y fue publicado en 2007.
En 2008 conocí en Kentucky a dos poetas, una argentina y una española de cuya poesía quedé prendada. Nos fuimos a tomar café para charlar sobre las “mujeres rotas” que creó nuestra cultura occidental. Yo me ofrecí a organizar la edición de un libro con poesía de autores de habla hispana, misma que hablara sobre los estadios en que se sumergen tantas mujeres rotas en Latinoamérica. Lancé una convocatoria internacional a la cual respondieron poetas —hombres y mujeres— de 27 países. Luego de la depuración del material edité el libro La mujer rota en homenaje a Simone de Beauvoir, pues ese año se celebraba el centenario de su natalicio. Lo presentamos en la Feria Internacional del Libro Elena Poniatowska, Guadalupe Morfín y yo, durante la clausura de un encuentro al que acudieron alrededor de cincuenta poetas de todo el mundo de habla hispana; el 20 % lo formaban poetas varones rindiendo homenaje a la mujer rota. Clausuramos con una cena mexicana en el patio del Exconvento del Carmen. Fue un honor recibir a tantos poetas del mundo entero. Ese libro viajó por el país y por España. Lo presentamos también en el Palacio de Bellas Artes, en la Ciudad de México, en Toluca, en Puebla, en Taxco y otros estados. Entrar en las cárceles y los manicomios con la poesía de La mujer rota fue una experiencia que nos marcó a los poetas que participamos.
Abro un paréntesis para hablar de un capítulo que muchos de mis amigos y alumnos ya conocen. Como decía al principio, nací con una proclividad latente hacia el suicidio. Tuve que vivir la experiencia de una enfermedad llamada alcoholismo debido, entre otras cosas, a una baja autoestima que casi me mata y por la cual tuve que ser internada en “la casa de la risa”, siendo mis hijas muy pequeñas. Esto fue antes de ingresar al taller del maestro Arturo Rivas Sáinz. De esa experiencia salí fortificada y llena de vigor a reconquistar lo que había perdido y a comenzar lo que en el mundo literario llaman “una carrera literaria”, que ha sido muy fructífera y me ha permitido encontrar razones —muchas razones— para la vida, y tener a buen recaudo los motivos que varias veces me orillaron a la muerte. En 1990 tuve una recaída que duró siete años y de la cual fueron testigos mis alumnos, quienes cuidaron de mí como si fueran mis hijos, actos de amor que agradezco infinitamente. Hoy soy una mujer de 74 años con todavía bastantes razones para vivir y continuar con esta profesión que yo no busqué y para la cual estuve predestinada desde que nací.
Algunos me han llamado antipoeta porque hago uso frecuente del lenguaje coloquial. Pero yo digo que la Poesía —con mayúsculas— es una, y que los apellidos los van poniendo las épocas y los cambios de posturas estéticas.
Y cierro esta gramática de mi vida que me pidió hoy mi querido amigo Jorge Souza, con el fragmento del poema inédito Invención de la infancia:
Era la infancia un olor a pirules en racimo
gladiolos de cristal que se rompieron
yerba pisada en los verdes estanques
por los pies diminutos y sin rumbo
por los ojos de hallar, de florecer
al ímpetu del fuego vespertino
era mamá turnándose las manos
en las mudas tareas de proveer y limpiar
las bocas y los pisos macerados
los trompos confundidos
de cacalotes en el aserrín
y el aire en las cazuelas
las cebollitas y doña Blanca
el salto hasta las nubes
en cuerdas que arañaban los tobillos
con chatos alfileres, cacalotes, agüitas
debajo de las costras en piernas y rodillas
cómo saber entonces que se alzaban
las torres millonarias y los picos ardientes
si ya mirar arriba estaba permitido
tan sólo a los roedores, los dueños del subsuelo
las grietas y los gritos
cómo entender que el hilo se enredaba
detrás del aguijón
que nunca vi, por cierto
era la infancia Dios en el sagrario
chorreados tejabanes que zumbaban al viento
carritos de hojalata desechables
tapaderas perdidas, moscas muertas
al fondo de los cascos de refresco
amapolas muriendo en los misales
para adornar la noche de fantasmas
y niños que lloraban mientras yo me dormía
cuidada por Otelo
¿era siempre aquel sueño de gaviotas
gigantes atrapando los peces indefensos?
¿De qué papel llegaban los barcos de aguacero
a los hoyos impunes de olvidadas banquetas?
¿Por qué mi mano infante los hundía?
Eran brazos de azúcar lamidos por cachorros
en las refinerías
eran dientes de leche en el armario
mariposas inquietas perseguidas
por nubarrones de aire
en las junturas rotas de los rezos
y el verso en la garganta
del siempre te amaré niña del agua
que te deslloviste
cuando a risas estalló un cosquilleo
de no, nunca termines
de remolcarme pura en los cruceros
que jamás abordé
no te vayas de azul, no te reclines
al fin de la oración
oculta el ojo de la tobillera
y crece en la campana ora pro nobis bis
la siguiente estación
¡quizá fui lo que soy al trasponer la barda
capturar chapulines y enterrarlos en hojas
que caían del rosal cuando en las noches
las oí perfumar el tibio suelo
entonces no era sorda
y creía que misterio
era una cuenta en manos de la abuela
era el cuchillo de partir cebollas
los dientes enroscados al mordisco
el coro de la aurora diluyendo
las caudas de horizontes en el tiempo.
Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura', coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares y publicado por la Universidad de Guadalajara.
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