A veces vuelvo a ser una silueta roja detrás de unas letras blancas en la Coca Cola de Ma, pero los martes soy mechones de chinos en una pista de carreras a la que nunca regresé. En días soleados me parezco a una figura de barro con un girasol pintado o una risa lejana que se pierde en el vacío. Siempre termino desvaneciéndome.
Regresar a casa de Ma fue como visitar un lugar fantasma. Sentí el terciopelo del tapete bajo mis pies, el aliento del refrigerador y el olor a pintura fresca; pero parecía demasiado liso, vacío.
Hace tres días me avisaron de la muerte de mi madre, de Ma. Vi el nombre de la tía Lidia en la pantalla de mi pulsera, algo importante. Sus ojos rojos y el kleenex en el piso revelaron la ruptura de su esquema perfecto. Fue una sorpresa que su hermana menor partiera antes que ella.
No lloré al principio. Viajar a la Ciudad de México me distrajo. Fue hasta ver a Ma en el ataúd que lo supe. Su rostro, enmarcado por el maquillaje del holograma, y sus manos perfectamente acomodadas la hacían parecer viva. Ma siempre fue mi columna.
Pensar en la vida de Ma reactivó los restos de Tamara, su hija, que quedaron en mí: mi primer yo o más bien mi otro yo. Una especie de hermana siamesa que los adelantos tecnológicos hicieron posible. Yo, la clon. Me pregunto qué habría pasado si el día que desperté no hubiera tenido sus memorias. Sin electrodos en mi cabeza, la silueta de Ma hubiera sido la de una desconocida. Para el funeral, hice una tabla separando mis recuerdos y los de Tam con Ma. Y terminé llorando más al ver que mi columna tenía menos de quince que resultaran felices. Muchos involucraban drones de la Policía o coches en llamas. Al final decidí hablar de los recuerdos de Tam. La historia de mi persecución y la rebelión contra la SV merecen más que un relato secundario en la historia de una hija que regresa.
Durante el funeral traté de no hablar con nadie, pero fue imposible esconderme de la familia de Ma, sobre todo cuando dije unas palabras antes de que la metieran al desvanecedor. La primera en hablarme fue la tía Alma Rosa, que llegó por la espalda dándome palmaditas. Me dijo cuánto se conmovió por mi discurso y luego, acariciándome el pelo: “¡Pero qué guapa te pusiste!”. Pensé en la gente a la que Ma nunca le dijo que Tam había muerto y la posterior “resurrección” que signifiqué yo. Aun las personas cercanas a Ma vivieron una mentira. Para la tía Alma Rosa y los otros setenta invitados, yo seguía siendo Tamara, no dejé de ser ella. A Tam simplemente la desvanecieron y me crearon a partir de sus restos.
Los invitados consolaban a “Tamara”, pero nadie estaba para consolarme a mí. Ni siquiera la tía Lidia. Cuando traté de ir con ella, un grupo de señoras en sus sesentas le decían: “Y tú eras la hermana mayor”, como un reproche velado. Eso solo me dio coraje. Me fui de ahí y me senté afuera en un escalón. Mi coraje provenía no solamente de que la tía Lidia me ignorara, sino de que la familia y los amigos de Ma estaban absortos en un mundo artificial, encapsulado en un cuarto con bocadillos, pésames superficiales y memorias falsas. Los invitados se habían olvidado de que aún hay mujeres como yo que cargan su mundo ajeno, con huesos de tres décadas, pero con solo trece años biológicos de vida. O mujeres como Tamara, que apenas llegaron a los 17.
Estaba por irme cuando tía Lidia me vio y me detuvo. No me quería agradecer por el discurso ni preguntarme cómo estaba. Me compartió un documento de veinte petabytes que consumió el espacio en mi pulsera con la firma ómica. Supe que era hasta que lo descargué: el testamento de Ma en donde me había dejado su casa. “Ahora tienes dónde quedarte”, dijo. No tenía que tomar una decisión precipitada, continuó, luego me dio las llaves manuales y me dejó sola.
En el taxi, revisé el testamento, pero sentí miedo de ir sola, aunque el conductor IA era seguro. Si me desaparecían, nadie pagaría por clonarme en el mercado negro. Y aunque lo hicieran, eso no me devolvería, igual que a Tam. Me pregunto si ella pensó en eso cuando subió al coche de su exnovio, quien la mató.
