El 22 de enero Michael Hutchence habría cumplido 60 pero es difícil suponer cómo habría llegado psíquica, emocional y físicamente a su aniversario, con todos los conflictos que arrastraba en 1997, cuando se ahorcó con un cinturón de piel de ofidio en la habitación 524 del Ritz–Carlton Hotel de Double Bay en Sidney, Australia: la lesión cerebral que sufrió en 1992 tras el altercado con un taxista en Copenhague le dejó secuelas como anosmia, atrofia del gusto, bipolaridad y melancolía; la turbulenta relación con la periodista de espectáculos Paula Yates, que acabó con el matrimonio de ésta con Bob Geldof y, en consecuencia, la ruda enemistad del marido deshonrado; el salvaje acoso de los tabloides luego de que alguien descubrió opio en su apartamento de Londres; la angustia de perder a Tiger Lily, la hija que tuvo con Yates, por el mismo escándalo del opio; el desprecio de las bandas emergentes que consideraban a INXS un grupillo demodé, y los típicos excesos del rockstar, cuyo peor yerro fue la bancarrota financiera.
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Michael Hutchence tendría 60. Quizá estaría aislado en Estados Unidos o en Australia, y tal vez su aspecto actual no sería, digamos, decoroso, como el de sus amigos (por ejemplo, Bono, que este 2020 también ya es sexagenario, o Nick Cave, que a los 63 mantiene buena forma), porque en poco tiempo una sobredosis cotidiana de estrés y turbación puede devastar hasta al organismo más correoso.
Esto viene a cuento porque Netflix acaba de estrenar Mystify: Michael Hutchence, de Richard Lowenstein, filme ensamblado con material de archivo y unos cuantos testimonios, que no aporta nuevas luces sobre sus desventuras ni escarba profundamente en su ego sino que se concentra en reseñar al hombre que perdió la batalla contra la fama y el glamour.
Mystify gira en los lugares comunes que atosigan a los espíritus endebles del star system: complejos de culpa; aspiraciones intelectuales insatisfechas; hartazgo de los reflectores; crisis de auto reconocimiento; hedonismo nómada; voracidad por los paraísos artificiales.
Kylie Minogue y Helena Christensen narran sus affaires con el ultra cotizado vocalista entre el público femenino de la época; su padre, la tía, el hermano, sus colegas de INXS y de Max Q (grupo que Hutchence formó para experimentar un sonido alternativo) aportan otros comentarios; crestomatías de conciertos y shows de tv, y un lacónico repaso del alboroto Hutchence–Yates–Geldof. Eso es todo Mystify. Una hora y cuarenta y dos minutos que no consiguen, siquiera, infundir nostalgia por el icono y la banda pop que de 1980 a 1997 sólo fueron constantes en el altibajo: algunos de sus tracks se siguen oyendo, pero INXS no alcanzó el estatus de leyenda.
La intención de Richard Lowenstein es clara: no pretende reanimar el mito de un frontman que estremeció los escenarios con “Never Tear Us Apart”, “Need You Tonight” o “Mystify” sino evocar a su amigo y compatriota (Lowenstein también es australiano y no sólo hizo todos los clips de INXS; Hutchence protagonizó su tercer filme, Dogs in Space, una fábula de outsiders de Melbourne), y en ello perdió la oportunidad de hacer un documental distinto: la relación de Hutchence y Yates, y el pleito con sir Bob Geldof, ilustra una rotunda moraleja de crimen y castigo muy británica: de la fama mediática al fango de Desdémona, proscrita de la élite londinense, vituperada por los tabloides y hostigada legalmente hasta perder la custodia de sus hijas.
Paula Yates murió tres años después que Hutchence de otra sobredosis, pero no como la de él, sino, a ojos del vulgo, aún más decadente: de heroína. “Natural Blonde”, le decían en sus mejores años porque, siendo una rubia perfecta, así tituló su columna del Record Mirror, mas el infortunio la volvió el modelo exacto, precisamente, de un éxito de INXS: “Suicide Blonde”.
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