Mircea Cărtărescu: “Tenía el sueño de escribir todos los libros, los posibles y los imposibles”

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Ganador del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, el escritor rumano habla sobre las ciudades imaginarias, las frustración creativa y los desafíos que le produce aún la literatura.

Mircea Cărtărescu, poeta y novelista. (Foto: Cosmin Bumbut)
Ángel Soto
Ciudad de México /

Cada vez que se presenta ante una audiencia hispanoparlante, Mircea Cărtărescu convierte los escenarios en catedrales del aforismo. Con la determinación de Confucio, el narrador lanza proverbios que reverberan como encantos. En Colombia le preguntaron sobre su mudanza de la poesía a la novela, y el autor de Solenoide sentenció: “La poesía es el arte de la juventud”.

Considerado el escritor vivo más destacado de la literatura rumana, Cărtărescu ha perfeccionado su laconismo gracias a la aceptación unánime del público que lo lee en castellano. Aunque comparten un origen común, las melodías de la lengua española y de la rumana pueden sonar tan distantes como una doină (1) y un son jarocho. Por ello, en casi todas sus apariciones públicas en España o Latinoamérica, a Cărtărescu lo acompaña Marian Ochoa de Eribe, traductora al español de buena parte de su obra, publicada en la editorial madrileña Impedimenta. Con ella ha establecido una relación simbiótica. Cărtărescu no desperdicia la oportunidad de elogiarla (incluso ha comentado generosamente que Ochoca habla un mejor rumano que él). Verlos interactuar durante una charla es como presenciar un pas de deux entre bailarines del Bolshói. Mientras Marian Ochoa traduce en directo, Cărtărescu espera con sonriente paciencia.

Nacido en Bucarest en 1956, Cărtărescu fue reconocido este año con el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances. Es el segundo autor rumano que recibe esta distinción (en 2016 la obtuvo Norman Manea). Su obra, plagada de escenarios oníricos, delirios, mundos interiores y ciertos elementos autobiográficos, atraviesa sin contratiempos la frontera entre la fantasía y la realidad. Comenzó sus andanzas literarias en la poesía en la década de los ochenta. Por aquellos años formaba parte de un grupo conocido como “la generación de los blue jeans”, y ya desde entonces cosechaba galardones y el reconocimiento de sus colegas. En 1990 —poco después de la revolución que derrocó la dictadura comunista que durante un cuarto de siglo timoneó Nicolae Ceaușescu— publicó El levante, un experimento poético que recrea una aventura a través de la historia de la literatura rumana. En 2021, Impedimenta publicó su Poesía esencial en una edición bilingüe, donde se reúnen textos elegidos personalmente por el autor.

Con frecuencia, Cărtărescu explica su teoría sobre la caducidad de los poetas (no más allá de siete años, ha dicho). Fiel a esa máxima, en 1993 viró su producción literaria hacia la narrativa. Lo hizo con Nostalgia, un libro de relatos que le concedió reflectores internacionales. Años más tarde, publicó dos obras monumentales, consideradas hasta ahora el culmen de su creación: Solenoide y la trilogía Cegador. No obstante su éxito incuestionable, el rumano sostiene con premeditada modestia que no ostenta una carrera próspera.

Enrique Redel, editor en español de Cărtărescu, ha dicho que su obra “nos enfrenta con la extrañeza, con la inocencia, con la visión casi extasiada de la realidad. Toda su obra es de una tremenda carga poética. Se lanza a un torrente expresivo que podría ser una especie de enorme poema”.

Lector fervoroso de Ernesto Sábato, Gabriel García Márquez o Jorge Luis Borges, Cărtărescu ha conseguido edificar un puente del tamaño del Océano Atlántico entre Rumania (para muchos, esa isla latinoamericana enclavada en Europa) y el mundo hispánico. En esta entrevista para Laberinto, el escritor desmenuza su óptica literaria y comenta, entre otras cosas, sus ideas sobre el fracaso, la frustración, la religión y la infancia.