La casa estaba a nombre de Tamara. Empecé a sentirme impostora en su vida. ¿Y si la casa era de ella? Ese pensamiento me atormentó. ¿Venderla y borrar sus recuerdos? ¿O quedarme y asumir esta doble identidad?
La fachada de la casa seguía casi igual. Me acerqué al lente del portón esperando a que me escaneara, pero nada sucedió. Fue como una nueva afrenta, ¿no acaso mis ojos eran los mismos de Tamara, no tenían sus mismos rasgos de identificación? Estuve a punto de huir, de volver a mi hogar pero el silencio de la calle fue como un reproche y un alivio. Me acordé de las llaves que me había dado la tía Lidia. Las inserté en el orificio y abrí. Ese fue el único momento en el que sonreí ese fin de semana, porque recordé cómo Ma solía guardar cosas viejas, como las llaves, en la parte baja del clóset de blancos.
La casa estaba fría, sin el calor de Ma recibiéndome. Subí mi maleta al cuarto, donde todo estaba como hace trece años. La misma colcha que arrugaba con los puños y con la que me secaba las lágrimas en la noche. La primera vez que desperté en ese cuarto, recuerdo haber creído en la historia del accidente que Ma me repitió, tratando de ocultar la verdadera, y de la que al mismo tiempo huía en nuestras conversaciones. El primer día que me trajeron de la SV, desperté en ese mismo cuarto. Ma susurró como una sombra lejana: Tam. Ella trataba de contener el llanto. Había recuperado a su hija y a la vez la había perdido para siempre. ¿Dónde estoy? ¿Qué me pasó? Mis pensamientos zumbaron hasta cansarse, dejando solo el eco. Estaba frente a mi lecho de nacimiento.
Al ocuparme de mi maleta, vi un cajón abierto en donde hallé el diario de Tam. Lo tomé y leí, recordando cómo Ma me lo arrebató una vez. Lo abrí en una página marcada. Al ver mi letra, sentí que me miraba en el espejo: en un cuerpo prestado. La fecha, 22 de marzo de 2049. La última entrada; el resto de las hojas estaban vacías.
Tal vez Ma había puesto el separador ahí creyendo que la historia de Tam solo estaba en pausa. La historia de Tam, como el testamento, nunca fue mía, aunque mi letra fuera suya.
Decidí dejar el diario e irme a dormir. Pensé que lo que yo podría escribir ya estaría escrito desde antes. Cuando me deslicé debajo de las sábanas frías el vendaval de mi mente se tornó más violento. Hacía frío esa noche también, la noche en la que me… la mataron. Me puse la almohada sobre la cabeza escondiéndome del zumbido agresivo. Me salí de la película porque tenía que ir al baño después de tomar tanto refresco. Me acosté del lado derecho, luego del izquierdo. Cuando me tomó la mano, me pareció romántico. Pateé las cobijas y me quité los calcetines. Me sujetó con más fuerza, pero nada alarmante. Prendí la lámpara y caminé por el cuarto, respirando hondo. Cuando me volteé hacia el espejo, creí ver mi cabeza llena de electrodos, como cuando me desperté en el laboratorio. Eran como mosquitos pegados a mi cráneo, zumbando cada vez más fuerte. Me rasqué para confirmar que no hubiera nada. Lo único que sentí fueron los nudos de mi pelo. Mi cara estaba llena de sangre. Me arranqué la pulsera de la muñeca y la lancé hacia el espejo que se rompió en miles de pedacitos que se esparcieron por el suelo. Como los vidrios del espejo del baño contra el que me estrelló repetidamente. Salí corriendo del cuarto. Ni siquiera apagué la luz.
