Es la hora de su Majestad: el dolor
Joseph Roth, Job
Mientras el lenguaje de las bombas domina el suelo ucraniano, la destrucción y la muerte configuran velozmente las postales de una época maldita. El alargamiento de la era de la violencia militar (que, como se sabe, no es sino la continuación de la política por otros medios) muestra una vez más que el uso de la fuerza, o la invocación del patriotismo —como lo recordó oportunamente el escritor Javier Cercas en El País Semanal—, es “el último recurso de los canallas”. Ciudades destruidas, millones de desplazados, fotografías de casas abandonadas donde juguetes, ropa, sillones, adornos hogareños y muebles de cocina lucen desolados, objetos sin sentido en contextos donde el instinto de supervivencia domina todo lo demás. Imágenes de abandono de las cosas cotidianas que registran las escenas de crueldad que circulan por todo el mundo, sin cesar y sin esperanzas.
En tiempos dominados por realidades virtuales y aumentadas, de videojuegos como la saga Call of Duty: War Zone, de redes sociales que vomitan todos los días imágenes y palabras que combinan ignorancia, estupidez o, de vez en cuando, humor e inteligencia, el estallido de la guerra real, con muertos y heridos de verdad, revela el tamaño del lado oscuro de nuestras fantasías. El espectáculo de guerras virtuales donde la ausencia de escrúpulos y restricciones morales de los jugadores se convierten en monedas de cambio, ha sido desplazado por el espectáculo de una guerra real que revela la veloz construcción de una frágil moralidad de guerra, muy distinta a la que impera en tiempos de paz.
En pleno invierno ucraniano, el olor de la sangre y de la pólvora se entremezclaron en la región del Donbas, la frontera entre Ucrania y Rusia. Y al comienzo de la primavera, el humo de las bombas y el fuego de casas y edificios gobiernan las instantáneas del desastre. Quince mil muertos fue el saldo del primer mes del conflicto, saldo que seguramente se incrementará en forma exponencial en las próximas semanas. Es el resultado esperado de la lógica metálica de tanques y fusiles, acompañado por la música del estruendo y el silencio de la tragedia. El tiempo comprimido de la guerra es un inmenso hoyo negro.
Mientras Vladimir Putin invoca la gloria y el patriotismo ruso frente sus ciudadanos, los militares empuñan las armas y dirigen la operación, lejos de las palabras y entusiasmados con los cálculos de los daños, las maniobras de la acción táctica y los ajustes de la planeación estratégica de la violencia. Los perros de la guerra están sueltos y descontrolados. Mercenarios a sueldo (principalmente chechenos) se filtran en las ciudades asediadas, y aviones, tanques y cañones emiten los sonidos lúgubres de la violencia. Los invasores han olido la sangre y no se detendrán hasta obtener la victoria.
Rotos los códigos de la paz y de la ética política internacional, una peculiar forma de moralidad aparece en escena. Es la moral de guerra, compuesta por una mezcla de desesperación y ansiedad, por principios elementales de autoprotección, acciones de heroísmo y cobardía, de fuga y supervivencia, de ilusiones cortas y decepciones largas. Es una hechura emocional, simbólica, alimentada indistintamente por la renuncia al abandono de la identidad y a cierto sentido de pertenencia, la resistencia a los comportamientos anómicos, la constatación de que dios no existe, justo como la revelación que tuvo el viejo judío Mendel Singer, el protagonista de la novela de Roth, al verse devastado por todas las desgracias. Destruido el piso firme de los hábitos y las costumbres que componen el orden natural de las cosas, los individuos son a la vez observadores y víctimas del orden impuesto por las bombas y las balas.
El miedo, el dolor y el temor se constituyen entonces como las emociones que guían las acciones y razones de hombres y mujeres, de ancianos y niños. Bajo el cielo negro de la incertidumbre, la moralidad de la guerra es elástica, dúctil, líquida. Su némesis, la amoralidad, es el espíritu que acompaña a los monstruos de la razón. La crueldad de la guerra se ensaña con los débiles, que con sus sufrimientos alimentan la sed de venganza de los invasores. Es la moralidad que surge entre las cenizas de la guerra.
Mariúpol, Odessa, Kiev, Járkov, Jérson, Leopólis, son nombres de ciudades que resuenan al pasado, a la lejanía, a lugares pertenecientes a territorios y poblaciones que evocan fantasías, ilusiones y curiosidad para los no europeos y no rusos. Hoy son los espacios donde las bombas destruyen hospitales, teatros y museos, y amenazan iglesias del siglo XI, edificaciones medievales, antiguas rutas de conexión entre Europa y Asia, la zona que desde hace tiempo experimenta las tensiones entre oriente y occidente. Son lugares que aparecen ocasionalmente en las obras de Issak Babel (nacido justamente en Odessa), de Tólstoi o Chéjov, paisajes de historias y costumbres que relatan pasiones, intereses y razones de individuos, grupos y comunidades entrelazadas, como todas, por ilusiones y creencias.
Se han ido los días de fiesta. Se han roto los rituales mortuorios, los duelos y los lamentos. Las fracturas se vuelven abismos, los fragmentos no unen las partes. Son días sin música ni cánticos celebratorios. No hay nada que celebrar. Desde algunas franjas de la cultura judeo-cristiana, este momento es interpretado como la hora del diablo. Desde las culturas de los no creyentes, de los ateos a los agnósticos, es la confirmación de la naturaleza de la bestia. Desde la perspectiva de los escépticos, es el nuevo espéctaculo del miedo y el terror de la destrucción humana. Son los anteojos y cristales con los que se miran los juegos de guerra en una pequeña parte del mundo, pero que anticipan relámpagos expansivos y potencialmente mortales para muchas otras.
Las circunstancias recuerdan guerras pasadas y temores futuros. Como escribió Gramsci en 1918: “hay quien constantemente lanza chispas sobre el combustible, y obra entre los hombres, y suscita dudas y siembra el pánico. Porque hay profesionales de la guerra, porque hay quienes ganan la guerra, aunque el colectivo, los colectivos nacionales, no reciban más que lucha y ruina”*. Esa es la gran lección de las guerras pasadas y presentes, la hechura antigua y oxidada que combina en dosis siempre imprecisas moral, política y muerte.
*Odio a los indiferentes, Ariel, España, 2020, p. 81-82
AQ