—Es autor de una obra muy nutrida en distintos géneros. ¿Hay algo en la literatura que todavía le represente un desafío?

Casi todo. La literatura es interminable, y la vida de un autor es muy corta. Cuando empecé a escribir, hace cincuenta años, tenía el sueño de escribir todos los libros, los posibles y los imposibles, incluidos los que ya estaban escritos (à la manière de Pierre Menard). Me odio a mí mismo por no haber podido escribir la Divina Comedia, la Hypnerotomachia Poliphili, el Ulises o La muerte impúdica. Al recordar los libros que logré escribir, sólo siento consternación: Pude explorar, escribiéndolos, apenas un milímetro cuadrado de mi cerebro, trazar unas cuantas conexiones entre mis sinapsis. Mi consuelo es que aún tengo tiempo, aún tengo fuerzas para mantener la pluma entre mis dedos, así que quizá en el futuro consiga cumplir mi viejo sueño.

—Usted se ha descrito como un lector crónico, que lee todo lo que cae en sus manos. Pero, ¿qué disfruta hacer cuando no está leyendo o escribiendo?

Al igual que un escritor, que si lo es verdaderamente nunca deja de escribir, porque cada vez que ve, oye, siente o piensa algo lo plasma en una página imaginaria, un verdadero lector lee todo el tiempo, incluso cuando está dormido. Yo leo libros en mis sueños; tengo una biblioteca con libros que sólo existen en los sueños. Algunos los he escrito yo, otros los han escrito otros escritores. Se trata de libros reales, de novelas largas y maravillosas. Pero cuando intento sacar esos libros a la superficie, explotan como lo haría pez abisal. Nunca recuerdo su contenido cuando me despierto. Pero al cabo de un mes o un año vuelvo a soñar esa biblioteca, con los mismos libros que, mientras sueño, me sé de memoria.

—¿Conserva una mirada literaria hacia el mundo aun cuando no está frente a la página en blanco? Es decir, ¿la literatura es posible incluso cuando se está realizando otra actividad?

Para mí, no existen fronteras entre la vida y la literatura. Están a ambos lados de una banda de Möbius, nunca se sabe cuándo una desemboca en la otra. Es como en «La continuidad de los parques» de Cortazar. Cuando estoy en el escritorio, entro en una especie de trance, mi personalidad cambia por completo, súbitamente. Me siento como una pluma en la mano de otra persona. No escribo yo, soy una mera herramienta o un portal por el que la escritura sale al mundo. Incluso en los periodos en los que no escribo, mi libro sigue creciendo en mí, como el niño crece en el vientre de su madre. La madre puede hacer cualquier cosa: trabajar, ir de compras, ir al cine. Durante todo ese tiempo el niño crece solo, porque el principio de crecimiento está en el niño, no en la madre.

—El narrador de Solenoide es un escritor fracasado. Usted, por el contrario, ha tenido una trayectoria próspera. Sin embargo, ¿existe la frustración en su labor creativa? ¿Cómo lidia con ella?

Nunca tuve una carrera próspera. Si hubiera sido así, habría sido famoso a los treinta años. Ahora tengo sesenta y seis, y poca gente me conoce. De hecho, mi aprendizaje de la literatura fue un proceso torturante: extremadamente largo y terriblemente difícil. Era muy pobre al principio de mi carrera; viví en una dictadura hasta los treinta y cuatro años. Conocí el hambre, el frío y el miedo en los años 80. Conocí los celos y el odio de muchos de los escritores de mi país en mis comienzos, y esto sucede incluso ahora, y la única respuesta ante este tipo de situaciones sigue siendo la misma: tratar de escribir mejor. Cuando empecé a ser traducido en el extranjero, poca gente se preocupó de comprar mis libros ni de escribir sobre ellos. Muchos de mis libros traducidos no tuvieron ni una sola reseña cuando se publicaron, las ventas durante años fueron casi testimoniales. Sentí de forma muy dolorosa mi situación de escritor que viene de la nada, de un país pequeño y de una lengua pequeña. Incluso ahora no tengo agente, desde el punto de vista literario me considero todavía un simple aficionado. Durante mucho tiempo me sentí como mi personaje de Solenoide: un escritor fracasado, sin futuro. "Pero no me sentiría tan solo", como diría Bob Dylan, porque todo escritor es, en el fondo, un fracasado (aunque a este respecto tengo algunas dudas sobre Kafka, pero él no era un escritor al uso).