Logré respirar con normalidad al frotar mis manos en la silla de la cocina. Tomé agua a sorbos para alargar el tiempo junto al murmullo del refrigerador. Pero llegó la última gota. Entonces, busqué una excusa: tenía hambre. El refrigerador casi vacío solo tenía una lata de Coca. La Coca nunca faltaba con Ma. Agarré la lata y me miré detrás de las letras metálicas. Encarcelada. Como en el cuarto de cemento en el que me mantuvieron antes de llegar con Ma. El cuarto de cemento del que nunca debí haber sabido. Luego el cuarto blanco. Donde la vi morir, y de una forma no biológica morí junto con ella. Empujé la Coca hasta atrás del refri donde ya casi no podía ver mi reflejo. Fue como empujar la puerta para escapar del edificio en que me habían condenado a mi segunda muerte, por ser un espécimen fallido. Traté de silenciar los pensamientos poniendo el playlist de Ma. Cerré los ojos y me perdí en la música por unos minutos. Tenía hambre y revisé los contactos en el holograma del refrigerador. Estaba la tía Lidia, luego solo números sin nombre. Busqué en el historial de llamadas y vi: Semper Vitae. Temblé un poco, pero lo marqué. Una voz robótica resonó: “Gracias por llamar a Semper Vitae... para obtener una muestra, marque: 1...” Colgué de inmediato. Mis manos temblaban, pero apagué el holograma. Semper Vitae: Una oportunidad para renacer. El eslogan que convenció a Ma de comprarme. El mismo que llevó a muchas madres en duelo a llamar a la SV. Algunas que tenían el dinero para hacer su pedido, y otras como Ma, que movieron cielo, mar y tierra para conseguirlo. Nunca comprenderé la fuerza que la llevó a secarse las lágrimas, marcar a la SV, mandar la información ómica de Tam, pedir que la bajaran de la nube y, tiempo después, cómo pudo verme después a los ojos y abrazarme con la calidez más genuina de una madre sabiendo que por meses estuve en un saco amniótico absorbiendo la vida de su hija.
Mientras abrazaba la almohada, pensé en la idea de clonar a Ma para detener el sufrimiento. El concepto de clonación siempre me horrorizó, pero esa noche la idea surgió ligera: ¿Por qué no clonar a Ma también?
Había amanecido y enterré la pregunta fingiendo que nunca existió. Esa era mi carga: ser la clon que nunca llenó los zapatos de Tamara, aunque llevara su carne y sus miedos.
Pasé la tarde descolgando la ropa de Ma y metiéndola en cajas para donar. La última puerta del clóset no pude abrirla; Ma nunca me dio la contraseña. Le escribí a la tía Lidia, sin esperar respuesta.
Hallé la blusa café que usé el día en que vi el atardecer más horrendo. El cielo tenía el color de las llamas del edificio de la SV, incendiado por “Las Lobas” antes de que pudiéramos sacar a las clones. Vi a una de ellas arder en una ventana mientras la estructura se derretía. Ella tuvo una segunda muerte. Usaba una bata con las letras SV bordadas, como la había usado yo.
La cocina fue mi refugio porque detrás de la ventana podía ver los eucaliptos. Ma admiraba ese paisaje sobre todo desde su taller de barro. Los árboles eran sus musas. Entré al taller para recuperar el olor a barro fresco y la masa suave entre mis dedos. Saqué las pinturas y pinceles del cajón y empecé a trazar pétalos amarillos, largos y redondeados. Los pétalos de girasol que me enseñó a pintar Ma el primer día que llegué a esa casa. Pintar en barro fue como seguir la vida de Tam. Yo era el girasol, ella el sol. Al girasol no le queda más que seguir al sol. Quedarme con la casa de Ma significaba seguir pintando girasoles para siempre. En vez de un río de sangre, un río de pintura. Ese día pinté mi último girasol. Me quedé hasta las tres de la mañana terminándolo. Uno fue para Ma y otro para Tam.
Al día siguiente desperté con el mandil de Ma todavía puesto. Miré el jarrón y sentí como si también hubiera renacido. Estar en la casa ese fin de semana fue como vivir en un lugar fuera del tiempo. Las dos notificaciones de tía Lidia me devolvieron. Habían pasado ya dos noches desde el funeral. Tenía que tomar una decisión sobre la casa pronto.
Resultó que la clave para abrir el clóset era la fecha de mi… el cumpleaños de Tam al revés, y que el plazo para decidir sobre la casa estaba por expirar. Entonces fui a comprar tierra y girasoles. Respiré el polen y la pintura en mis manos, volteé las flores hacia el pequeño rayo de sol que comenzaba a salir por la ventana y salí del taller llorando. No pude despedirme de Ma y tampoco de Tam, pero ésta fue como su despedida aún después de la muerte.
