Mirando el Hudson con Paul Auster

Ficción

En este relato, en Nueva York, el protagonista lee ‘Ciudad de cristal’, recuerda una visita a esa ciudad veinte años atrás y se imagina como un personaje extraviado en la novela del narrador, poeta, traductor y cineasta recientemente fallecido.

Paul Auster, autor de ‘Ciudad de cristal’. (Archivo)
Jorge Bustamante García
Ciudad de México /

La tarde que Nicolás Azul llegó a Nueva York estaba nevando. Venía de paso desde Varsovia y Londres y su destino final sería Bogotá. No había pensado quedarse en Nueva York pero el mal tiempo hizo que el aeropuerto Kennedy cerrara por dos días y no hubo más remedio que quedarse en la ciudad de los rascacielos. Afortunadamente la Compañía por la que volaba se comprometió a pagar todos los gastos de estadía y esta certeza lo apaciguó. Se dispuso, entonces, a gozar de la oportunidad que se le presentaba y los deseos se le despotricaron como una ráfaga al pensar en las cosas imprevisibles que podría hacer durante dos largos días en una ciudad como Nueva York. Se acomodó con su equipaje en un amplio taxi amarillo, de esos que son típicos en esa ciudad y pidió al chofer, en un inglés masticado, que lo llevara al hotel que le habían asignado en el centro de la gran urbe. El chofer cumplió gustoso la orden y durante el trayecto no cesó de hablar ni un solo instante, gesticulaba y parloteaba de manera permanente. Le explicó a Nicolás Azul todos los tejemanejes de la ciudad, con una acuciosidad deprimente, le aconsejó no entrar a ciertos bares después de las ocho de la noche, sobre todo en aquellos que quedaban en las calles adyacentes al Hotel, le recomendó —con una insistencia propia de una Hermana de la Caridad— no visitar algunos lugares peligrosos. Nicolás Azul escuchaba atento, con paciencia pero escéptico, mientras miraba cómo se estrellaban contra los cristales del vehículo los últimos reductos de la nieve reciente. Ya estaba anocheciendo, se encendían las primeras luces de las avenidas y Nueva York se le antojó el rincón más mágico del mundo.

Los transeúntes caminaban sin prisa, al menos eso parecía, envueltos como mortajas, amarrados con toda suerte de abrigos, bufandas, guantes y gorros y se detenían por instantes delante de las majestuosas vitrinas de los almacenes; algunos desarrapados hurgaban minuciosamente en los basureros de las esquinas, los niños jugaban mientras esperaban el cambio de luces de los semáforos. A Nicolás Azul le sobrecogió todo esto que podía suceder en cualquier ciudad del mundo, pero como ahora se trataba de la ciudad mítica de la que tanto había escuchado hablar en su niñez, que había visto en incontables películas, ciudad de misterios y asombros donde todas las cosas del mundo parecen confluir, ciudad de imágenes abigarradas desde donde su hermano mayor enviaba largas y meticulosas cartas en las que narraba sus aventuras y peripecias juveniles, al estar ahí, al contemplar ese paisaje y palparlo, todo le parecía sorprendente: las brumas de la brisa revoloteando sobre los edificios fatigados, los avisos luminosos inundados de neón por todos los costados, los pensamientos saltarines de la gente arrastrando sus vidas por las extensas avenidas, los semáforos pestañeando verdirrojoamarillentos colores mientras se cruzan y entretejen ríos de vehículos sin fin.

