Para Michel Leiris (1901–1990), la tauromaquia era “un arte trágico en el que el levantamiento de fuerzas dionisiacas tuerce y vuelve izquierda la armonía apolínea”, idea que también equiparaba con la escritura: en 1946, en el prólogo para la segunda edición de La edad de hombre, Leiris compara a la literatura con el toreo y al poeta con el matador, y confiesa que siete años atrás, al aventurarse en la redacción de su primera autobiografía, le consolaba saber que, contrario al riesgo de muerte que amenaza al torero, a él sólo le acechaba una especie de peligro abstracto más allá de la tinta y el papel (como lo fue ser artista o escritor en Francia durante la ocupación alemana). Así, a la distancia comprendió que la faena de redactar esas memorias de la vida adulta sólo implicaban un desafío, y ese era la destreza para exhibirse ante los otros.
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Miembro de una generación inspirada por la poesía y el jazz, Leiris entabló amistad con Georges Bataille, Jean Dubuffet y Robert Desnos, entre otros, aunque su ferviente admiración era para el pintor André Masson. En 1924 se unió al movimiento surrealista liderado por Breton, porque al igual que ellos, consideraba al sueño como elemento activo de la energía mental, un factor determinante en la creación al fusionar lo onírico y lo real. Es por eso que, influido por su obra predilecta, Aurelia o el sueño y la vida de Gérard de Nerval, Leiris cultivó la oniromancia con fines narrativos y se ocupó de registrar sus sueños: Noches sin noche y algunos días sin día albergan la totalidad de sus fantasías noctámbulas y de duermevela, aunque en La edad de hombre incluyó ciertas quimeras que, si bien, no forman parte de aquel volumen, podrían integrar un círculo perfecto.
He aquí algunos ejemplos: en La edad de hombre, a propósito de un sueño erótico cuyo centro es un juego de palabras, Leiris relaciona al burdel con un museo en cuanto a arqueología y antigüedad (“uno encuentra ahí el mismo aire sospechoso y el mismo aspecto petrificado”). En Noches sin noche…, la entrada del 22–23 de diciembre de 1923 refiere el sueño en que conoce a una mujer en un cine, tienen un escarceo y luego ella lo lleva a su chalet situado en una larga calle de burdeles. A punto de poseerla, Leiris repara en que la chica es una prostituta y que probablemente esté enferma, por lo que huye de un salto por la ventana y cae de pie en un pedestal de la verja de entrada, donde se disimulará como una estatua.
El apunte del 4-5 de marzo de 1947 detalla el sueño en que frente al Museo del Hombre, Leiris se bate con un toro alado que, a punto de recibir la estocada del poeta, se vuelve una bovino de goma. Al despertar, el soñador afirma tener una certeza: “hacemos una montaña de muchas cosas que en realidad no son nada”.
Toros, burdeles y museos. Muerte, erotismo y arte. Baudelaire consideraba a la desgracia como condición fundamental de la belleza, y Michel Leiris coincidía con él: “De la tauromaquia, que nos ofrecía el ejemplo de un arte trágico en que todo descansa sobre una izquierdización y sobre la posibilidad material de una herida, llegamos al erotismo, en que todo ocurre en el corazón mismo de una herida semejante, suponiendo que en ninguna parte como en el acto amoroso se manifieste con tanto brillo el papel capital de una cierta plenitud desgarradora”, observó en Espejo de la tauromaquia, y valdría la pena preguntarnos si el sueño no posee, también, los mismos atributos: totalidad vehemente o impulsiva, oscuramente racional, como esa primera impresión de incesante movimiento que experimentó la noche del 20 al 21 de noviembre de 1923. Leiris la describe así: “Corro campo a través, persiguiendo mi pensamiento”.
AQ