Desprenderme de Tam también significaba desprenderme de Ma. Abrí la última puerta del clóset con la contraseña que me dio la tía Lidia y hallé una caja blanca y metálica que acaparaba el espacio. Era ligera, no parecía tener nada adentro, pero decidí abrirla. Había un gorro negro con cables incrustados, como serpientes mordiéndose entre sí. Como temía, era mío. Lo supe en cuanto surgió un holograma de la caja blanca con las iniciales SV. Dejé el gorro caer al piso. Me quedé inmóvil. Luego las letras SV se desvanecieron, y en su lugar apareció una lista de instrucciones en letras blancas, mientras se escribían en el aire, fue como si se me inscribieran en la mente, el trazo de cada letra quemándome el cuero cabelludo. Se trataba de los pasos con los que cada jornada Ma me dormía, me despertaba; es decir, me revivía.
Aventé el gorro y cerré el clóset. Para Ma, también fui un espécimen. Las veces que me llevó al “doctor” y me metió en esa caja se sabían de memoria.
Traté de respirar, pero por más que intenté jalar aire, mi nariz parecía no poder capturar nada. Me acosté en la cama de Ma. Esta vez el olor a canela no me reconfortó. En su lugar, olía a basura y desechos de perro. La calle nunca fue un paraíso.
Caminando por la banqueta, pensé si hasta mi forma de caminar era fabricada. Después de un rato de dar vueltas decidí ir a la heladería a la que Ma y yo vinimos la primera semana que llegué. Me senté en una de las mesas afuera. Al ver la pared de cemento, distinguí trazos fantasmales del grafiti que Las Lobas pintaron cuando las vi pasar con capuchas negras. Decía: “Ni una más”. La pintura verde de la “s” se escurría hasta la banqueta.
De eso ya no quedaba ningún trazo. Tantas pisadas probablemente terminaron borrando lo que quedaba en el cemento. Ese día Ma se apresuró y me jaló hacia el otro lado de la calle. Por eso me sorprendí tanto cuando la fundadora de Las Lobas dijo en un noticiero, con la cara tapada, que la idea del grupo se le ocurrió en parte cuando se enteró de la historia de una madre buscando a una joven, y mostró una foto de ella en una marcha. En el 2020 Ma marchó por Reforma con pétalos de jacaranda reposando en su pelo. Lo hizo sin saber que años después iba a estar corriendo hacia la comisaría para que alguien mandara al menos un dron a buscar a Tam el día que desapareció.
La grosella parecía sangre escurriendo. La paleta estaba más pequeña que su palito de madera. Al voltear a ver la paleta derritiéndose en mis dedos, me di cuenta de que ni siquiera me gustaba la grosella. En realidad era la favorita de Tam. Al levantarme de la mesa pensé en cómo debió haber sido Tam la que se levantó y la que llevó flores al funeral y Tam la que dio el discurso.
Este fin de semana solo pude confirmar lo que desde hace mucho tiempo traté de disfrazar como migrañas causadas por haberme desconectado de la nube: la vida de Tamara no me pertenece. Los girasoles no son soles, solo siguen al Sol. Fui diseñada para encajar en su lugar y eso me mantuvo cerca de Ma. La casa no era lo único que quedaba de Tam, pero era lo único que podía soltar. Su peso lo cargaré por siempre.
Llamé a la abogada y dije: “Véndela. Siempre fue de ella”. Luego compré mi boleto a casa. Enrollé el palito de madera con cuidado en la servilleta y lo cargué conmigo hasta llegar a la casa. Lo tiré en el bote de basura del cuarto de Tam, junto a la lámpara de barro con el girasol que Tam pintó con Ma cuando era niña para darle el final que se merecía.
Allison Lievano
Ha tomado tutorías con autores como Jaime Mesa, Juan Gómez Bárcena y Martín Felipe Castagnet; y ha participado en talleres de escritura creativa dentro y fuera de México incluyendo el programa de verano de Interlochen, el taller One Brick at a Time de Odyssey Writer’s Workshop y más recientemente ha sido admitida a la Residencia para Escritores Under the Volcano, 2022 donde trabajó con Alberto Chimal. Actualmente escribe su primera novela, una distopía de ciencia ficción que examina el tema del feminicidio en México.