—La infancia tiene un lugar preponderante en su obra, tanto la poética como la narrativa. ¿Por qué le interesa explorar esa etapa de la vida desde la literatura?

Me interesa mucho la embriología, un campo sorprendentemente cercano a la topología y al arte del origami. Pasamos el 90% de nuestra vida significativa en el útero. El otro 5 por ciento lo pasamos en nuestra infancia, que abarcaría hasta los 14 años. El resto no es más que la antesala de la muerte. He escrito mucho sobre los niños y los adolescentes porque son seres en desarrollo, porque crecen y se vuelven cada vez más complejos y bellos, desafiando la entropía universal. Un niño es veinte veces más inteligente y más imaginativo que un adulto. Los genios son aquellos adultos que consiguieron seguir siendo niños durante toda su vida, de una manera extraña y contraintuitiva, similar a la neotenia.

—En su literatura también es relevante la recreación de los espacios geográficos. Por ejemplo, las ciudades. ¿Cómo es su relación con ellas? ¿Qué le interesa explorar sobre los entornos?

Como todos los escritores, también soy en cierto modo un arquitecto: en cada libro invento ciudades, edificios, ciudadelas, torres, fábricas, cocheras de tranvía, etc. Las ciudades de las novelas no son ciudades reales, sino ciudades de papel. Sólo los personajes que uno crea pueden vivir en ellas. Dostoievski inventó San Petersburgo porque Raskolnikov necesitaba vivir en algún sitio. Joyce inventó Dublín calle por calle, como un Balzac de las ciudades. Yo inventé absolutamente mi Bucarest, pero también recreé Nueva Orleans, Ámsterdam o el lago de Como en mis libros. Las ciudades imaginarias de los escritores, como las llamaba Calvino, son más reales que las ciudades de los mapas. Te persiguen para siempre.

—Usted ha dicho que lee la Biblia con bastante frecuencia. ¿Qué papel juegan las religiones o la fe en su obra?

La Biblia es la mayor novela jamás escrita, además de un libro de poemas de una calidad visionaria. Incluso las personas más irreligiosas deberían leerla por su belleza y sabiduría sobrenaturales. Mis libros no son religiosos (cualquier ideología debería quedar fuera de una obra de arte), pero seguramente sí que son experiencias metafísicas, a veces éticas y muchas veces filosóficas. Cada vez que leo una página de Wittgenstein, ese hermano gemelo filosófico de Kafka, me siento feliz y mi corazón se aligera. Me gustaría poder escribir algo tan poderoso como esos libros.

—Ha dicho también que la poesía es el arte de la juventud. ¿Con el paso de los años ha conservado ese ímpetu creador o considera que la experiencia lo hace calibrar la escritura de un modo distinto?

Sí, para rendir en la poesía, como en el atletismo, se necesita un cuerpo joven, un cerebro joven y un corazón joven. La vida de un gran poeta rara vez va más allá de los siete años en su plenitud. Muy pocos poetas genuinos sobreviven como tales más allá de los treinta años. Pero todo el mundo puede escribir poesía para su propio placer incluso a una edad avanzada. Creo que es un hermoso intento de mantenerse joven. Yo publiqué mi último libro de poemas hace dos años y no me arrepiento, aunque ese libro es una obra menor. No todos los órganos de nuestro cuerpo son órganos vitales. Se puede sobrevivir sin el dedo meñique. Pero, ¿quién aceptaría que se lo cortaran?

(1) La doină, elemento esencial del folclor rumano, es un canto lírico solemne, improvisado y espontáneo.

AQ

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