Nicolás Azul se instaló en el Astoria, un hotelito modesto, pero limpio, a solo cuatro cuadras de la Quinta Avenida. En el baño se miró al espejo y de inmediato recordó el cuarto de hotel de París en donde, unos años antes, había celebrado conmigo y otros amigos su cumpleaños diecinueve, cuando todos íbamos rumbo a la remota Moscovia a continuar nuestros estudios. Se afeitó los cuatro pelos que acostumbraban a salirle en la barbilla, se bañó, se cambió de ropa y se dirigió de inmediato a la calle, donde se topó, uno por uno, con todos los bares y antros prohibidos por el elocuente taxista. Quería caminar y se dispuso a hacerlo con el mayor placer. A Nicolás Azul siempre le gustaba caminar y dar grandes paseos cuando llegaba a una ciudad desconocida, le gustaba mirar por largo rato los escaparates de las vitrinas de los almacenes, de los bares y las cafeterías, y cuando encontraba por azar una librería se divertía durante horas hojeando los libros, acariciando sus tapas, intentando recordar los nombres de sus autores. Era una afición que había practicado sin cesar en Moscovia, en San Petersburgo, en Tallin, en Vilna, en Medellín, cuando en sus años mozos había ido a visitar al hijo del escritor Fernando González, este último a quien admiraba sin cortapisas. Al llegar al cruce de Broadway con la Quinta Avenida, en la calle Veintitrés, vio una pareja de enamorados que tarareaba una vieja canción de Judy Collins, siguió hacia el oeste hasta la Séptima Avenida, donde giró a la izquierda, hasta llegar a Sheridan Square. En una cabina telefónica, al final de la calle, vio a una esbelta y elegante morena que conversaba animadamente a través del auricular. Nicolás Azul se detuvo, se dedicó unos segundos a observar la delgada capa de nieve que se derretía sobre la banqueta y sintió por primera vez un intenso frio en los pies. La bella morena había terminado de hablar y se disponía a marcharse, pero Nicolás Azul en un arranque de audacia y sin entender por completo su afán y ansiedad le espetó a quemarropa en su inglés apenas entendible un ¿podría decirme cómo llegar al Hudson? Ante la sorpresa, el rostro de la morena se volvió todavía más bello y solo atinó a contestar que sí con un leve movimiento de cabeza. Nicolás Azul aprovechó la inicial confusión de la muchacha para soltarle de inmediato una avalancha ininteligible de preguntas para evitar que se marchara y logró convencerla, contra toda expectativa, que lo guiara un poco hasta el Río Hudson. Subieron al camión 184 que iba casi vacío hacia el noroeste de Manhattan, en dirección al Parque Riverside, donde bajaron a la altura de la Calle 84, conocida como Mount Tom. Caminaron unos metros, deteniéndose a descansar en una roca llena de protuberancias, desde donde se podían contemplar los reflejos de la ciudad sobre el Hudson. La morena hablaba un poco de español, lo que alivió a Nicolás, y resultó ser una incansable conversadora que en una extraña mezcla de los dos idiomas ilustró a Nicolás Azul sobre mil cosas de la ciudad, resaltando el hecho sorprendente de que Edgar Allan Poe había pasado muchas y largas horas de los veranos de 1843 y 1844 mirando el Hudson, exactamente desde la misma roca donde ellos ahora se encontraban. Nicolás Azul no daba crédito a lo que escuchaba y pensó, por un momento, que su hermosa guía de esa noche impar había empezado a desvariar. Sin embargo, fijó su vista en el río y en el parque, como queriendo retener para siempre todos los detalles de ese instante. Permanecieron todavía varios minutos ahí, luego resolvieron regresar, pues el frío ya se ponía insoportable. En el camino de regreso entraron a varias discotecas y bares y en uno de ellos, que les pareció cálido y acogedor, permanecieron conversando y bebiendo vino hasta que vieron por fin las primeras luces juguetonas del amanecer. Al salir, la morena acompañó a Nicolás en un taxi y en las puertas mismas del hotel se despidieron con un abrazo emotivo, como si fueran viejos amigos. Él se quedó mirándola mientras ella se alejaba por la acera del hotel y en esos precisos instantes sintió unas ganas terribles de tocarla, se imaginó besándole los senos, los pezones, pero la morena se alejaba cada vez más por las intrincadas calles hasta que se desvaneció y Nicolás percibió que ya nunca más la volvería a ver.

Veinte años después, en un viaje de paso por Nueva York, Nicolás Azul compró en el aeropuerto una de las novelas de su autor norteamericano preferido en esos momentos, Paul Auster. Se trataba de Ciudad de cristal, un thriller que forma parte de una trilogía novelesca sobre la ciudad de Nueva York. Se sumió en la lectura, mientras volaba a Shannon y no pudo evitar una honda y grata sorpresa al descubrir que el protagonista de la novela de Auster y el propio Auster vagabundeaban por las mismas calles en las que él se había descarrilado tantos años atrás y, lo más increíble todavía, que se habían sentado en la misma piedra llena de protuberancias desde donde a Edgar Allan Poe le gustaba contemplar el Hudson. Nicolás Azul recordó entonces con toda intensidad a la bella morena que le descubrió ese parque para siempre y se la imaginó con un rostro aún más radiante por el paso del tiempo. Cerró el libro y le gustó pensar que tal vez hace veinte años el joven Paul Auster, un escritor en ciernes, había imaginado esa noche y que él, Nicolás Azul, no era más que un personaje extraviado en una de sus novelas.

AQ

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